HISTORIA: CARLOS P. JORDÁ/LALUPA.MX
FOTOS: VÍCTOR SUÁREZ
Es tan delgado que parece endeble, no obstante su saludo es firme. Su dentadura brilla, a pesar de que su próximo cigarro no aguarda más de 15 minutos para ser encendido. Su piel, curtida por años de trabajo bajo el sol, contrasta con su bigote blanco y los cabellos nácar que asoman por debajo de su sombrero.
Tres semanas fue lo más que duró en la escuela de “cuatro paredes”, como la llama él. Sus verdaderos mentores, los que le dieron todo lo que tiene, fueron la prueba y el error. Su única institución, la observación, es a quien le debe las 27 hectáreas, prácticamente autosustentables, ubicadas en San Pedro, Huimilpan; lo que hoy llama hogar.
Quien visita, habita, o anda perdido con alguna urgencia cerca del Predio Familiar de Manejo Integral Maya, no tiene más opción que usar un baño seco. Ambos —el de visitas y el de la familia— huelen solamente a la tierra seca que contiene un barril de plástico y que, con una cuchara improvisada de una botella de refresco, el usuario debe verter en la fosa tras haber usado el inodoro. “Una cucharada si es líquido, tres si es sólido y dos si es chorro”, son las indicaciones de Don Miguel, quien se disculpa por su lenguaje: con “chorro” quiere decir diarrea.
Los desechos orgánicos humanos, aunados al estiércol de borregos, gallinas y guajolotes, son el perfecto abono para los árboles —forestales, frutales y ornamentales— del vivero Maya. Mismas especies que están sembradas a lo largo y ancho de la mayoría de los 270 mil metros cuadrados, y cuyos frutos que tiran los vientos, el granizo o las aves voladoras luego de picarlos, fungen como alimento del ganado ovino y de los chapulines; plaga rica en proteínas controlada por los pavos y los pollos del predio familiar. Las frutas que se mantienen en las ramas de los árboles hasta la fecha de la cosecha, alimentan a la familia de Miguel, o se venden, o se regalan, o se envasan en conservas. Los huevos que ponen las gallinas también son consumidos por los Maya.
Don Miguel se autodenomina el CACA:
C ampesino
A gricultor
C apacitando
A gricultores
UN HUEVÓN SIN REMEDIO
“Siempre fui la oveja negra de la familia”, es la frase con la cual Don Miguel inaugura su historia. Cuando tenía 11 años, la tala de árboles no era negocio exclusivo de quienes respondían al apellido Maya; la venta de madera y de carbón vegetal era la principal actividad económica en Huimilpan. “Aquí, por necesidad, todos eran carboneros, todos vivían del bosque y no había de otra. Pero a mí no me gustaba, sentía algo acá (se toca el pecho)… mal que tiraran los árboles y luego los quemaran para ir a venderlos y sacar unos cuantos centavos para comprar otras necesidades que había en ese momento”. Cal, tabaco, petróleo, sal, cerillos y vestido; esa era la canasta básica de aquellos lares en esos tiempos.
“Como a ti no te gusta andar con nosotros (trabajando), eres un huevón”, fueron las terminantes palabras que Miguel recuerda de Aurelio Sotelo, su abuelo, “y como huevón te voy a poner a cuidar a los borregos.” Siendo el pastoreo la actividad con la cual apoyaba a sus consanguíneos, adoptó la siembra como pasatiempo y experimento personal. Sus duraznos y capulines se dieron bien, tanto así que sus troncos pronto se convirtieron en objetivos ideales para que las vacas enterraran sus cuernos. A su vez, las reses se convirtieron en el blanco principal de la honda de aquel “holgazán”.
“¿Vas a vivir de tus árboles?”, reclamaría el abuelo por las patas de sus animales, rotas a punta de pedradas. La respuesta era absoluta, las frutas que se habían estado consumiendo en casa no eran compradas, eran de los árboles del infante Miguel. “Tú no tienes remedio, hijo, ¡eres un huevonazo! Para que hagas lo que a ti se te antoja y para que no me lastimes a mis vacas, te voy a vender un pedazo de tierra”.
