Cuando era niño acostumbraba a asignarle colores a los días. El lunes, mi día preferido, era verde, también mi color favorito. El lunes era verde porque a las ocho de la noche podía ver El chavo del ocho, ese famoso programa de comedia que durante décadas se transmitió por televisión en el Canal 2, el primero en la perilla seleccionadora incrustada en el costado derecho del monstruoso mueble de madera del televisor en blanco y negro, que ocupaba el lugar central de la sala en casa de mis padres.
En esos años mi vida era muy simple. Iba a la cama enviado por mi mamá, precisamente a las nueve de la noche. Pasaba algunos minutos viendo a través de la ventana de mi cuarto, la silueta de aquella planta que colgaba de la marquesina del balcón de la casa. Imaginaba que eran las blancas trenzas de mi abuela materna, mi segunda madre. Así perdía la conciencia y dormía profunda y prolongadamente –sin las molestas visitas nocturnas al baño de los cuarentas-plus– para despertar con los gritos de mi madre a la mañana siguiente, diría yo, como a eso de las siete de la mañana. Puesto en pie, ahora sí sentía la imperiosa necesidad de vaciar mi vejiga, lo hacía y ya en el baño, aprovechaba para lavarme la cara y peinarme. Regresaba a mi recámara a quitarme la pijama y ponerme mi pantalón azul marino, mi camisa blanca y mi suéter gris, el uniforme, pues.
Luego bajaba a desayunar, casi siempre sin ganas, a fuerza. Lavaba mis dientes y tomaba mi mochila para ir a la escuela de la mano de mi madre. Un kilómetro quizás. Y ahí empezaba el tormento. Otros niños, compañeros, “amiguitos” decía mi mamá, querían hablar conmigo y a veces hasta saludarme. Y yo tenía que contestarles porque había que ser educado, decía mi mamá. Por fortuna eso era sólo mientras llegaba el maestro Raúl, luego él me daba la excusa perfecta: “Calladitos todos, no platiquen, pongan atención”. Y yo ya no tenía que hablar con nadie, mirar a nadie ni contestarle a nadie, salvo al maestro Raúl, por supuesto, pero él hacía preguntas interesantes, retadoras, como: ¿qué sílaba sigue a: ma, me mi?, o ¿cuál número va después de cinco? No como las tortuosas preguntas de mis compañeros en el recreo –otro de los momentos terroríficos del día–, que pretendían averiguar de qué estaba hecha mi torta. ¿Qué más daba en qué consistía mi almuerzo? Era para mí, para mi solo consumo. Sería yo quien lo comería y era a mí a quien debería importar de qué estaba hecho. Pero ese tema ya estaba resuelto, mi mamá sabía lo que me gustaba y lo que aborrecía. Mi almuerzo, pues, no tenía por qué concernirle a nadie más y menos aún ser tema de conversación.
Luego de la escuela lo importante era la comida y, satisfecho el estómago, la tarea. Me gustaba hacerla pronto. Era como una competencia contra mí mismo. Como esos concursos de preguntas que de repente hay en la televisión. Salir a jugar por las tardes no era mi fuerte. Era un niño con salud muy endeble y me fastidiaba contagiarme con los niños de la colonia. Hubo épocas en que mis fines de semana sólo servían para recuperarme de la garganta, descansando en cama mientras veía caricaturas u otros programas. Así que le tenía respeto al aseo y valoraba el distanciamiento físico –que entonces no había sido bautizado así–, y a las metódicas prácticas que alimentaban mis rutinas diarias: vestirme, bañarme, esto último, que sucedía diariamente a las siete de la noche con puntualidad férrea. Aprendí a contar mentalmente los trece segundos que tardaba el agua caliente en brotar de la regadera, una vez que el líquido rezagado en la tubería y frío por consecuencia, era totalmente eliminado. También podía girar la llave del agua caliente a ciegas, hasta su posición exacta en que la temperatura del agua ni me quemaba, ni me hacía sentir frío en la entrepierna –no era bueno orinar en la regadera, decía mi mamá–. Las cuatro frotadas de la pastilla en mi estropajo dejaban el jabón justo para cada uno de los dos untos de mi baño.
