Todos hablan de “Joker”, película protagonizada por Joaquin Phoenix, que se ha convertido en un éxito en taquilla a unas horas de su estreno. Pero descuiden, no haré spoiler de la película ni dedicaré estas líneas a los súper villanos, escribo esto en recuerdo de Batman.
Semanas atrás se proyectó en México la “Batiseñal”, en celebración del aniversario número 80 del también llamado Hombre murciélago y Caballero de la noche Esa señal, “ese gran reflector encendido de pronto”… y el estreno de esa nueva película que exhibe sin recato el origen de uno de los grandes “enemigos” de Batman, me hizo recordar a José Carlos Becerra y su poema de largo aliento que lleva el nombre del misterioso súper héroe.
José Carlos Becerra nació el 21 de mayo de 1936 en Villahermosa, Tabasco. Quería ser “pintor, cuentista, arquitecto, torero, poeta, combatiente político, actor teatral, director cinematográfico. Y casi todo le salía bien”, se lee en el nota biográfica de “El otoño recorre las islas” (Ediciones Era), libro que reúne la obra de José Carlos, quien murió a los 33 años, en un accidente automovilístico, mientras viajaba de Bari con dirección a Brindisi, para embarcarse en uno de los buques que unen esa zona italiana con Grecia.
“Tomó una curva cercana a un puente ferroviario a alta velocidad (…) El arquitecto perdió el control del coche, que desbandó y se dio vuelta cayendo en una profunda cuneta. Murió instantáneamente por fractura de la base del cráneo. Los carabineros recuperaron el automóvil, que eran un montón de hierros retorcidos”, se lee en el mismo libro, en donde por supuesto se incluye al texto a Batman, poema magnifico que une la idea del hombre que espera, el hombre mira en la silla tendido su traje de héroe, en espera de la señal del amor o el crimen, mientras un Dios “levemente maniático, se orina en alguna parte, cuando tú te contemplas en el espejo”, tal y como ocurre en la vida.
Hoy, en Zona de Visión, Batman, un héroe (hombre) de largo aliento, obra de José Carlos Becerra.
BATMAN
JOSÉ CARLOS BECERRA
Recomenzando siempre el mismo discurso,
el escurrimiento sesgado del discurso, el lenguaje para distraer al silencio;
la persecución, la prosecución y el desenlace esperado por todos.
Aguardando siempre la misma señal,
el aviso del amor, de peligro, de como quieran llamarle.
(Quiero decir ese gran reflector encendido de pronto…)
La noche enrojeciendo, la situación previa y el pacto previo enrojeciendo,
durante la sospecha de la gran visita, mientras las costras sagradas se desprenden
del cuerpo antiquísimo de la resurrección.
Quiero decir
el gran experimento,
buscándole a Dios en las costillas la teoría de la costilla faltante,
y perdiendo siempre la cuenta de esos huesos
porque las luces eternamente se apagan de pronto,
mientras volvemos a insistir en hablar a través de ese corto circuito,
de esa saliva interrumpida a lo largo de aquello que
llamamos el cuerpo de Dios, el deseo de luz encendida.
Llamando, llamando, llamando.
Llamando desde el radio portátil oculto en cualquier parte,
llamando al sueño con métodos ciertamente sofocantes,
con artificios inútilmente reales,
con sentimientos cuidadosa y desesperadamente elegidos,
con argumentos despellejados por el acometimiento que no se produce.
Palabras enchufadas con la corriente eléctrica del vacío,
con el cable de alta tensión del delirio.
(Acertijos empañados por el aliento de ciertas frases,
de ciertos discursos acerca del infinito.)
Recomenzando, pues, el mismo discurso,
recomenzando la misma conjetura,
el Clásico desperfecto en mitad de la carretera,
el Divinal automóvil con las llantas ponchadas
entorpeciendo el tráfico de las lágrimas y de los muertos,
que transitan Clásicamente en sentidos contrarios.
Recomenzando, pues, la misma interrupción,
la pedorreta histórica de las llantas ponchadas,
el sofisma de cada resurrección,
el ancla oxidada de cada abrazo,
el movimiento desde adentro del deseo y el movimiento
desde afuera de la palabra,
como dos gemelos que no se ponen de acuerdo para nacer,
como dos enfermeros que no se coordinan para levantar
al mismo tiempo el cuerpo del trapecista herido.
(Aquí el ingenio de la frase ganguea al advertir de pronto su sombrero de copa de ilusionista;
ese jabón perfumado por la literatura con el cual nos lavamos las partes irreales del cuerpo,
o sea el radio de acción de lo que llamamos el alma,
las vísceras sin clave precisa, los actos sin clave precisa,
la danza de los siete velos velada por la transparencia
del dilema;
y por la noche, antes de acostarse,
la dentadura postiza en el vaso de agua,
la herida postiza en el vaso de agua, el deseo postizo en el vaso de agua.)
La señal… la señal… la señal…
Así sonríes sin embargo, confiando otra vez en tu discurso,
mirándote pasar en tus estatuas,
flotando nuevamente en tus palabras.
La señal, la señal, la señal.
Y entretanto paseas por tu habitación.
Sí, estás aguardando tan sólo el aviso,
ese anuncio de amor, de peligro, de como quieran llamarle,
ese gran reflector encendido de pronto en la noche.
Y entretanto miras tu capa,
contemplas tu traje y tu destreza cuidadosamente doblados sobre la silla,
hechos especialmente para ti,
para cuando la luz de ese gran reflector pidiendo tu
ayuda, aparezca en el cielo nocturno,
solicitando tu presencia salvadora en el sitio del amor
o en el sitio del crimen.
