En el principio fue José Emilio Pacheco. Por ello, su Roma en formato de libro (Las batallas en el desierto), escrita 37 años antes que la cinta de Cuarón, también se entremezcla en mi vida y, sobre todo, se refleja en algunos rasgos y vivencias de mi padre. No es casualidad. Don Fernando vivió los primeros años de su cuarta década de existencia en la época de la postguerra, precisamente en la cual se sitúa la novela corta de JEP, quien con esas iniciales firmaba sus “Inventarios” en la revista Proceso.
Como trabajador de un restaurante-bar (la mítica cantina La Ópera de 5 de Mayo y Filomeno Mata, en el centro histórico de la CDMX), de lunes a viernes mi padre era un habitante de la noche. Llegaba a casa en las primeras horas del día siguiente y dormía hasta altas horas de la mañana. Antes del mediodía se iba de nuevo al trabajo. En ocasiones, por supuesto, hacia un esfuerzo y nos llevaba a la escuela a mi hermano y a mí, pero la mayor parte de las veces esa obligación recaía en doña Conchita o, esporádicamente, en mis hermanas mayores, quienes ya trabajaban.
Mi padre siempre trató de compensar esas ausencias y los fines de semana buscaba convivir con sus hijos, sobre todo con los dos varones, quienes no siempre se mostraban receptivos al acercamiento paternal.
En innumerables ocasiones –como el padre del Carlitos, el de la obra de JEP– don Fernando acostumbraba despertarnos con el estruendo de una pegajosa marcha militar cantada a capella, cuya letra decía más o menos así: “Arriba luchadores, la guerra viene ya; habrá nuevos triunfos, la aurora y la libertad…”
En el caso de Las batallas… el bullicio provenía de La legión de los madrugadores, un programa infantil transmitido por la XEW los fines de semana, sin embargo, en relación con mi padre desconozco los pormenores de la marcha que cantaba. Ignoro cuál sea el origen, el año de composición o el autor o autores. Ni Mr. Google, por lo general tan eficiente, me ha podido brindar una respuesta, así sea mínima, a mis interrogantes.
Cuando mi padre tenía éxito y lograba levantarnos temprano, a pedido nuestro nos llevaba al mirador de la Torre Latino (por esos años el edificio más alto de la CDMX), al aeropuerto a ver despegar y aterrizar aviones, a pasear en el novedoso Metro capitalino, o, bien, aprovechaba sus días de asueto para impartirnos clases de inglés, idioma que desconocíamos pues éramos hijos de la primaria pública.
Nueva semejanza con la novela corta de Pacheco. Al igual que el padre de Carlitos, con frecuencia don Fernando ponía sus discos de inglés de 78 revoluciones y pasta dura y comenzaba a practicar su pronunciación mientras abría sus libros y cuadernos de apuntes.
Mientras en la obra de José Emilio, el personaje lo hacía para poder negociar mejor la venta de su fábrica de jabón a unos empresarios estadounidenses que se dedicaban a elaborar el entonces novedoso detergente, mi padre perfeccionaba su inglés, pues en ocasiones brindaba sus servicios como guía a los gringos que abarrotaban La Ópera.
Lugares emblemáticos de la capital como Garibaldi, El Palacio de las Bellas Artes, La Alameda, la avenida Juárez, La Casa de los Azulejos, el Salón Bach (donde mataron a Guty Cárdenas) y aun el Zócalo y la Catedral eran recorridos por don Fernando y sus “clientes” provenientes de allende la frontera. En ese oficio, mi padre se sentía tan a gusto como político en curul. Fue por aquella época (mediados de los 60) cuando durante una entrevista que concedió al periódico El Universal Gráfico, en su calidad de trabajador decano de La Ópera, se aventó la puntada de inventar que el orificio producto del impacto de una bala que se encuentra en el techo de ese bar, había sido obra de Pancho Villa, y no de Bernabé Jurado, como así sucedió. Éste era un abogado defensor de delincuentes, quien en una más de sus borracheras, allá por los años 50, intentó balacear a otro parroquiano. Sin embargo, debido a su avanzado estado etílico acabó disparándole al techo.
Jurado, corrupto y rapaz, y quien siempre llegaba rodeado de amigos y guaruras, era un dolor de cabeza para don Fernando y sus compañeros por su carácter violento y prepotente debido en gran parte a sus excesos con las drogas, pero también por su cercanía con el poder político.
Una de las anécdotas preferidas de mi papá, contada una y otra vez en las sobremesas familiares, era aquella en donde uno de los guaruras de Jurado, atascado de alcohol y cocaína, trataba de “comer” a tarascadas una de las mesas de mármol del emblemático bar.
Pero había otras no tan divertidas: una ocasión mi padre trató de controlar a otro de los acompañantes del llamado “abogado del diablo”, quien golpeaba a uno de sus compañeros de trabajo. En el intercambio de golpes que sobrevino don Fernando recibió una fuerte patada en sus genitales. Luego de semanas de complicaciones y dos deficientes intervenciones quirúrgicas perdió uno de sus testículos y también su tranquilidad, pues por miedo a represalias dejó de asistir a su trabajo durante largos meses por recomendación del propio dueño de La Ópera.
