Desde que la observación de aves empezó a convertirse en una pasión, he ido formando mi “colección de especies observadas”. Intento con el mayor ahínco conseguir fotografiarlas también, quedando así consolidado el recuerdo de ese primer encuentro, que es muy gratificante. La búsqueda de especies nuevas me ha llevado a ir por ellas cada vez más lejos, puesto que las que tengo a la mano van escaseando, hasta quedar solamente las más difíciles de ver en la zona de Ciudad de México y unos 100 kilómetros a la redonda.
Para seguir incrementando como avaro mi acervo de observaciones, he tomado vacaciones a sitios donde puedo combinar la visita de zonas arqueológicas, ciudades coloniales y pueblos mágicos, con sitios propicios para el avistamiento de aves. También he hecho excursiones, con una decena de locos como yo, que están dedicadas a la observación de aves por varios días, desde antes del amanecer, hasta la hora que se deja de ver la última ave.
Además de estos viajes de placer con propósito general o específico, he podido encontrar algunas veces en los viajes de negocios, el tiempo para poder llevara cabo una “pajareada” individual, compaginándola con las actividades de trabajo. De esta manera, he tenido oportunidad de observar aves en lugares como Querétaro, San Luis Potosí, Guadalajara, Encarnación de Díaz, Orizaba, Monterrey, Guaymas y Los Mochis, entre otras ciudades, con más posibilidades de avistar especies nuevas para mí.
El encuentro que quiero compartir hoy sucedió en uno de esos viajes de trabajo. Tenía que visitar clientes en Hermosillo y Ciudad Obregón, así que programé un solo viaje, con un trayecto en auto rentado entre las dos ciudades. Tomando en cuenta mis citas, vi que podía pasar por Guaymas en el viaje de regreso, una vez cumplidas las obligaciones, para tener una sesión “pajarera” de unas cuatro horas, antes de retomar la marcha para devolver el auto en el aeropuerto y regresar a Ciudad de México por la noche.
En planeación del viaje, consulté los registros históricos de la plataforma e-birdde observadores de aves en la zonas aledañas a mi recorrido (en otra entrega comentaré más detalladamente sobre la maravillosa herramienta, que es e-bird). Encontré un punto importante (denominado hotspot), donde se encontraba una lista muy interesante de especies avistadas, entre las cuáles encontré muchas que no había visto antes. Decidí que ése sería mi destino y encontré la ruta para llegar. El lugar se llama Estero el Soldado y está ubicado junto a la playa en San Carlos, Sonora, el cuales un destino turístico importante en la zona de Guaymas.
Al igual que muchos otros sitos de observación de aves, el Estero el Soldado es un deleite en sí mismo por su paisaje: Sus aguas son cristalinas y está bordeado por un tupido manglar. En uno de sus extremos hay una barra, en la que entra en contacto con la playa, que es de arena fina y el mar es incomparable, con el azul profundo del Mar de Cortés.
Intentando tener una buena vista del cuerpo de agua sin la interferencia del manglar, subí por un promontorio de rocas que se encuentra entre el estero y la playa. Ésta fue una buena idea, porque la vista era espectacular, dominando el estero a la izquierda y la playa a la derecha. En el cielo se veían fragatas, gran cantidad de charranes y gaviotas y ocasionalmente pelícanos y otras aves.
Hice un barrido con los binoculares hacia el estero y tuve oportunidad de ver varias especies de garzas, un picopando canelo y algunos playeros más pequeños… De pronto, me detuve de golpe por lo que apareció en mi campo visual amplificado… ¿Qué era eso? Se trataba de un ave acuática grande y de una apariencia casi fantástica: Lo más llamativo era un largo pico rojo, complementado por una cabeza negra, con manto marrón y vientre blanco, con patas color rosa muy pálido. De inmediato supe que nunca antes la había visto, lo cual aumentó mi ritmo cardíaco y dejé los binoculares para levantar lo antes posible la cámara, para intentar retratarlo. Estaba lejos de mí, pero por lo menos quería tomarle una foto para el registro. Sin lograr unas imágenes maravillosas, conseguí obtener algunas fotos que mostraban claramente sus marcas de identificación.
Una vez hecho esto, consulté a una guía de aves que tengo instalada en mi celular, muy útil en el caso de nuevos avistamientos. La apariencia tan característica de mi ave (sí, era de mi propiedad en ese momento), me ayudó a encontrarla e identificarla de manera inequívoca en la guía.
Se trataba de un Ostrero americano (Haemantopus palliatus) y me llenó de satisfacción poder completar el proceso de Lifer con la identificación y fotografía de tan singular ave.
Lifer es parte de la jerga de los observadores de aves, utilizando el término en inglés que representa una primera observación de la especie. La sesión, que ya iba bien, se puso mejor con este ostrero, “El ostrero en el estero”, me gustó ese juego de palabras y continué mi recorrido de un humor excelente, a pesar de que las fotos habían resultado apenas aceptables.