Mil pesos a pagar en tres años, ese era el trato. Así fue como Don Miguel se hizo de su primer hectárea. Sería el mismo abuelo quien, por medio de la compra y venta de los frutos, haría una alcancía para su nieto. Pocos años después, Aurelio se presentaría con un costal lleno de billetes y monedas, explicando que esa era la ganancia neta del hijo de su hija y, a la vez, informaba que había vendido todo su rancho; las 80 hectáreas, incluida el fructífero huerto. “¿Cuánto quería por su terreno?” Era la interrogante a la cual se enfrentaba Miguelito.
El codo de su madre lo animaba a poner una oferta sobre la mesa, sin embargo Miguel no quería ceder ante la demanda. “20 mil pesos”, habría dicho, y la razón no era otra que: “no quiero vender mi tierra, abuelo”. Días después regresaría Don Aurelio Sotelo, montado en su caballo, con un nuevo morral retacado de papel dinero. Llevaba la cantidad requerida por su nieto y una nueva propuesta; el abuelo necesitaba la plata y como pagaré ofrecía cuatro nuevas hectáreas en otro lugar.
“Cuando yo tenía 18 años, prácticamente era millonario”, dice Maya sobre el dinero que tenía en el banco de su abuelo materno, la producción de sus 40 mil metros cuadrados y el valor que la extensión de tierra tenía por sí misma. Sin embargo toda esa fortuna se desvanecería en 1960 con intentos vanos por curar a su madre, quien fallecería ese año luego de dar a luz al menor de la familia.
AGRICULTOR CONSAGRADO, EMPLEADO GANADERO Y VETERINARIO
Don Miguel Maya habla de su matrimonio como la respuesta ante otra necesidad. Siendo el mayor de los hermanos y con su padre enfrentando una severa depresión oculto en el bosque, no le quedó otra opción que hacerse cargo de la familia que recién había perdido a su matriarca. Contraer nupcias significaba un par de manos extras para el auxilio en el hogar. Miguel habla hoy de su boda como la formación de un equipo, sin embargo 50 y tantos años de matrimonio respaldan una relación más profunda que una simple colaboración.
Isidra es una mujer trabajadora, comprometida y silenciosa. Ella prefirió pasar de esta entrevista y dejar su rostro a la imaginación, no obstante se mantuvo a lado de su marido cuando la deplorable situación económica demandaba la búsqueda de un empleo en la capital de Querétaro. La pareja vivió de “arrimada” en la recámara infestada de chinches, piojos y garrapatas de la casa de un familiar en el barrio de San Francisquito, cerca del tanque de agua; a unos metros de lo que hoy se conoce como el centro histórico de la ciudad.
“Ciertamente yo no quería ser secretario, yo no quería ser gerente, pero que saliera para comer. Me la rajaba buscando chamba por todos lados”. No podía darse el lujo de rechazar su primera oferta, que prometía pagar nueve pesos semanales por desempeñar las funciones de un peón de albañil. Mientras su esposa se alimentaba a costa de la familia anfitriona, él era convidado por sus compañeros de trabajo a la mesa, ya que, de lo acordado, jamás vió un solo centavo. Por ello, y por la llegada de una nueva y mejor oportunidad, Maya duró poco menos de un mes en el oficio de la albañilería.
“¡Mis chiles por la mañana!” Expresa, dando a entender que sus nuevas tareas como cuidador del rancho de unos españoles iban a la perfección con sus preferencias y experiencia. Ubicada en el Estado de México, entre Coacalco y Valle de las Flores, en San Cristóbal Ecatepec, la hectárea y fracción requería mantenimiento de jardinería, el cuidado de una cuantas gallinas y vaciar y rellenar una alberca de 10 mil metros cúbicos dos veces por semana. El espacio reducido que se ocupaba en el terreno y la gran cantidad de agua que se tiraba, crearon las circunstancias ideales para los nuevos experimentos del veinteañero Maya.