Solicitando tu alimentación triunfante, tus aportaciones
al progreso,
requiriendo tu rostro amaestrado por el esfuerzo de
parecerse a alguien
que acaso fuiste tú mismo
o ese pequeño dios, levemente maniático,
que se orina en alguna parte cuando tú te contemplas
en el espejo.
Miras por la ventana
y esperas…
La noche enrojecida asciende por encima de los edificios
traspasando su propio resplandor rojizo,
dejando atrás las calles y las ventanas todavía
encendidas,
dejando atrás los rostros de las muchachas que te gustaron,
dejando atrás la música de un radio encendido en
algún sitio y lo que sentías cuando escuchabas la
música de un radio encendido en algún sitio.
Sigue la noche subiendo la noche,
y en cada uno de los peldaños que va pisando,
una nueva criatura de la oscuridad rompe su cascarón de un picotazo,
y en sus alas que nada retienen, el vuelo balbucea los restos del peldaño
o cascarón diluido ya en aire;
y mientras tanto tú no llegas aún para salvarte y salvar
a esa mujer
que según dices
debe ser salvada.
¿En qué sitio, en qué jadeo
el sueño recorre el apetito reconcentrado de los
dormidos?
¿Qué ola es esa, que al golpear contra el casco
hace que el marinero de guardia ponga atención por un
momento, para decirse después que no era nada
y torne a pasearse por el cuarto, mirando de vez en
cuando por la ventana las luces dispersas de la calle?
¿Qué ir y venir está gastando el cuerpo de su andanza
contra el casco manchado, cubierto de parásitos marinos?
…porque de pronto has dejado de pasearte por la
habitación.
¿Acaso escuchas realmente ese ruido? ¿Ese ruido viene
del pasillo o viene de tu deseo?
(Cierta especie de ruido que tropieza con cierta especie
de silencio dentro de ti,
como alguien que se topa con una silla al caminar a oscuras…)
¡Tal vez ya prendieron el reflector para pedirte auxilio!
¡Tal vez fue esa mujer quien lo encendió!
Pero no, todavía no,
nadie camina por el pasillo hacia tu puerta,
nadie tropieza con una silla dentro de ti,
y allí están doblados tu traje de héroe y tus sentimientos de héroe,
listos para cuando entres en acción.
¿Pero por qué no han encendido ese gran reflector?
¿Es sólo el ascenso de la noche lo que deja sus cascarones rotos en el aire?
¿Qué criatura de la oscuridad picotea para que el aire
tome forma de cascarón roto, de peldaño dejado atrás?
¿Qué es aquello que detiene de súbito tus paseos por la
habitación mientras te dices
“Acaso deba esperar otro rato”?
Y vuelves a asomarte por la ventana.
¿Es el zumbido de un jet que cruza el cielo rayándolo
fugazmente con sus pequeñas luces de navegación?
Y algo dentro de ti que tú crees que es la noche allá afuera,
cruje pisando cascarones rotos, peldaños donde el
cuerpo de su andanza deja un hilo finísimo de baba o soliloquio,
mientras retorna el fantasma de una mujer bandeado
por la oscuridad donde el mar se encaverna después del zarpazo,
y ese fantasma, que es la otra cara de la espuma, repite
contra el casco del barco el golpe del sueño
salpicando al silencio desde lejos.
Y vuelves a asomarte por la ventana.
¿Es el zumbido de un jet que cruza el cielo?
¿Qué es ese ruido que te hace mirar tu traje y tu antifaz,
y asomarte después por la ventana?
Ir y venir alrededor de una silla,
enrevesado viaje alrededor de una silla, guardando el
equilibrio difícilmente
al caminar y girar sobre un hilo finísimo de saliva.
Ir y venir, habladuría alrededor de una silla donde está
un extraño traje doblado,
ir y venir alrededor de un viejo y descompuesto automóvil que estorba el tráfico en la carretera,
gestos entrecruzados, habladuría de ventanas y escaleras
labrando la estatua cuyo sentido griego vacila y se viene abajo
en el trayecto entre una ventana y un reflector que no se ha encendido,
mientras los cascarones rotos de la oscuridad crujen
y se disuelven bajo el brusco aleteo con que la oscuridad
va impulsando la noche.
Y otra vez te paseas,
¿quieres desovillar el hilo de saliva, el hilo de palabras
sobre el que te balanceas en precario equilibrio?
¿En qué juego de tus frases, en qué humillante silencio
has puesto el oído?
Y otra vez te paseas y otra vez te vuelves hacia la ventana,
pero ese resplandor… pero ese resplandor que descubres
de pronto, es el amanecer,
palidísimo gesto de esa luz entre los edificios, donde el
silencio enhebra las pisadas lejanas de todo lo
nocturno.
¿Y ahora
qué es lo que sientes que se aleja,
como alguien corriendo descalzo por la playa, entre la niebla que la luz va a ocupar?
¿Y en esa claridad en aumento, acaso puede todavía distinguirse
la señal de un reflector encendido?
Paseos alrededor de una silla donde está un extraño traje doblado,
monólogo alrededor de una silla donde está un simulacro
en forma de traje doblado,
mientras el amanecer se deja llevar por su propia marea
ascendente, y por el ruido de las barredoras mecánicas y de los primeros camiones urbanos
que aparecen por las calles desiertas.