Los ruidos de la cuadra han cambiado en estos días. Van desapareciendo los vendedores y sus músicas repetidas desde el Tin Tan panadero, hasta el cansino y melancólico sonido de la combi de las paletas, se van extinguiendo con motivo del bicho maligno que nos encierra. Incluso el vendedor de agua sabatino que desde su camioneta nos gritaba como si nos regañara, todos esos ruidos son ahora un recuerdo.
Surgen otros. Algunos vecinos aprovechan para hacer arreglos en sus casas, y suena el taladro y suena el serrucho y suena el martillo; los niños y las niñas se escuchan todo el día en distintos tonos, sus juegos físicos y virtuales también se oyen reiterados desde la mañana.
No ha cambiado el maullido de los gatos. Ese sigue igual en las noches.
A espaldas de mi casa de vez en cuando se oye una madre regañando a un hijo que no se quiere bañar o hacer la tarea. Pensé que el encierro les provocaría más enfrentamientos, pero si me guío por lo que escucho no ha sido así, pues se mantiene la ración de gritos inalterable.
Unos vecinos usan el karaoke en fin de semana, hasta ahorita de forma moderada y recurriendo a las canciones más conocidas. Del dolor a la alegría y de vuelta al dolor. Juan Gabriel siempre está presente, pero también algo de rock. Me caen bien, la otra vez me oyeron estornudar (una vieja alergia a los pastos) y una de sus hijas me dijo “salud”, pensando que el ruido venía de dentro de su casa.
Creo que no hago mucho ruido, salvo cuando lavo trastes. Trato de escuchar música a un volumen prudente, así como el radio y los podcast a que soy asiduo; confío también que los teclazos en la computadora no sean molestos.
Vivir en comunidad es vivir en una selva de sonidos que no sólo nos envuelve sino a la que también contribuimos.
Y dejo de escribir esta columna porque el siseo del tlacoyo en el comal me dice que debo voltearlo para evitar que se queme.