Las condiciones eran explícitas: “yo quiero que te entretengas aquí. No quiero que te vayas a otros lados, no quiero visitas, no quiero que traigas a nadie”, indicó de ráfaga el patrón, “¿eres casado? Bueno, yo no admito tener familia aquí con más de dos hijos, así que tú sabes. Y no quiero que vengas por un mes o una semana, mínimo 10 años, ¿le entras o no le entras?” Isidra se encontraba muy próxima a “aliviarse” de su primogénito y Don Miguel estaba dispuesto a contenerse, cuanto fuera necesario, para cumplir con el trato que le daría sustento a él y a su creciente familia durante una década.
Cebollas, zanahorias y calabazas fueron algunas de los primeros productos que sembró y cosechó a escondidas de quien lo contrató. Estos eran vendidos en el pueblo más cercano por su esposa y consumidos en el rancho por la familia del empleado y, en ocasiones, por la del empleador. “¡Qué hermosas verduras traes!” Habría exclamado el jefe, siempre al pendiente de lo que sucedía en su propiedad, ”¿dónde las compras?” La respuesta de Maya fue honesta, así como la disponibilidad que expresó para dejar de lado la agricultura si esta representaba un inconveniente para el patrón, quien dijo: “Fíjate que nos vamos a entender muy bien”.
Miguel tenía total libertad sobre el suelo en desuso y ganaba unos pesos extras por los kilos de frutas, verduras y legumbres que se llevaba semanalmente el dueño del lugar. “Hacía y deshacía a mi manera. Así aprendí, observando y haciendo, cometiendo errores”. Bajo la misma práctica autodidacta se sometieron sus hermanos, a quienes recomendó como cuidadores cuando, de manera casi simultánea, las dos granjas aledañas fueron vendidas.
“Hicimos el equipo”, a la mitad del plazo acordado en un inicio, los hermanos Maya tenían bajo su control 900 cabezas de ganado porcino y 14 pares de manos trabajando en la granja ponedora de huevos. “Tenemos, dijo la mosca”, bromea mientras se talla las manos imitando al insecto volador, “éramos empleados también, pero sabíamos hacer de todo; desde el nacimiento de los animales, el destete, el tatuaje, el registro y hasta que los mandábamos al rastro”.
La falta de veterinarios en la zona y su conocimiento empírico en agricultura, orillaron a Miguel a ocupar parte de su tiempo en sanar y recibir animales, así como a enseñarle a otros sobre manejo de suelo. Todo con una recompensa monetaria de por medio, por supuesto. De los 10 años acordados, poco tiempo más pasó, y de los dos hijos con apellido Maya que se estipulaban en el contrato verbal, ya eran 5. El apalabramiento no se había cumplido al pie de la letra, pero Don Miguel salió del rancho en buenos términos y con una considerable suma de ahorros, ya que en más de una década sus gastos habían sido prácticamente nulos.
PROPIETARIO AGROPECUARIO, COOPERATIVISTA Y PARTERO EN SAN PEDRO, HUIMILPAN
“Fui el primer ganadero de esta zona. Y pregunten; no es por darme un baño de pureza, fuimos nosotros. El primer silo de forrajero: lo hicimos nosotros. Por razones del destino todo eso se lo llevó la chingada”.Los hermanos Maya pasaron de cuidar el ganado de los patrones a ser dueños de 1600 cabezas; entre vacas lecheras, reses de engorda, caballos, mulas y cerdos.
A su regreso a San Pedro, Miguel se encontró con una constante en los propietarios de esta clase de animales; “el banco daba muchos intereses, entonces todos querían vender su ganado y meter su dinero al banco”, sin embargo, como era su costumbre, él vio una oportunidad en llevar la contraria.
