HISTORIA: JOSÉ ANTONIO GURREA C. / LALUPA.MX
El pasado viernes santo (19 de abril) José González vivió su propio viacrucis. Ese día, luego de estar recluido seis meses en tres centros de detención (el del condado, el federal y el de migración), este indocumentado mixteco de 35 años fue deportado hacia México por autoridades migratorias estadounidenses. Ingresó al país por Reynosa, Tamaulipas, donde entre el martes 23 y el miércoles 24 de abril fue secuestrado, robado y su familia extorsionada vía telefónica. Atrás quedaron 17 años de trabajo en la soleada Florida; hoy, en quiebra total, afronta el retorno a una nación que ya le es ajena, desconocida por completo.
A menos de una semana de su deportación, pero a sólo unas horas de haber sido vejado por integrantes del crimen organizado lo encuentro desvalido, nervioso, extraviado, en un autobús que cubre la ruta Querétaro-Ciudad de México-Cuernavaca. Tímido, sentado en la misma fila que yo, pero con pasillo de por medio, José, con un hilillo de voz, me pide mi teléfono para hacer “una llamada que me urge”.
Cuando le pregunto qué ha pasado, cabizbajo balbucea que lo acaban de deportar de Estados Unidos y que en Tamaulipas, como “bienvenida”, le habían robado no sólo ahorros y su celular, sino también la tranquilidad, por lo que necesita hablar con sus familiares para avisarles donde se encuentra. Por supuesto, le permito hacer las llamadas que sean necesarias.
Deformación de reportero, no puedo evitar la batería de preguntas. Introvertido y con síntomas de ansiedad, José me responde con la cabeza baja mientras enrolla y desenrolla nerviosamente un suéter gris sobre su brazo derecho. Así es como se traslada hasta 2002 cuando dejó el pueblo de Tlaxiaco en la Mixteca Alta oaxaqueña, y se enfiló con rumbo a Florida, Estados Unidos.
“En Tlaxiaco nomás cumple uno 18 años, y ya se quiere ir al otro lado (Estados Unidos). Ahí, no hay nada qué hacer, no hay nada a qué dedicarse”, dice José a lalupa.mx cuando se refiere a este municipio de 40 mil habitantes, donde Coneval reporta que 53.5% de las personas viven en situación de pobreza y 64% no tiene acceso a los servicios de salud, pero también –y ahí va un dejo de sarcasmo– donde han nacido personajes como Yalitzia Aparicio y Lila Downs, ambas triunfadoras en Estados Unidos.
“Fue en el mes de febrero, lo recuerdo bien, cuando Eleazar, mi primo, quien ya había ido a trabajar al otro lado, me dijo que teníamos que partir antes de que llegaran los calores. Así que preparamos nuestras cosas y los dos nos jalamos hasta Sonora. La idea era cruzar por el desierto”, dice este joven moreno de 36 años, 1.55 de estatura.
Unos botines negros muy limpios contrastan con el resto de la indumentaria raída, sucia, arrugada compuesta por unos pantalones de mezclilla descoloridos que le quedan al menos dos tallas más grandes, una playera tipo polo con grandes números cosidos al frente, un chaleco, también de mezclilla y el viejo suéter gris que no deja de enrollar y desenrollar sobre uno de sus brazos.
Era febrero de 2002. Es decir, no habían pasado ni seis meses del atentado a las Torres Gemelas y la paranoia gringa se encontraba en su clímax, por lo que el primo de José, avezado en las lides migratorias, optó por dar un gran rodeo y cruzar por el temible desierto de Arizona (donde han muerto 6 mil indocumentados en 15 años), para así evitar los muros que ya se comenzaban a multiplicar en las zonas urbanas y, por supuesto, un encuentro no deseado con la también temible Border Patrol.
De transbordo en transbordo, en al menos tres autobuses, los primos recorrieron dos mil 500 kilómetros hasta llegar a Altar, Sonora, donde se aprovisionaron y contactaron al pollero que debía de dejarlos en Bonita Springs, Florida, donde ya vivían varios parientes y amigos mixtecos.
