No puedo creer lo que me dices. Parece que tienes razón, tus argumentos son convincentes, es racional lo que dices, pero sin duda alguna debes estar equivocado; como dicen: no tengo pruebas, pero tampoco tengo dudas.
Tantas veces hemos estado en desacuerdo que estoy convencido de que mientes. Tu estilo para decir las cosas me molesta, me confronta, me resulta incómodo; y francamente en estos tiempos no tiene uno cabeza para andar leyendo cosas que enojan. ¿Y ahora resulta que vas a decirme la verdad?
Afirman que es bueno escuchar o leer a quienes piensan distinto. Pero ¿por qué me interesaría saber lo que piensan quienes están claramente equivocados?
El debate entorpece. El debate nos hace irnos por las ramas. La confrontación de ideas es innecesaria cuando se está seguro de lo que se piensa, uno debe buscar a toda costa ser congruente para dar cuenta de una misma línea de vida todo el tiempo.
Afirmó Tucídides en su relato sobre el discurso fúnebre de Pericles: “Es nuestra convicción que lo que obstaculiza la acción no es el debate sino el estar ayuno de la información ventilada en un debate antes de tomar cartas en el asunto.” Esto da cuenta de la caída de la democracia griega, ya que no se debe ni se puede debatir con quien sin ninguna duda está equivocado, el micrófono o la plaza pública o el “seguir” en redes sociales sólo es para quien coincide con esa verdad evidente que poseo.
Confío plenamente en mi criterio, así que desde mi convicción te juzgo.
Así que no te creo. Parece que tienes razón, tus argumentos son convincentes, es racional lo que dices, pero por eso mismo estoy seguro de que falseas, lo haces con gran habilidad atacando mis dogmas con datos y una expresión consistente, tu falsa verdad cuidadosamente construida muestra además tu mal gusto de pretender convencerme.
No lo lograrás.