Con la plata que tenía se hizo de las reses de sus vecinos, y cuando esta ya se había agotado, los demás vendedores de la zona le decían: “ahí te los dejo y cuando los vendas me los pagas”. Así, sin papeles ni contratos, “bigote a bigote, a pura palabra”, explica Don Miguel. Pocos años después, sus consanguíneos también regresaron a casa, estos sumaron, al monopolio ganadero que construía su hermano, los 100 vientres porcinos con los cuales los habían liquidado de las granjas.
La experiencia que juntaban los tres Maya superaba 30 años, pero no por ello dejaron de aprender en su nueva etapa como emprendedores agropecuarios. “Lo primordial fue encontrar una fórmula para sembrar el agua”, puesto que los habitantes aledaños a sus establos y autoridades municipales se quejaban de los rebaños ensuciando el río. Aquello que tuvo que ingeniar en esos tiempos fue el primer paso para diseñar el sistema de captación y orientación de agua pluvial que hoy en día abastece a todo ser vivo en el predio familiar.
“Que mi plato esté sucio, pero no mi corral”, fue otra de las lecciones que lleva consigo de aquella época, aunque esta fue adquirida a la mala. No es fecha que lo pueda comprobar, pero Don Miguel sospecha que fue boicoteado por la unión de líderes ganaderos del estado, a quienes les convenía que los habitantes de Huimilpan tuvieran que ir a la capital para abastecerse de cárnicos y lácteos.
“Les dije que echaran las vísceras que traían por ahí, pero eran vísceras enfermas. Los perros se las comieron y luego contaminaron el abrevadero de los puercos. En 15 días se nos acabó la granja”; fue la trampa que le tendieron los miembros de la unión durante una visita con propósitos de compra-venta.
La vida siguió. “Me aprendí este concepto desde muy joven: todo lo que nace muere. Punto. No busques pretextos ni castigues a nadie. Ganas más iniciando nuevamente que poniéndote a pelear. Y no matar nada, a menos que sea por necesidad, no por gusto ni por ambición.” La necesidad de abastecer a la comunidad seguía, pero aquello que se criaba para matar había sido incinerado con afán de evitar el contagio humano.
Desde su retorno, Miguel había notado que la producción en la región que lo parió era insuficiente para abastecer a los pobladores; no solamente la ganadera, la agrícola también. El promedio de grano cosechado por hectárea era de apenas 400 kilogramos. “Aquí se comía frijoles con chile, chile con huevo, ¡ó a huevo chile! No había de otra”.
Queriendo cambiar lo anterior fue como se fundó la cooperativa de San Pedro y surgió la idea de crear una asociación civil de agricultores; “teníamos que, a toda costa, mejorar la alimentación de la zona”. La cooperativa John F. Kennedy —nombre adquirido desde su concepción— fue disuelta hace no mucho, después de casi 60 años en funciones. La asociación, en cambio, duró poco.
“Nos dimos a la tarea de recuperar la semilla criolla”, aquella sin modificaciones genéticas y libre de fertilizantes químicos, explica Don Miguel, “hicimos un concurso para investigar cuál era la mejor mazorca del pueblo”. Durante este periodo, el señor Maya aprendió que una milpa se llama así porque el ideal de cada mazorca es entregar mil granos, y reforzó su desconfianza ante las instituciones oficiales.
El premio y la optimización de las siembras eran sólo una parte del plan de desarrollo de Huimilpan que Maya y otros compañeros de la asociación habían elaborado. La idea de aliarse con un tercero para alcanzar los objetivos era unánime; San Pedro no podía seguir prescindiendo de lo básico mientras sus pobladores preferían partir a Estados Unidos en busca de trabajo —tendencia que sigue vigente en Huimilpan, Amealco y en los municipios serranos—. Fue la Compañía Nacional de Subsistencias Populares (Conasupo) quien levantó la mano para involucrarse en el proyecto, aunque todo concluyó en el robo de la información recabado mediante el concurso y otras investigaciones realizadas por Miguel y sus compañeros.
