“Conforme la noche se pierde en mi borrachera y llego a casa, empiezo a figurarme cosas extrañas alrededor: un gato con sonrisa terrífica, un sombrero enorme cerca de la tetera, un reloj sin conejo, y mi Alicia, más grande que nunca, levantando el zapato amenazadoramente”.
Este poema XV, de Ricardo Carapia, lo tengo en la memoria desde la primera vez que leí su cuadernillo “Espejos de Arena y Sal”, editado en el año 2006 por la colección Pan del Día. Pero ahora que lo releí para incluirlo en este nuevo capítulo de Zona de Visión, me doy cuenta que lo recordaba distinto a como en realidad es, lo veía en mi memoria algo distorsionado, pero recordaba con exactitud cómo se había apoderado de la imagen de la famosa Alicia para hacer una historia, un poema propio.
Tuve que acudir al mismo Ricardo para pedirle los poemas de ese, su único cuadernillo, con la excusa de no encontrar mi ejemplar, y a la par que releía la versión digital que amablemente envío, finalmente encontré la publicación y descubrí que hace años había hecho una selección previa de poemas, que marqué con un círculo y un Sí, que reafirma tal decisión.
Sin más, aquí Ricardo, y tres de sus espejos, grumos de arena, sal y nostalgia,
ESPEJOS
IV
Suelo jugar con la arena entre las manos. La paso de una a otra y nuevamente se escapa un hilillo sedoso por los dedos. A cada pasada es menos la arena que sostengo, hasta quedar sólo unos pequeños granos, unos relucientes, otros opacos, que se pegan al sudor como insectos a la pared. Tomo un nuevo puñado de playa y sigo jugando con ella hasta que me traga la noche, hasta que las manos se entumecen y deciden dejar de barajar sueños. Me levantó entonces y camino largo rato, a encontrar un rincón de estrellas que me plazca y ahí quedarme horas en contemplación de mi propia arena, que se me va entre las manos sin Aurora.
ARENA
X
Tras las rejas, no hay mucho que hacer más que despertarse, probar la grasosa comida de una bandeja mugrienta, y tirarse el resto del día a rumiar los propios pensamientos, acompañado de los rumores que salen de las celdas vecinas. Algunas veces, al atardecer, se escuchan gritos dolientes que desbordan de los sótanos, gritos que ya no quitan el sueño como en los primeros días. El paladar se le había acostumbrado al mal sabor de la comida, a los cigarrillos baratos y al aguardiente de contrabando.
Condenado a treinta y cinco años en prisión, había purgado más de la mitad aunque en realidad después del cuarto mes había dejado de contar los días. A veces recordaba la escena en que dejó caer el pesado puñal sobre el pecho de aquél desdichado, y no dejaba de sentirse orgulloso de no hallar remordimiento alguno rasgándole el alma. Esas ocasiones, omitía o añadía detalles, de manera que al pasar el tiempo unas veces era el asesino de su hermano, otras el que mató al marido de su hermana. Otras, y las más de las veces; el puñal caía sin piedad sobre su propio corazón en una certera y profunda herida. Ahí se encontraba no en un encierro de paredes cubiertas de mensajes obscenos y barrotes inmundos, sino en su propio infierno, repitiendo incansablemente el pecado dentro de su cabeza, y en esa repetición sin arrepentimiento se encontraba irremediablemente cada madrugada al inicio de su condena.
SAL
XVII
Podría navegar durante meses enteros en este pequeño balandro. Sortear tempestades profundas, evitar peligrosos escollos en las costas, ir a la deriva al costado de una enorme ballena azul; dejar que el timón decida el rumbo exacto hacia mi destino, pasear con gaviotas… Podría hacerlo, pero invariablemente llega mamá a sacarme de mi caja de cartón, con el absurdo pretexto de lavarme las manos para comer, como si pudiera darle órdenes a un capitán de barco.