Toda mi relación, si se puede decir así, con ese nefasto bicho llamado coronavirus empezó el 20 de marzo cuando se me notificó que estaba ubicado dentro de los grupos vulnerables, que debería empezar a partir del 23 de marzo un proceso de home office. A partir de ese momento mis vínculos con esta pandemia han tenidos situaciones emocionales contradictorios.
Por momentos he creído que no la libro, que por más cubreboca y lentes que use, el maldito virus anda circulando a mi alrededor, que en el instante menos esperado se me meterá por los ojos o la boca y ya no habrá vuelta atrás.
En las primeras cuatro semanas de empezado el denominado proceso de sana distancia, la verdad es que me fue imposible permanecer quieto en mi casa, por diversos motivos tuve que salir, pero además fui presa de una estúpida ansia por inventarme salidas, o me vinieron ráfagas de necesidades por determinados productos, sin que tampoco eso me llevara a comprar bagatelas.
Lo cierto es que retirarme a a mi reserva doméstica a esperar el fluir del tiempo para ver así la disminución de los efectos de este virus, no fue tan fácil porque viviendo en un pueblo indígena, como Ocotepec que está enclavado en plena ciudad de Cuernavaca, los usos y costumbres le imprimen una lógica a la realidad, en donde las certidumbres científicas son más etéreas que las creencias en los nahuales, de manera que ha sido en los últimos tiempos que sí me impuse una severa reclusión.
Vivo, pues, en una zona en donde no es raro encontrar a personas que reniegan de la existencia de este virus, que piensan que todo es una cortina de humo, que desafían las recomendaciones sanitarias abriendo sus negocios, gente chupando en la esquinas que reniegan de la maldita sana distancia, que para ellos es el preámbulo para que el día de mañana salgamos de nuestras casas con el respectivo bozal y amarrados del cuello.
En medio de la vorágine histérica por la limpieza, por lavarse a cada rato las manos y usar a la menor provocación ingentes cantidades de gel para mantener a raya al bicho, también hay cosas rescatables como tener tiempo para peinar muchos sitios de la red, para descargar una buena cantidad de libros que me servirán para escribir un nuevo texto que traigo entre cejas, para aprovechar a leer los seis buenos tomos de Mi lucha, la zaga de novelas del noruego Karl Ove Knausgård.
Otra cosa positiva de esta emergencia sanitaria fue que por primera vez desde que vivo en esta zona, me ahorre ser testigo indirecto del vía crucis de Semana Santa, que en este poblado es algo sagrado y que tiene un gran peso en el tejido comunitario pero que estropea oídos con su estridencia pirotécnica.
Pero en estos últimos tiempos, conforme la epidemia avanza, ya con 45 día de «sana y distancia», y cuando en teoría vienen los día más difíciles en cuestión de contagios, hay días que siento que de nada sirve todo lo que haga, que el maldito virus me lo puedo tragar cuando salgo a la calle o que ya viene en las tortillas o el pan que he comprado y que indefectiblemente estoy condenado a metérmelo a mi organismo y quedar presa de sus garras. En otros momentos creo que la voy a librar, y no porque sea muy picudo o me considere un robusto exponente de la tercera edad, sino porque creo que no seré buen huésped para este ser que algunos virólogos dicen que no tiene estatus de vivo.
De todas maneras cada vez que escucho al subsecretario de Salud, Hugo López-Gatell, que para fines prácticos es el secretario de Salud, me genera más confusiones e inestabilidad psicológicas. Con sus cambiantes y alucinantes datos, invocando centinelas que después de enaltecerse como la quintaesencia de la medición de ipso facto son desechados por ya no reflejar la realidad del momento de la pandemia, o que acuda a etéreos algoritmos para decir con precisión matemática el día y la hora en que se dará el pico de la pandemia y luego con la mano en la cintura cambiar los criterios y datos, he terminado por esperar que sea mejor la dura realidad quien tenga la última palabra.