“El pollero nos cobró mil 800 dólares por cabeza. El trato era darle la mitad ahí en Altar y el resto llegando a Florida. Luego de que le pagamos nos comenzó a traer en chinga. Nos dijo que teníamos que comprar unas pantuflas, de esas que en lugar de suelas tienen alfombra, y que sirven para que no dejar huellas en el desierto; una lámpara de mano, baterías, dos garrafones para agua que están pintados de negro para evitar que los de la Border nos descubran tan fácilmente. Todo eso se encuentra muy fácil en Altar”.
Tras hacer sus compras, José y Eleazar se quedaron a dormir en una pequeña casa de huéspedes, y al otro día, como a las 5 am, salieron hacia Sásabe en un camioneta de redilas junto a un numeroso grupo de migrantes. Sásabe es un polvoso poblado, ubicado a 116 kilómetros al norte de Altar donde gobierna el crimen organizado. Polleros y migrantes tienen que pagar una cuota al entrar al pueblo, y si no logran pasar a Estados Unidos, una cuota al salir. Sásabe es además la última población mexicana y latinoamericana que pisan los migrantes antes de internarse en el desierto de Arizona en un periplo que en ocasiones no tiene retorno.
EL PRIMER CRUCE HACIA ESTADOS UNIDOS
José y Eleazar estuvieron recluidos en una casa de seguridad dos días hasta que recibieron la orden de cruzar, una estrellada noche de febrero de 2002, junto con un grupo de 25 personas. Caminaron tres días y tres noches hasta alcanzar la ciudad de Phoenix, Arizona. Fue una travesía de terciopelo, pues no hubo bajas que lamentar, la Border Patrol no dio con ellos y ya en Phoenix, a bordo de una camioneta, recorrieron los casi 4 mil kilómetros que van de esa ciudad de Arizona y su destino en Florida, donde José trabajó prácticamente 17 años, primero en la construcción, como albañil, y más tarde en un vivero como jardinero.
¡¿Florida?!, le pregunto sorprendido cuando escucho por primera vez el nombre de ese estado. Uno pensaría en los destinos de siempre: California, Texas, Nuevo Mexico, si acaso Chicago, Nueva York y Nueva Jersey.
“Sí, nos fuimos a Florida porque ahí viven primos, primas, sobrinos, sobrinas, tíos, un hermano y un buen de conocidos de allá de Tlaxiaco. Hay paisanos que se fueron a Florida desde hace más de 30 años. Ellos abrieron brecha”, responde José a mi interrogante.
En efecto, de acuerdo con el Anuario de Migración y Reservas 2018, editado por la Secretaría de Gobernación, Conapo y BBVA, más del 30% del millón y medio de oaxaqueños que viven en Estados Unidos tienen como destino California; 7.3%, Nueva Jersey, pero 4.5%, Florida; 4.1%, Texas, y 3.7%, Nueva York.
Según la misma fuente: el 6.7% de los hogares oaxaqueños (69 mil 602) dependen de las remesas para su subsistencia (en Querétaro son el 4.3%, es decir 22 mil 771). Más de mil 400 millones de dólares envían a Oaxaca cada año migrantes como José González. Estos recursos representan el 9.6% del PIB del estado, cifra sólo superada por Michoacán. En Querétaro es sólo el 2.2%.
En Bonita Springs, una paradisiaca ciudad costera de arenas blancas y mar turquesa de apenas poco más de 50 mil habitantes, José dice haber ganado buen dinero. “No derroché nada. Trabajaba muy duro y casi todo se lo mandaba a mis padres para que tuvieran qué comer, para que construyeran su casa y no tuvieran tanta escasez. Ya la terminaron. Me han enviado fotografías. Tiene cinco cuartos y hasta un baño. Quedó muy bonita. Hasta hace unos años vivían en unos cuartitos todos feos, de adobe”. Es el único momento de la entrevista en que José deja de enrollar el suéter gris alrededor de su brazo, e, incluso, muestra una seguridad que pierde cuando le hago la siguiente pregunta.
