Beatriz está a puerta cerrada en su cuarto, sabe que pronto llegará su esposo y si el hombre está enojado, la puerta será una barrera que detenga su paso, aunque no pueda evitar sus palabras llenas de furia.
¡Eres una puta!, le grita el marido a Beatriz.
Y ella escribe en una libreta, ese y todos los insultos que recita el hombre. Luego, a solas, ella los lee como si fueran versos. ¿Cuántas veces le ha dicho puta? Beatriz lleva perfectamente esa cuenta. Pero más que dolerle o molestar, los toma como una declaración de amor. “Él me quiere, por eso me cela”, dice.
Beatriz (Silvia Pasquel) y el marido (Alejandro Suárez) son los protagonistas de El diablo entre las piernas, película de Arturo Ripstein que se presentó en el Festival de Cine de Toronto y en el Festival de Cine de Morelia en 2019. En este 2020 es parte de la selección de la 67 Muestra Internacional de Cine, de la Cineteca Nacional. Y pronto estará en los cines comerciales de México.
La historia es obra de Paz Alicia Garcíadiego, y la premisa es mostrar el declive, la monotonía y el distanciamiento sexual de una pareja de la tercera edad, con la luz y el claroscuro que llevan.
El personaje que interpreta Alejandro Suárez es un hombre que aún resguarda en casa los modelos anatómicos de la época en que quería ser médico. Y sólo llegó a farmacéutico. De la juventud de Beatriz se devela una total libertad sexual, que con todo detalle confesó a su marido, y esos detalles, ese pasado, ese miedo por sentirse incapaz de satisfacer a su esposa, es lo que ahora derrumba su longevo matrimonio. El miedo de Beatriz es la misma vejez. ¿Estoy vieja?, le grita al marido, ¿quién va a querer acostarse con una mujer vieja?
Él tiene un amante, una mujer casada que sufre todo lo contrario a Beatriz, su marido sabe de su amorío y ni un reclamo le ha hecho. ¿Será que no la quiere?
Para Beatriz su único entretenimiento es salir al gym, aunque en realidad lo que carga en su maleta es un vestido brilloso y unos tacones altos que usa para sus lecciones de baile. Un tarde se le ocurre pedirle a su pareja de baile (un hombre joven y apuesto), tiempo para hablar cosas de hombre. Saca su libreta y como si fuera un recitan personalizado, comienza a leerle con cadencia los insultos de su marido. Cosas que para el hombre son: cochinadas.
“El español es un idioma retorcido que he podido utilizar a mi favor. En este caso, recurrí a los insultos domésticos. La violencia a través del insulto. Si uno dice la palabra panocha más de cinco veces, trasciende a la leperada para convertirse en belleza y sinfonía” (Gatopardo, 2019), explicó Garcíadiego sobre la creación de los diálogos.
Beatriz tiene una hija a la que no ve. El marido también tiene hijos y seguramente nietos, pero nadie los visita. Están solos, envejeciendo sin remedio. Las batallas de su día a día son observadas por una casi niña que hace de sirvienta, quien ha desarrollado más que un afecto por la pareja, y mira como algo romántico los insultos y peleas. Y es ella, quien al final, obligará a este matrimonio a estar juntos y alimentar la relación con esos versos-insultos, como un distorsionado entendimiento del “amor”.