Estamos en 1966. Han transcurrido casi 25 años desde la foto de mis padres enamorados, y 21 desde la finalización de la Segunda Guerra Mundial, sin embargo, la barbarie en el mundo no cesa (ni cesará). Buscando la supremacía de uno u otro sistema (capitalista o socialista), hay guerras calientes, como la de Vietnam, y una guerra fría que más de una vez pone al mundo en riesgo de una hecatombe nuclear.
No ha terminado enero y Washington, pese a saber que nunca ganará la guerra, ya ha enviado a Vietnam a otros 8 mil combatientes. En total ya hay 190 mil efectivos (para abril serían 250 mil). No ha terminado enero y Estados Unidos ya ha detonado tres bombas atómicas en Nevada, las número 442, 443 y 444 de las mil 132 que ese país hizo explotar entre 1945 y 1992. No ha terminado enero y un bombardero gringo colisiona con su nave nodriza. Caen al mar cuatro bombas atómicas de 70 kilotones. El mundo se encuentra en permanente tensión.
Hay más: en el marco de la psicodelia que comienza a permear a la cultura popular y a la música rock y pop, Simon y Garfunkel publican Los sonidos del silencio, su segundo álbum; Cream debuta con Fresh Cream; Donovan triunfa con Sunshine Superman, y Los Beatles, que no dejan de evolucionar, editan Revolver, preludio de la joya sónica que ya se comenzaba a vislumbrar y que llegaría un año después: El Sargento Pimienta.
Otros consentidos eran los ácidos personajes de la Warner Brothers que a diario veíamos en la TV. Recuerdo, sin embargo, que sólo teníamos derecho a una hora diaria de televisión (además, únicamente había un aparato en la vivienda familiar), por lo que los ratos de ocio dentro de casa los dedicábamos a una gran diversidad de juegos y juguetes: el turista mundial, las damas chinas (que doña Conchita dominaba mejor que nadie), la lotería, las serpientes y escaleras, la autopista Ledy, los modelos para armar de Revell-Lodela (donde mi hermano Fernando era el experto). Pero el más preciado era el futbolito, muy novedoso para aquellos tiempos, pues no era el clásico futbolito casero de varillas de acero. En el nuestro, los jugadores de Chivas y de América se movían sobre una cancha de madera por medio de un sistema de imanes, colocados tanto en la base del jugador como en los bastones que manejaba cada participante. Con frecuencia, los partidos eran tan intensos que mi hermano y yo, a quienes no nos gustaba perder, terminábamos a bastonazos ante la mirada atónita de primos y amigos.
Por supuesto, otro entretenimiento casero eran los comics de Novaro (que nosotros llamábamos “cuentos”): esa editorial publicaba Superman, Batman y a toda la banda de DC (los personajes de Marvel eran editados por La Prensa), además de Donald, La Pequeña Lulú y Porky. Más tarde comenzamos a leer Kalimán y La Familia Burrón, de hechura mexicana. En estas lecturas de la infancia jugaron también un papel muy importante las tiras cómicas del Excélsior dominical con las que reforcé las primeras lecciones de lecto-escritura.
Sin competencia alguna, el diario de papel era el rey. Ni quien imaginara, en aquellos tiempos, que los medios impresos estarían, 53 años después, en una espiral de descenso sin retorno derivada de la crisis del negocio tradicional, pero también por la falta de publicidad gubernamental.
****
En la otra imagen, perteneciente también a mi cumpleaños, veo a mi madre desde sus 42 años llenos de energía, observándome con amor, con mucho amor. Después de cuatro hijos ha perdido un poco la figura y trae un medio mandil blanco anudado a la cintura. Una blusa azul completa su atuendo. Yo, mientras tanto, ya apagué las velitas y me hallo, pletórico de felicidad, sentado en el protagónico centro de una mesa repleta de globos, galletas y tazas de colores, supongo que llenas con atole de sabores y/o chocolate.
Detrás de nosotros, el cuadro de la “última cena”, presencia obligada en las casas de las familias católicas; el refrigerador Sears, símbolo de la supuesta «modernidad» de las clases medias urbanas, así como la lámpara de mesa decorada por mi padre con etiquetas de licores tipo Grand Marnier. A un lado del comedor –aunque no aparece en esta foto, pero sí en otras– se hallaba la consola-tocadiscos Stromberg Carlson, un armatoste de madera, tosco y feo, que años después sería sustituida por los equipos modulares de marcas japonesas, que tenían mayor autonomía y, sobre todo, mejor sonido.
Este par de imágenes activan mi memoria. Veo a mi madre, horas antes, haciendo el chocolate y el atole, las gelatinas, o batiendo la masa que a la postre se convertiría en el enorme pastel decorado con gomitas. Veo la mesa del comedor (la cocina era muy pequeña) repleta de ingredientes como la harina, el royal, los huevos y La Lechera, una leche espesa y azucarada contenida en una lata, y a la que yo le daba largos tragos cada vez que mi madre se descuidaba.
Eran otros tiempos. Nada de ir a la pastelería y comprar un pastel. En aquellos días las amas de casa se encargaban de todo el proceso. En el caso de mi madre, ella gozaba no sólo preparando las viandas de los cumpleaños de sus hijos, sino también los alimentos de todos los días para la familia y aun para los gorrones que se descolgaban por la casa, siempre abierta a la fiesta, un fin de semana sí, y el otro también.
Reacia para los abrazos y los arrumacos, doña Conchita mostraba su amor a través de las artes culinarias, las cuales practicaba con originalidad y deliciosos resultados. La lista es muy larga: el ancestral chipaztle (huevos cocidos en una salsa verde muy picante), ideal para curar las crudas. Los tacos de carne de cerdo con achiote, similares a los de cochinita, pero con varios ingredientes adicionales, como el ajo, el orégano y el jugo de naranja, y en lugar de habanero, chile verde. Las sincronizadas con orégano que mi hermano y yo devorábamos antes de ir a nuestras clases de natación en la Alberca Olímpica, allá por 1972. Las albóndigas en chile chipotle, sin duda, mi platillo favorito. Los camarones a la plancha, comprados en la vieja Viga y que esperábamos con ansiedad, pues por su alto precio sólo aparecían en el menú familiar dominguero cada seis meses…