Muerto el ganado, “envenenadas” con químicos las tierras y él con nulas esperanzas de ser auxiliado por las autoridades. Don Miguel se vio obligado a comenzar, prácticamente, desde cero una vez más. Un “terrenito” —hoy, luego de muchas compras de tierras vecinas, 27 hectáreas— y mucha experiencia era lo que le quedaba al hombre. Entre estos múltiples saberes, contaba con lo necesario para efectuar un parto, pues había sido él quien recibió a sus críos en los tiempos de aislamiento dentro del rancho que cuidó por poco más de una década.
Ser el partero de cabecera de su esposa tuvo como resultados posteriores convertirse en la referencia por excelencia cuando una mujer de San Pedro, o de las comunidades aledañas, iba a dar a luz. Las recaudaciones voluntarias de las recién aliviadas ayudaron al sustento económico de los Maya en el albor del Predio Familiar de Manejo Integral. De aquella época, Don Miguel tiene muy presente una anécdota:
La tos que hoy tiene, ese ruido con el cual parece esputar los pulmones y que funciona como cascabel en gato para saber por dónde se mueve, no es de gratis. Sin embargo su único vicio, irónicamente, también salvó la vida de un recién nacido que no respiraba. “Gracias a este pinche cigarro vive por lo menos una persona y me lo agradece”. Dando por perdida la causa, Maya cuenta que encendió su cigarrillo y en un último intento desesperado sopló el humo en la cara del bebé muerto, esperando que este escupiera, por reflejo, la flema que le impedía la respiración. Y así fue, prueba es hoy el sujeto de “40 y tantos años” que aún habita en la comunidad.
“PEDOS A LA LUNA”
“Todo esto estaba pelón”, dice mientras muestra las fotos de 1979, cuando oficialmente se inauguró el Predio Familiar de Manejo Integral Maya. La postal no se parece en nada al lugar que hoy podría ser considerado un “paraíso” a una hora de la zona metropolitana de Querétaro. La imagen en papel revela un horizonte indefinido de tierras erosionadas y restos de troncos talados. En cambio ahora, 40 años después, resulta casi imposible encontrar algo que no sea un árbol detrás de otro árbol al dar un paseo por el terreno.
Cortar la vegetación natural del sitio no era sólo un negocio, también era el método para ampliar el campo de visión de los productores y proteger al ganado del lobo y otros predadores. Eliminar obstáculos que servían de guarida y escondite para los animales salvajes era la manera de preservar a los domésticos y las siembras en San Pedro. Para variar, Miguel tenía ideas diferentes; las altas coníferas que sembró en aquellos días, aún cumplen sus funciones de barrera contra las inclemencias del viento que pudieran dañar los árboles frutales y futuras cosechas de otras parcelas.
No fueron pocos quienes creyeron que estaba delirando, fue uno de sus vecinos de la época quien lo expresó de la manera más directa y floreada. “Eso y tirarle pedos a la luna es lo mismo”, habría dicho este cuando sorprendió a los críos Maya trepando a sus pinos para extraer las piñas y de ellas las semillas. El objetivo era sembrar especies endémicas y regresarle un cuanto el aspecto original a ese lugar. “Esto era un bosque”, cuenta el padre de los encomendados a cumplir la primera misión del predio familiar.
Dichos planes eran inverosímiles ante los ojos de su vecino, pues no contemplaba uno de los lemas de Miguel; “observar y replicar la naturaleza”. Hoy no cabe un pino más en las 27 hectáreas, pero los árboles que se siembran en el área del vivero con propósito de ventas, donaciones, reforestaciones y plantaciones, aún pasan por el secador solar que ideó en aquel momento. El artefacto Maya, con sus rejillas de metal y su puerta de plástico, agiliza el proceso mediante el cual los rayos del sol abren las piñas y liberan las más de 400 semillas que llevan dentro. Vale la pena mencionar que su orientación hacia la estrella que ilumina y calienta el planeta también es favorable para secar carne y deshidratar frutos.