En fin, todo, pero todo, estaba medido, en pasos, en vueltas, en suspiros, en las unidades “antropológicas” de medición que estaban a mi alcance, al alcance de mi mente y pensamiento. Luego llegó la adolescencia y algunas cosas comenzaron a cambiar. Uno enfrenta la necesidad de “socializar”. Entiende la importancia que tiene que alguien lo elija para su equipo en la clase de deportes. De no parecer tan ermitaño para ver si así comienza uno a encajar en alguno de los grupitos del salón. Pero tampoco es que funcione muy bien. El grupo te encajona, te etiqueta. Sabe que sirves para copiarle la tarea y los exámenes, pero no para más. Aun así, las cosas no son tan malas y se puede transitar a la juventud, elegir alguna carrera donde no necesites de habilidades de comunicación, como la física, digamos. Ahí no hay mucho qué discutir, las cosas son o no son, y decide la naturaleza. Si tus argumentos son correctos, el universo falla a tu favor, si no, debes avergonzarte por no entender cómo funciona el cosmos. Pero en todo caso, no hay charlas “superfluas” –eso pensaba–.
He sido pues, desde niño, alguien que valora el método, la repetibilidad, el silencio, la soledad y el aislamiento. Me permiten escucharme, entenderme, pensar en cosas que me parecen interesantes eliminando el ruido al máximo, elucubrar, fantasear, imaginar, ensayar escenarios futuros, encontrar salidas a casos y situaciones hipotéticas. No me da miedo pasar el tiempo a solas con mis pensamientos. Escaparme de este mundo, inclusive ignorando a propios y extraños –con todo y las consecuencias que se podrán imaginar–, para meterme en las páginas de los libros o, simplemente, entrar en estado catatónico hasta que mi estómago me resucite.
Así pues, podrán imaginarse que este confinamiento no ha representado para mí, más que un sueño cumplido, un escenario ideal. De hecho, inicié mi encierro voluntariamente desde el viernes 13 de marzo. No entendía por qué el gobierno federal insistió en hacer regresar a los pupilos a la escuela por cuatro días luego del fin de semana largo. Desde entonces deambulo feliz por la casa. No necesito hacer viajes innecesarios para ir a algún centro de trabajo. Mi conexión a internet me proporciona el seguro contacto con el mundo, que necesito para obtener o intercambiar información. Antes, esto también podía hacerlo, pero había siempre esas vocecillas fastidiosas recordándome que ya era hora de ir al trabajo, o a algún otro sitio. Mis salidas a comprar alimentos son fenomenales, puedo ir solo justificadamente y nadie insiste en acompañarme, lo que vuelve la travesía mucho más rápida. Los domingos a las siete de la madrugada, cuando abre el súper, casi nadie hay consumiendo más que yo. Eso sí, no me gusta ordenar servicios de entrega, porque necesito verificar la calidad de los alimentos. Elegir el envase más lleno o más limpio. El tráfico en las calles es reducido, lo que vuelve mis trayectos más breves. Las colas en las cajas son muy cortas y, gracias a las marcas que han adherido ahora en el suelo, nadie está respirándote en la nuca mientras espera su turno para pagar.
Dado que no tengo que hacer viajes innecesarios que me quiten tiempo, puedo usarlo para leer y releer muchos de los libros de antaño. Descubrir cosas que la celeridad de la vida diaria fue sepultando en los lugares más recónditos de la casa. Encontré y limpié una lámpara de escritorio con forma de reflector de cine, que compré en los ochenta y me acompañó durante mis desveladas de la secundaria, preparatoria y hasta la licenciatura. También rescaté de un cajón, una probeta graduada de cien mililitros, hecha de vidrio Pyrex, número 3022, que usaba de florero en mi adolescencia, y que le pedí a mi padre que comprara para mí una ocasión que hicimos uno de esos temerarios viajes de compras dominicales a Tepito, cargados de adrenalina porque podrían resultar en la simple pérdida de tu dinero si terminaban confiscándote la compra al salir del popular mercado.
En fin, la cuarentena para mí no ha sido tortuosa, sino por el contrario, una oportunidad para saborear ese mundo idealizado por mí tantas veces desde mi infancia. Espero que ustedes también estén disfrutando este mundo ideal.
PD. Por si se quedaron con el pendiente, el martes era azul cielo, el miércoles índigo, el jueves morado, el viernes rojo, el sábado naranja y el domingo amarillo. Sí, el arcoíris en un orden corrido para que el lunes pudiera ser verde.