Conocí a Leopoldo Gutiérrez Ortega hace tres décadas y media en la Facultad de Ciencias Políticas de la UNAM. Recién acababa de concluir el tronco común de ciencias de la comunicación, y andaba en busca de profesores con miras a cursar el cuarto semestre de la carrera. Frente a la extensa relación de académicos, de inmediato su nombre brincó y me remitió a Proceso, pues por aquel entonces todos los textos de la revista dirigida a la sazón por Julio Scherer eran revisados escrupulosamente, antes de su publicación, por Gutiérrez Ortega. Pese a que la clase de “Géneros periodísticos I” era a las 7 de la mañana no dudé ni un instante en inscribirme.
El primer día del curso nos encontramos con un profesor que nos habló sin ambages. No pasaba lista, pero habría una tolerancia de sólo diez minutos para entrar a clase. En una escuela donde, con frecuencia, se confunde la disciplina con la represión, una tercera parte del numeroso grupo desertó de inmediato. Quienes decidimos quedarnos recibimos no sólo una cátedra acerca de cómo escribir la nota informativa (la cual, en palabras de Leopoldo, era necesario dominar a la perfección antes de pasar a géneros más complejos), sino también los rudimentos de la escritura.
Durante semanas Gutiérrez Ortega luchó, primero, contra deformaciones y vicios gramaticales adquiridos durante nuestra educación básica y media superior, a través de ejercicios elementales que develaron nuestras insuficiencias. Después, ya inmersos en la nota informativa, Leopoldo Gutiérrez nos enseñó la importancia de la pirámide invertida; la trascendencia de una entrada que jalara al lector y donde, de preferencia, se brindara respuesta a las cinco grandes interrogantes: quién, qué, cuándo, dónde y por qué; la obligación de redactar un género informativo omitiendo comentarios, juicios y posturas al respecto; la destreza para suprimir lugares comunes y resabios burocráticos. Fueron, sin duda, semanas de intenso aprendizaje donde, a menudo, el riguroso profesor regresaba los trabajos solicitados repletos de contundentes anotaciones, además de guarismos que no superaban el 7 de calificación.
“El licenciado De la Madrid expresó que…”
“He reiterado que los títulos nobiliarios o académicos no se utilizan en el lenguaje periodístico… No escriba, usted, como burócrata.”
“El futbolista Leonardo Cuéllar dijo lo anterior al término del partido…”
“¿Cómo que lo anterior? Hemos insistido en clase que una nota informativa no debe cargar con lugares comunes.”
“Más adelante, el secretario de Comercio anunció que…”
“¿Más adelante? Ni modo que más atrás.”
El papel clave de Leopoldo Gutiérrez como hacedor de diarios (Excélsior, Diario de México y Proceso) y formador de periodistas, no sólo en las aulas, sino, sobre todo, en la brega diaria le daba, a diferencia de otros profesores, una amplia visión sobre la integración de los medios nacionales, así como sobre sus fortalezas, debilidades y requerimientos. Esta vinculación entre la educación universitaria y el mercado de trabajo permitió a sus alumnos afrontar el mundo real, el de las redacciones, sin mayor trauma.
Un semestre después repetí la experiencia, ahora en el “Taller de edición de originales”, donde en una era pre-digital Gutiérrez Ortega nos introdujo al fascinante mundo de los cuadratines, de los tipómetros y de las líneas ágata. Nos enseñó también cómo medir las fotografías; el arte de hacer una cabeza contundente, pero a la vez atractiva, o los fundamentos de la corrección ortográfica y de estilo.
Fue en esa materia, mientras daba mis primeros pasos como editor, cuando supe de su afición por la tauromaquia y sus firmes convicciones orientadas a la izquierda democrática. Leopoldo mostraba su preocupación por la alevosa agresión estadounidense a la Nicaragua sandinista, pero también por el apoyo del otro imperio, el soviético, a la Argentina de los dictadores, en el caso de las Malvinas.
Al terminar la carrera lo llegué a ver tres o cuatro ocasiones en diferentes lugares. La última, en la redacción de Proceso, hace más de 17 años, donde Leopoldo Gutiérrez revisaba las planas con la minuciosidad que le era característica; sin embargo, me estremeció verlo haciendo sus labores con una lupa. Había perdido parte de la vista.
Hace días, una pequeña ceremonia que un grupo de periodistas le organizó a diez años de su fallecimiento, y que prácticamente todos los medios ignoraron, me trajo a la memoria lo que aquí comparto. Sus invaluables enseñanzas, asimiladas durante aquellos viejos días de patio escolar (Cat Stevens, dixit), las trato de aplicar en mi quehacer cotidiano. Ese, creo, es mi mejor homenaje.
En 1988 tuve la fortuna de conocer a otro gran formador de mexicanos, el maestro Arrigo Coen. Pero esa, como dice Michael Ende, es otra historia y debe ser contada en una próxima entrega.