Desde hace muchos años uso barba. La última vez que la eliminé tuve la desagradable impresión, al pararme frente a un espejo, que no era yo sino otro quien se veía reflejado. Un otro muy parecido pero que claramente era distinto, algo así como el doble que, sin embargo, tiene un rasgo bien evidente para recordarnos que es un ser distinto.
Me volví a dejar crecer la barba.
Ahora con el Covid-19 se recomienda, incluso en documentos oficiales, suprimir el vello facial. Eliminar lo mismo barbas largas y patriarcales, barbas poéticas a lo Whitman, que barbas muy recortadas y finas.
No se ha anunciado si el lavado de cara sería suficiente para evitar llevar de un lado al otro al bicho.
En fin, habrá que conocer la recomendación final, tal vez se dará en alguna de las reuniones de prensa que se realizan todos los días por la tarde. O en una mañanera.
No deja de ser un poco inquietante. La barba ha sido un símbolo de identidad personal, pensemos lo mismo en Venustiano Carranza y en Lincoln que en Santiago Creel, los políticos la han usado como parte de su imagen pública.
Actores como Russell Crowe o Mel Gibson han incorporado luengas barbas a un look que puede gustar o no, pero que identifica. Gaspar, en “Los Simpsons” no sería quien es si no acompañara a su voz rasposa una canosa barba.
El mejor ejemplo es Luke Skywalker, que en su lejano retiro optó por un estilo de vello facial más bien relajado, reflejo de quien se ha alejado de cualquier tentación mundana.
Aún no tomo una decisión. Si la instrucción de quienes saben de estos temas es que hay que seguir el dictum de Pedro el Grande, aquel Zar que mandó rapar las barbas a sus súbditos, habrá que obedecer.
Y volver a sentir esa sobrecogedora sensación de no ser yo quien está parado frente al espejo…