¿En Florida dejaste mujer, hijos?, le pregunto. Al escuchar el cuestionamiento, José esconde aún más la cara y mueve la cabeza de un lado a otro en señal de negación.
“No, ni mujer ni hijos… tuve novias, pero hasta ahí. No me quise enredar con nadien (sic), porque entonces no les hubiera cumplido a mis padres… así le hizo mi hermano, el que vive en Bonita Springs, al principio sí mandaba dinero, ya después salió con mujer y dos hijos, y se acabó… no volvió a mandar un peso”.
DIEZ AÑOS, DOS DETENCIONES
En 2009, José fue detenido y deportado por primera vez. Ese suceso, sin embargo, lo percibe como un mero incidente, sin mayores consecuencias. “Estaba en un centro comercial comprando algo de comida cuando llegaron los de la Border (Patrol) pidiendo papeles… Me llevaron detenido junto con otros siete, ocho paisanos. A los tres días me aventaron a Nuevo Laredo, y a los tres días ya andaba de regreso. Hice un jale con un pollero. Me cobró 7 mil 500 dólares de aquellos, la mitad se la pagué en Reynosa, la otra mitad en Bonita. Nos fuimos caminando hasta Houston tres noches completitas y en el día nos escondíamos. Ahí en Houston me llevaron en un carro hasta Florida y a darle de nuevo”.
—¿De dónde conseguiste el dinero para pagarle?
—Tenía mis ahorros. Para ese año, ya trabajaba en el vivero. Ya no andaba de chalán. No me iba nada mal.
Muy diferente fue la segunda vez que fue detenido, esta vez en octubre de 2018. Casi diez años después. Ese día la hija de una de sus primas amaneció con mucha fiebre, y a José se le hizo fácil acompañarla al hospital. No sólo eso, también condujo el auto de su prima, pese a no tener licencia de manejo. Se enfilaban a toda velocidad hacia el centro de salud cuando un agente de tránsito observó su piel morena y aceleró el paso de la patrulla para alcanzarlos. Cuando el oficial detuvo el auto y pidió la licencia de manejo, José supo que estaba perdido.
Esta vez, por ser reincidente, José pasó seis meses en tres centros de detención: en el del condado, primero; en el federal, en segundo término, y más tarde antes de ser expulsado, en el de migración. En esos lugares vivió hacinamiento, suciedad, maltratos y pésima alimentación.
“En los centros de detención las luces se apagan a las nueve de la noche y se encienden al amanecer. Pero aunque hay oscuridad uno a veces no puede dormir. En una sola habitación hay hasta 30 personas. Unos roncan, otros sueltan pedos, unos más huelen feo. Además, hay basura por todos lados y la comida es muy mala: un sándwich de jamón y queso por la mañana, otro sandwich por la tarde y, de nuevo, otro, por la noche. Eso para nosotros, pero para los que tienen dinero o sus familias les mandan dinero hay sopas maruchán, hay refrescos, hay pizzas y hasta chocolates.
“Los oficiales hispanos son los más crueles… nos insultan, nos escupen, nos aprietan las cadenas, nos humillan muy feo, nos dicen que somos los mojados, los frijoleros, los narcos… no entiendo porque se portan así…»
—¿Las cadenas? ¿Estabas encadenado?
—Cuando nos trasladan a otro lugar o tenemos que salir del centro de detención nos encadenan de pies y manos… sí, como si fuéramos asesinos, narcotraficantes, como si fuéramos los peores delincuentes… Ese trato, el estar encerrado y el amontonamiento de gente en un espacio tan reducido es lo que tira el ánimo. Hay días en que uno se quiere morir.
De acuerdo con el New York Times el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos (ICE, por sus siglas en inglés) mantiene por estos días una población de 50 mil 223 migrantes en los centros de detención. Se trata, dice el rotativo estadounidense, “de una de las cifras más altas de las que haya registro y supera en 5 mil el límite de 45 mil permitido por el Congreso”.
