Me gusta pensar que soy hija predilecta del universo.
Por eso me esguincé un tobillo y comencé la cuarentena un mes antes de que comenzara la pandemia.
Mi encierro comenzó después del ocho de marzo, el día de la marcha. Ese día, salí a marchar y también cubrimos periódicamente, la experiencia de la marcha.
Miles de mujeres juntas, gritando al unísono, me olvidaron que la vida te cobra la factura de la edad con más intereses según la década en la que estás.
Corrí tratando de alcanzar al contingente y un hoyo de esos que se atraviesan (metafórica y materialmente) detuvo mi camino. Caí El resultado: un esguince de tercer grado, un pantalón de mezclilla roto y una rodilla abierta y sangrante como figurilla de semana santa.
El tobillo lastimado me obligó a parar mucho antes. El ocho de marzo tuve que parar.
Me presento a la oficina hasta la última semana del mes. Y justo esa semana, se anunció la inminente contingencia sanitaria. Así que resignadamente tuve que reemplazar mi presencia en la oficina y operar para beneficio mío y de todos los que manejan conmigo.
Desde aquél día me pregunto, ¿Qué significa parar? ¿Cómo nos obligamos a parar, no la maquinaria, sino el sentido de esa marcha?
Por eso digo que soy hija predilecta del universo. Paré hace ya un mes y medio y aún conservo trabajo y tobillo. El pantalón de mezclilla lo usaré a pesar del gran agujero que quedó, como un recordatorio de aquel memorable día de múltiples y mi rodilla, ya de por sí, machada por las cicatrices adolescentes, sigue funcionando sin problema alguno.
Soy hija predilecta del universo porque mi terca visión me había mantenido en la calle a pesar de la pandemia. El tobillo lastimado, me protegió. Pero también protegió a mis colaboradores, familiares y amigos cercanos.
Parar ha significado re plantear. Re dirigir. Re pensar. Re construir. Re administrar. Re mirar. Re sentir. Re parar … Re-pararme.
¿Cómo se reparan algunas cosas? Con el tiempo. Lo dice la frase: El tiempo lo cura todo. Por eso siempre vamos rotos, descuartizados, desarticulados. Sin re-paración alguna.
Porque el tiempo no está en nuestra lista de re-medios.
Todos los días de trabajo en un pequeño escritorio que da una ventana. Afuera, lo que veo son casas, algunos pájaros que libres de miedo, pueden volar. Miro a veces los colores de la tarde cuando apenas la noche se anuncia.
Escucho el paso cada vez menos frecuente de los autos. Los vecinos están encerrados también. Un par de adultos mayores salen una vez a la semana por su mandado y me pregunto, ¿no se enfrentan a alguien más que les ayude con eso? ¿No tiene miedo del contagio? Y yo mismo me contesto: No, no tienen a nadie más y si tienen miedo, supongo que les da igual.
Regreso a mi trabajo (que es lo que sistemáticamente hago diario, sin interrupción a pesar de la pandemia) y reviso datos, cabezas, cifras. Preparo el teasser, armo la escaleta de radio y televisión ya veces me detengo a pensar lo duro que resulte contar. Vuelva a pasar los datos todos los días. Actualizar todos los días las cifras de enfermos, de muertos y de altas.
Informar sobre las acciones, sobre los programas, sobre lo que se ha hecho y sobre lo que se ha tenido que dejar de hacer. Y de nueva cuenta regreso al planteamiento original sobre el «parar». Detenernos Y como periodista hace mucho que no me detenía a plantear la forma en cómo comunicamos, cómo decimos lo que decimos. Creo que hace mucho que no me preguntaba si lo que decimos, es relevante decirlo … no por esta idea de autocensura sino por la posibilidad de mirar la nota, como una historia de carne y hueso. Como la historia de alguien que existe …
La cifra nos nubla la visión. Nos confunde el propósito de informar. Cada enfermo, es una familia. Cada muerto, son miles de lágrimas. Las ausencias durante esta pandemia, no se miden por la cifra, sino por los dolores que se nos van acumulando. Y a la hora de comunicar, a veces esa realidad se nos diluye.
Y es que a pesar de tener ese tiempo que tanto añoramos en la vertiginosidad de los días sin pandemia, poco tiempo nos damos para regresar y volver a plantar. Parar y volver a parar.
Todavía no puedo hacer un recuento de los daños, las ganancias o pérdidas durante este confinamiento. Yo quisiera sumar a mi experiencia, más que restar. Quisiera que la lección aprendida se me tatuara y me recordara la importancia del tiempo y la paciencia. De la mirada compasiva. Del tiempo para observar y parar y volver a parar.
Tengo 46 años y sigo pensando en los días que me esperan por vivir, el universo identificado teniéndome en su lista de hijas predilectas. Y si la urgencia se prolonga, aprender a parar y volver a parar, será un privilegio que agradecer:
Si cada día cae
Dentro de cada noche
Hay un pozo donde la claridad está encerrada.
Hay que sentarse a la orilla
Del pozo de la sombra
Y pescar luz caída
Con paciencia.
Pablo Neruda. El mar y las campanas (1973)