Así fue como aquello que para un hombre era una flatulencia perdida en el espacio, no tardó mucho en convertirse en una promesa del restablecimiento forestal que algún día cubrió la zona por completo. El éxito fue tal, que más de una familia en San Pedro optó por embellecer su hogar en épocas navideñas con los jóvenes árboles de Don Miguel. A hurtadillas, sin pedir permiso ni perdón, usando hachas y sierras como herramientas, hubo quien prefirió ver su casa adornada a recuperar el paisaje original.
No hubo impunidad en Huimilpan, aunque la justicia e investigación tuvo que ser llevada a cabo por los Maya. Como lo fue cuando la intención era averiguar cuál era la mejor mazorca del pueblo, a través de un concurso Miguel y los suyos descubrieron quienes habían entrado a sus tierras y robado los pinos. Se ofrecía un premio al mejor árbol navideño, pero lo que realmente hubo fue la exposición ante la población de quienes tomaron aquello que no les pertenecía.
Hoy, las coníferas sembradas en el predio se encuentran más cercanas a alcanzar la luna de lo que jamás hubiera podido imaginar el vecino burlón; no existe una sola que mida menos de 6 metros. Estas oxigenan el ambiente y crean una “cortina rompevientos” que protege a las frutas de los otros árboles de las caídas prematuras. Se alimentan de los bordos instalados por Miguel y las semillas extraídas de sus piñas se germinan en el vivero con distintos propósitos ya mencionados (ventas, reforestaciones, etc.)
EL CACA EN ACCIÓN
Quiero ser eterno; que esto no quede en mis hijos o en mi comunidad, sino que personas de fuera vengan, aprendan y lo repliquen”. Don Miguel Maya cuenta su historia y la del lugar que habita sentado detrás de una mesa de madera atiborrada de reconocimientos enmarcados, álbumes de fotos y cuadernos de registro; con nombres y comentarios de visitas, cantidades mensuales de cosechas y porcentajes anuales de precipitaciones. En su colección tiene más diplomas de los que podría presumir un médico especialista; conservación de suelos, captación de agua, cursos y capacitaciones brindadas, son algunas de las menciones rubricadas por gobiernos estatales y municipales, asociaciones y universidades.
Casi 10 años después de comenzar a “tirarle pedos a la luna”, en la década de los 90, la voz comenzó a difundirse. Un sujeto, tildado de huevón y soñador, sin más estudios que los primeros grados de primaria, había restablecido la armonía entre los componentes naturales de San Pedro. Animales, personas y plantas, nutriéndose del mismo suelo, sol y agua; un ciclo de vida estable auxiliado por un par de manos humanas que años atrás decidieron encontrar una forma de sobrevivir que no fuera agotando las bondades de la Tierra. Y sin un peso de apoyos gubernamentales.
Incrédulos y esperanzados han ido y venido desde 1994, llevándose los conocimientos e incluso al hombre en persona que ha sido capaz de regresarle la vida a tierras envenenadas, sobreexplotadas y quemadas. Michoacán, Jalisco, Guanajuato, Oaxaca, Estado de México y Veracruz son algunos de los estados que Don Miguel ha visitado con propósitos no turísticos. “Yo nunca he ofrecido nada; la gente viene a buscarme”.
Se podría decir que “El CACA” es un Dr. House (Fox, 2004) de la agricultura; se podría decir que puede levantar un diagnóstico tan sólo con las especificaciones verbales que le dan de la tierra que hay que recuperar, hacer apariciones cada que las circunstancias son extremas y, tanto como sea necesario, ejecutar decisiones equivocadas que ponen al límite múltiples vidas. “Por más vuelta que le des, siempre vas a cometer 90 errores y 10 aciertos… si bien te va. Si no cometes errores, no corriges”, Maya no quita el dedo del renglón con el “prueba y error” como base académica, y ejemplifica con el tiempo que ha pasado tras las rejas (por “invadir” un terreno aledaño al suyo) y una ocasión cuando casi es sacrificado por mover una roca sagrada en tierras jarochas.