Y es que la población en las instalaciones de detención ha crecido de manera notoria bajo el régimen de Donald Trump, no sólo porque los cruces fronterizos han aumentado, sino también porque su administración ha tomado medidas agresivas para arrestar a más personas indocumentadas, aun cuando no se encuentren en zonas fronterizas, como fue el caso de José González.
“En 2016, el último año del gobierno anterior, con Barack Obama, la población diaria promedio de migrantes en detención rondaba una cifra menor, de 34 mil 376”, señala el NYT.
REYNOSA, LA VIOLENTA BIENVENIDA
Sin tomar en cuenta sentimientos religiosos o mostrar algún rasgo de humanidad, el ICE escogió el viernes santo pasado para deportar a José y a otros cientos de sin papeles, y lo hizo, además, en Reynosa, una de las ciudades más violentas del país, pues vive, como todo Tamaulipas, bajo el fuego cruzado de la guerra contra las drogas.
En esa ciudad tamaulipeca donde durante 2018 se disparó la violencia, pues los homicidios dolosos se incrementaron 188.46% en un año y se cometieron 28 de cada 100 de los asesinatos ocurridos en Tamaulipas, José se alojó en la Casa del Migrante Nuestra Señora de Guadalupe mientras planeaba una nueva incursión a territorio estadounidense y recobraba fuerzas.
El martes 23 de abril salió del albergue y se trasladó al banco donde sacó parte de sus ahorros. Apenas había dado unos pasos fuera del establecimiento cuando un grupo de cuatro delincuentes lo subió a fuerzas en un auto.
“Todo fue muy rápido. Eran cuatro tipos y todos me cayeron al mismo tiempo. Comencé a forcejear con ellos, pero uno de ellos saco una pistola y me pegó con la cacha en mi cabeza y cara. Me dio mucho miedo y dejé de oponer resistencia.” Cuando José dice esto último se le entrecorta la voz, se le derraman algunas lágrimas sobre el rostro.
Hago una larga pausa antes de hacer otra pregunta:
—¿A dónde te llevaron?
—A una casa. Me vendaron y no puedo precisar donde fue. Yo estaba en un cuarto muy grande. No tenía casi muebles, había un sillón, una mesa y una cama… era todo, y los muros de las paredes estaban todos llenos de salitre, muy maltratados. Parecía que había otros cuartos, pues a veces se escuchaban otros gritos, otras voces.
—¿Conoces el caso de San Fernando, ocurrido muy cerca de Reynosa (la masacre contra 72 migrantes realizada por los Zetas en 2010)? ¿Tuviste miedo de que te asesinaran?
—Sí, mucho. Eran muy agresivos. Me pegaban a cada rato pese a que no hablaba y les di todo mi dinero. Me tuvieron dos días en ese lugar, y vaciaron mi tarjeta. Eran como 60 mil pesos. Pero no conformes me obligaron a llamarle a varios paisanos que viven en Bonita (Springs): dos primas, una tía, un sobrino… a todos ellos les sacaron el dinero, les dijeron que si no depositaban en ese instante en una cuenta, en ese momento me iban a matar, me iban a cortar en pedacitos. En total le sacaron a mi familia más de 300 mil pesos.
“Después de que me quitaron todo el dinero, me sacaron de la casa de seguridad, de nuevo vendado, y me bajaron en la carretera que va a México (la CDMX). Cuando vieron que venía un autobús atravesaron el auto para que parara y le dijeron al chofer que me llevara. El camión era de la ruta Reynosa-Querétaro.”
—¿Qué piensas hacer ahora? ¿Te vas a tu pueblo a habitar, al fin, la casa que hiciste?
—No… voy a Cuernavaca, me dijeron que en ese lugar hay trabajo en un vivero. Quiero probar suerte ahí, juntar dinero y regresarme a Bonita Springs. Son 17 años fuera del país, me siento muy raro, como que ya no me hallo… además, tengo miedo, mucho miedo de que me vuelvan a secuestrar para quitarme mi dinero. Prefiero mil veces a la Border que a los Zetas. Cuando dice esto, José González trata de sonreír, pero en lugar de eso le sale una especie de mueca más cercana al sarcasmo que a la euforia o al entusiasmo.