El Ostrero Americano habita en playas costeras y llanuras húmedas formadas por la marea. Su hábitat es estrictamente costero y requiere una buena provisión de alimento, como los criaderos de ostras y las riberas con almejas. A menudo busca alimento caminando en aguas poco profundas y utilizando la vista para encontrarlo. Se alimenta mayormente de mejillones, almejas, ostras, gusanos marinos, cangrejos de arena, lapas, erizos de mar, medusas y otras pequeñas criaturas de la zona entre las mareas.
Su pico rojo constituye una herramienta perfecta para abrir los moluscos bivalvos, pero cuando no puede abrirlos, también usa el pico para romper la concha contra las rocas y finalmente comerlos. El ingenio popular, siempre con sabiduría y humor, lo ha nombrado “nariz de zanahoria”, entre otros nombres comunes.
Se reproduce por primera vez a los 3 o 4 años de edad. En algunos casos, permanece durante toda la vida con una misma pareja. La hembra pone de 1 a 4 huevos, que al parecer ambos sexos incuban, durante 24 a 28 días. Los nidos se ubican en el suelo, en islas pantanosas o entre las dunas, por lo general bien por encima de la marca de la marea alta.
Después de bordear el estero, caminé hacia la playa, donde había una sorprendente cantidad de aves acuáticas. Estando tan lejos de casa y visitando un sitio por primera vez, la probabilidad de especies nuevas (Lifers) es muy alta. Delas cerca de 30 especies que vi ese día, tal vez la cuarta parte eran nuevas para mí, lo cual fue muy satisfactorio. Entre los registros nuevos de ese día, puedo mencionar los siguientes: Gaviota Plomiza, Gaviota Alas Blancas, Gaviota de Bonaparte, Bobo Patas Azules y Zambullidor Cornudo.
Todas las pajareadas son diferentes, aún en el mismo sitio. La experiencia nunca se repite, ya que cada salida está salpicada de anécdotas y de momentos especiales que se disfrutan mucho. También se presentan contratiempos que pueden variar en su seriedad, como es tener una caída, meterse en fango profundo, ser presa de mosquitos y cosas peores, como pinolillos, jejenes, y garrapatas o perderse por un rato.
Como anécdotas buenas de esta expedición, quiero comentar que después de haber visto al Ostrero Americano bastante lejos en el estero, de repente pude ver a otros más sobre la playa y no sólo eso, sino que toleraron mi presencia muy bien y les pude tomar una buena cantidad de fotos a una distancia óptima, así que finalmente esas primeras fotos que tomé en el estero y que eran tan valiosas, quedaron sólo para el recuerdo del Lifer, porque las que pude tomar después eran mucho mejores.
Lo mismo me sucedió con el Zarapito Trinador y con el Picopando canelo, aves acuáticas muy grandes, con pico y plumajes espectaculares. Sobre todo éste último, cuyas alas desplegadas al sol parecen estar hechas de hoja de oro.
También tuve la oportunidad de ver el chorlo gris, con su deslumbrante plumaje reproductivo, lo cual fue una gran novedad para mí, que estaba acostumbrado a su plumaje gris-marrón jaspeado, con el que se le ve en latitudes más bajas, donde lo había visto previamente.
Pero toda la maravillosa experiencia pareció eclipsarse, porque creí que había perdido mis pequeños binoculares de viaje. Cuando salgo en estos viajes de trabajo, normalmente llevo un lente más corto que el normal, es decir 300 mm en vez de 500 mm y unos binoculares 10×25, en vez de los 10×42, esto me permite ahorrar más de 2 kilogramos de peso y mucho espacio al empacar.
Ya casi para cerrar mi recorrido, había una fragata macho volando cerca y cuando miré hacia arriba, comprendí que si quería fotografiarla con un buen ángulo, debería correr para librar una palmera que me la iba a obstruir, pues si no lo hacía, perdería el ángulo y la luz favorables. Aventé los binoculares en el bolsillo del pantalón y corrí, de tal forma que logré la toma y al revisarla quedé contento con ella. Sin embargo, unos 400 metros más adelante, cuando quise ver algo con los binoculares, me di cuenta que ya no los llevaba en el pantalón. Entonces caí en la cuenta que se debieron salir del bolsillo durante la carrera en pos de la fragata y por su poco peso y la caída amortiguada por la arena, simplemente no los eché de menos. Regresé sobre mis pasos, con muy poca convicción de poder encontrarlos, en la vasta playa, donde no tenía una referencia precisa, donde pudieron enterrarse en la arena, o simplemente alguien pudo verlos y llevárselos… Pero ahí estaban. Suspiré aliviado y cuando los levanté sacudiéndoles la arena, me dije: “Esta es tu señal para terminar la pajareada”.
De camino al auto, chequé mis variables corporales: la sed y el hambre estaban a tope, me sentía derretir y muy cansado, después de 5 kilómetros y cuatro horas bajo el sol primaveral de Sonora… Así que me dirigí al pueblo de San Carlos, escogí la palapa que mejor me pareció y celebré mi exitosa mañana con unos ricos tacos de marlin tatemado (ahumado), camarones y una cerveza, que fue insuficiente y tuve que beber la segunda.
Dos horas y 180 kilómetros después, estaba entregando el auto en el Aeropuerto de Hermosillo. El vuelo de regreso a la Ciudad de México, lo dormí desde antes del despegue, hasta que el avión tocó la pista en el aterrizaje.
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