“Regándola”, es como sabe que las guayabas no resisten los fríos de Huimilpan y que no basta con plantar un árbol; hay que asegurarse de que este es apto para la región y después de eso darle los cuidados adecuados. Equivocándose, aceptando ayudas no solicitadas de personas que sólo pretenden colgarse una medalla, más sus vivencias pasadas, fue como aprendió a decir “no, gracias”.
La última vez que recibió dicha lección fue en el verano de 2019, cuando su conocimiento y los productos de su vivero fueron requeridos por un joven entusiasta, “de barba rala”, llamado Ricardo, quien deseaba reforestar una zona cercana al territorio Maya. La respuesta ciudadana fue la adecuada—más de 200 personas acudieron—, los problemas llegaron cuando las autoridades municipales se enteraron del movimiento y quisieron apropiarse del trabajo ajeno sin escuchar siquiera las indicaciones de los expertos. “Nos llegaron con plantitas de 10 centímetros, con la raíz jodida y nosotros plantando árboles de hasta 5 años de vida”, recuerda Miguel.
Lo que pasaron por alto los “acarreados” de la presidencia municipal y los integrantes de Coparmex, quienes llegaron “sin invitación”, es que una plantación no es lo mismo que una reforestación. Este último concepto incluye, por supuesto, el primero, sin embargo para reforestar hay que ser constante y procurar aquello que se plantó en primera instancia. “No es el chiste nomás plantar el arbolito, ¿quién lo va a cuidar?”, cuestiona Maya. Tal era el desconocimiento y la prepotencia de los no deseados que incluso hubo quienes enterraron plantas con el plástico que cubría sus raíces. Don Miguel dice arrepentirse de creer que todos los presentes estaban atendiendo una misma necesidad. Aunque no por ello considera un fracaso lo llevado a cabo aquel verano, pues el verdadero movimiento ciudadano hizo un gran trabajo.
EL TESORO
“Yo no quiero llegar a esos lugares que ya no tienen remedio. Bajo ningún precio, yo no quiero llegar ahí. Yo quiero irme y, si no dejarlo mejor, por lo menos como estaba.”
Parecería que, si Don Miguel Maya se esfumara mañana del planeta, las 27 hectáreas que dibujan su proyecto de vida no extrañarían las manos humanas. Todo da la impresión de funcionar por sí solo. Todo, incluso la vida silvestre, como las liebres que ponen a correr a los perros más jóvenes —quienes aún no saben que jamás las alcanzaran—, parece coexistir en armonía. “Si hay comida, hay visitas, si no, no hay ni quien te venga a ver”, Maya se refiere a las especies no domesticadas que, de cuando en cuando, se dejan ver por sus tierras y que, para él, son síntoma y recompensa de un laburo bien hecho.
“Este es el trabajo de los huevones y aquí está el aula”, ironiza, pues asegura que sus actividades se reducen a observar y adecuar las condiciones para que la naturaleza haga lo suyo. La academia de Miguel carece de muros y, para sus lamentos, también de profesores y alumnos. “Los números y las letras (la escuela tradicional) han servido para que se vaya mi gente”, el agricultor dice que saber leer y escribir es importante, sin embargo no considera que los conocimientos elementales, principalmente para alguien que quiera dedicarse al campo, puedan ser obtenidos en un espacio delimitado por cuatro paredes. Cuenta una parábola:
Un anciano ganadero, cansado de años de trabajo, se preguntaba cuál de sus hijos o nietos continuaría su legado. Tras reunir a su familia y externar su incógnita, no encontró a nadie que levantara la mano, exceptuando a uno de los nietos más pequeños.
—No, mijo —diría el padre del niño (hijo del anciano)—, usted tiene que ir a la universidad.
—Hazle caso a tu papá; estudia y aquí te voy a esperar—respondió el abuelo.