En 2014 el escritor y ensayista Eugenio Aguirre escribió El abogánster, donde describe las habilidades de Jurado para corromper testigos y peritos. Así consiguió la exoneración en tan sólo 13 días del escritor beat William S. Burroughs, quien de un balazo mató a su mujer, Joan Vollmer, por estar jugando a Guillermo Tell tras una dosis excesiva de opio, heroína y ginebra. Jurado también orquestó la fuga del siglo del penal de Santa Martha Acatitla y asesinó a una de sus 18 esposas. El corrupto abogado, que en ocasiones se llegó literalmente a comer las pruebas presentadas contra sus clientes, se suicidó en 1980 cuando andaba por los 70 años de edad.
Regreso a Pancho Villa. Pese a que no había redes sociales, la traviesa fake news propagada por mi padre en El Universal Gráfico (entonces un diario muy leído y con gran tiraje) acabó por replicarse y volverse leyenda. Como consecuencia, el mito del balazo revolucionario aparece hoy como una verdad incuestionable hasta en documentales extranjeros de buena factura. Si mi padre viviera estaría carcajeándose, de eso no hay duda.
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Publicada en 1982, Las batallas en el desierto se ubica, como ya lo dije, en la colonia Roma de la postguerra y narra parte de la niñez de Carlos, quien se enamora de Mariana, la madre de uno de sus compañeros. Una entrañable y a la vez triste historia que sirve como hilo conductor para hablar de la represión y la doble moral de la época, de la corrupción alemanista, así como de lo racista y clasista que pueden ser tanto nuestras élites sociales como nuestra clase media urbana (hoy, los numerosos memes sobre Evo Morales nos recuerdan a cada instante que no hemos cambiado ni un ápice). Fue en ese complejo entorno en el que mis padres vivieron los primeros años de su relación amorosa.
Inmerso en mi propia Roma, leo a ratos las extensas y bien documentadas memorias de mi hermana Linda (donde mi padre narra en primera persona), releo la obra de JEP y vuelvo a ver Mariana Mariana, la versión cinematográfica de 1986 a cargo de Alberto Isaac. En estas exploraciones en busca de mi pasado también regreso a El complot mongol, la extraordinaria novela de espionaje de Rafael Bernal. Una rara avis de la literatura nacional publicada por vez primera en 1969 y también llevada al cine, primero por el español Antonio Eceiza, en 1977, y en este 2019 por Sebastián del Amo.
Releo la edición de Letras Mexicanas aparecida en los 80. Me asombro con la versión ilustrada que editaron el FCE y Joaquín Mortiz en 2018, y que fue regalo navideño de mi amigo Josué Méndez Ruiz. Veo por enésima vez la primera versión cinematográfica, y le echo mi primer vistazo a la estrenada este año.
Más allá de los méritos que pudiera tener El complot 2.0, para la familia la primera versión es la que vale y es la que ha sido vista por hermanos y sobrinos una y otra vez en estos más de 40 años. Influye que uno de los escenarios principales, al igual que en la versión literaria, sea La Ópera. Los muy sabrosos diálogos entre el matón Filiberto García (Pedro Armendáriz Jr.) y el corrupto y dipsómano licenciado (Ernesto Gómez Cruz), precisamente en la legendaria cantina (se nota la mano del guionista Tomás Pérez Turrent) . Pero, por encima de todo, la aparición de mi padre en los primeros minutos del filme en una especie de cameo, es decir representándose a sí mismo mientras va a la barra y luego les sirve sus tragos a Arméndariz Jr. y a Gómez Cruz, quienes se dirigen a él como “Fernando” en un tono muy familiar.
Además de actores, escritores, periodistas, artistas plásticos, intelectuales de todo tipo y políticos «cacas grandes» y no, en La Ópera aterrizaban publirrelacionistas y directores de cine y de comerciales, quienes invitaban a mi padre a hacer pequeños papeles. Por ello, la de El complot no fue su única incursión en ese terreno, pues también apareció como extra en La generala (1970), dirigida por Juan Ibáñez y protagonizada por María Félix. De nuevo, en esta cinta La Ópera fue una locación importante.
Hay algunas participaciones más, quizá la más importante: la aparición coestelar de don Fernando en un comercial de principios de los 80 que yo juraría era de Yardley o de Old Spice, pero que mi hermana Linda asegura, en sus memorias, que era de Aqua Velva. Más allá de marcas de lociones, en el citado promocional se ve en primer plano a una pareja bailando románticamente, mientras mi padre, muy metido en su papel, simula tocar el piano, vestido con un elegante smoking negro. En You Tube he buscado con ahínco dicho anuncio. No he tenido suerte (Continuará).
Actualización: meses después de que estas memorias fueron escritas y publicadas por lalupa.mx. uno de mis sobrinos, Édgar Rionda, halló el ansiado video de Aqua Velva (mi hermana tenía razón) en el vasto océano de YouTube. De inmediato, lo compartió en el chat familiar ante el entusiasmo de todos.