Son las cinco veintiséis a eme, es la hora habitual para despertar —bajo el influjo de un horrendo timbre telefónico que siempre prometo cambiar—; dentro de la penumbra de la habitación sé dónde está cada cosa, así que no enciendo la luz. Tengo 49 años de vida y más de 20 en el mismo cubo de tres por tres. No soy metódico: soy obsesivo; quizá por eso me gusta que el celular vibre y suene durante un minuto exacto, no más, no menos; un minuto me basta para recordar que el mundo sólo es el lugar que me hospeda, que ha sido muy amable al dejarme abrir los ojos este día de mayo, aunque tampoco me impresiona: cuando uno despierta, despierta, y cuando no, pues no.
La existencia se reduce a eso: a despertar o no.
¿Y si no hubiera despertado? Entonces, por obviedad, no estaría intentando escribir estos caminos de derrota. Soy un escritor frustrado, nunca debí intentarlo; me da igual aunque no quiero dejar de arrastrar la pluma.
La cosa es que desperté a las cinco veintiséis a eme, de ahí en adelante todo será la obsesiva vida de un hombre obsesivo. Iré a la terraza a fumar un cigarrillo, eso está bien, lo malo es que entre el humo, que supongo azul, me da por pensar. A veces, entre las volutas de formas caprichosas —que supongo azules— pienso en las cosas cotidianas: en que hay que lavarse el rostro y los dientes, que después deberé rasurarme, tomar un baño, poner la cafetera a funcionar, vestirme y despedirme, con un gesto y sin que me note, de la persona que duerme en mi cama. Beber el líquido ardiente antes de empezar el cuento de terror… oficina, pendejadas en do sostenido que duran de ocho o diez horas y volver a lo de siempre, a la casa, a lo de siempre.
Hoy no, desde hace días que no, desde no recuerdo cuánto que no.
Estoy descolocado, extraño, raro. Llevo tres cigarros al hilo a los cuales tampoco he prestado demasiada atención. No pensé pasar por esto. Es inverosímil. Ahora pienso en las flores de las jacarandas, en la lluvia constante de gotas moradas con texturas de terciopelo; pienso también en cada una de las palabras que se me han quedado atoradas en las manos, que se han vuelto tinta endurecida, que no han volado; recuerdo, por recordar, a mis padres, a mis muertos, a los que se han ahorrado esta pesadilla; ahora vienen, en un torrente, la sucesión de mis vivos: ELLA, amigos, amores, hermanos, familiares y yo: los que estamos vivos (me preocupan tanto); pienso en el televisor ignorado, en la radio que no escucho, en lo que no creo: Dios, todos santos, la ciencia y otras especies.
El sol ha alcanzado al cenicero que está lleno de lumbre derrumbada, de algún modo que no entiendo también me ha alcanzado a mí. ¿Acaso debo acostumbrarme a no vivir lo que resta de calendarios? ¿Qué sigue? ¿Cuándo se me va a detener el latido, bajo qué rotura, en qué color de mal sueño?
Abandono un cigarro humeante y voy directo hacia la cafetera, al momento de estirar la mano derecha para tomar la bolsa con café mi mirada se desvía hacia la botella de licor, ¿qué pasa si rompo el día, acaso el río de mis años recuperaría el ritmo y la dirección normal? Ignoro mis intenciones principales y me empino la botella que poco a p o c o va alcanzado el fondo.
Mis sentidos están trastocados. Sé que estoy en medio de una gran mentira, sé que todos estamos, sé que no hay salida, sé que no sé quién soy, sé que ya estábamos jodidos desde hace mucho y que yo llegué al mundo buscando a mis padres muertos.
Lo que me caga es morir por algo en que no creo.
Quiero morir a causa de la vida, no importa cómo pero sin miedo.