El nieto se graduó en medicina veterinaria y regresó al rancho de su abuelo presumiendo el título en papel que lo acreditaba como un verdadero conocedor. El anciano no pudo contener su emoción y se dio a la tarea instantánea de mostrar a su heredero todo lo que tenía que saber del manejo de sus tierras.
Empezaron por los corrales. El abuelo explicaba los diferentes tratos que había que darle al ganado dependiendo de la especie; cebú, lechero y lidia.
—Abuelo, ¿que acaso no te enseñé mi título? —interrumpía el joven constantemente.
En más de una ocasión el anciano ganadero tuvo que quedarse las palabras en la boca, pues su nieto insistía en haber aprendido esas lecciones durante su tiempo en el colegio. Fue en el último corral cuando el ganado comenzó a bramar. El abuelo enseguida se percató de que las reses de lidia necesitaban sus sales, por ello propuso dividir el trabajo; uno sacaría a los animales y el otro traería el costal de sal.
—Yo saco al ganado —dijo el nieto—, por eso estudié: para no ser cargador.
El anciano asintió y fue por el pesado bulto de minerales para sus animales, mientras el nieto, nomás de dar el salto dentro del corral, cayó sobre una vaca recién parida, lo cual provocó el llanto de la cría y el descontrol entre las demás bestias. A su regreso, el abuelo encontró a su sucesor colgado de un árbol, siendo acechado por más de dos pares de cuernos.
—Abuelo, ¿qué hago?
—Enséñales tu título, pendejo —dijo el viejo.
Para Don Miguel, uno de los conceptos más retorcidos que enseñan las escuelas y las personas “educadas” de la sociedad es: “adorar al dios dinero”. Pero esa deidad no sacía ninguna sed, ni apetito; no se respira, ni sana la tierra. Maya encuentra a Dios en su hogar, no en el templo, y considera cada árbol un museo que podría durar más de 100 años.
Su legado está ahí, a la vista de todo el mundo, no enterrado en un baúl como solía hacerse en el pasado. “Tu trabajo y tu fortuna, grande o pequeña, va a ser para alguien más”, explica su disposición a cuidar y restaurar la Tierra que le tocará a las siguientes generaciones y a compartir los conocimientos que ha adquirido. Tanto que todo el lugar tiene letreros que explican los procesos llevados a cabo por el CACA. Aunque acepta que tiene un tesoro guardado.
Miguel no dedicó tiempo y esfuerzo en esconder cofres con monedas de oro y plata; mejor aprendió a sembrar agua. “En el futuro no nos vamos a matar por dinero, nos vamos a matar por un trago de agua”, son sus predicciones. Sus cálculos, en cambio, dictan que tiene agua para 500 años de consumo propio. Ese es su tesoro guardado; enterrado de manera literal en garrafas de plástico —”sólo por experimentar”, dice— y sembrada metafóricamente en las pequeñas presas que cavó para retener y direccionar agua pluvial y de escurrimientos, la cual surte a humanos, animales y plantas del Predio Familiar de Manejo Integral Maya.
Los borregos mordisquean las frutas que los vientos y las precipitaciones tiran de los árboles, pero aquellos frutos que resisten en las ramas hasta la temporada de cosechas cubren la necesidad de alimento de la familia Maya. O son envasados en conservas y almacenados en el cuarto frío que funciona sin energía eléctrica. O son vendidos frescos en las puertas del predio, o son regalados. Aparte de seis horas de audio, el equipo que realizó esta investigación se llevó las mochilas llenas de peras recién cortadas. “Esto es la revolución”, dice uno de los fotógrafos después de habernos despedido.
Atrás, en el camino de terracería, queda Don Miguel, un hombre cuyo próximo cigarrillo no tardará más de 15 minutos para ser encendido. Un sujeto cuya adicción a la nicotina es superada por la necesidad de transmitir sus conocimientos y ansía, más que nada, ser cuestionado por alguien para seguir aprendiendo. “No soy un sabio; me he sentido útil”, dijo.