Casi siempre he trabajado en el sitio en el que he vivido. Es decir, hogar y oficina o taller o estudio o lo que haya sido en su momento, perennemente han estado bajo el mismo techo. En mi juventud, casi puberto, laboré en un edificios de oficinas, siempre me parecieron asfixiantes, quizá por eso decidí estudiar algo que me llevara a la libertad, a la colectividad organizada, al campo libre, pero ahí tampoco encontré la salida a los espacios abiertos, y es que la agricultura y la ganadería no son especialmente importantes para el empleo profesional, seguramente el rezago en la tecnificación del campo se debe a un cierto romanticismo histórico o a algún extraño rescate de las tradiciones agrícolas que nunca acabe de entender. Finalmente estudié el campo en un aula y de las ilusiones sólo quedó el ansia palpitante.
Años más tarde la búsqueda siguió siendo las misma pero ahora con un matiz mas sofisticado y encontré resguardo temporal en el arte. Teatro, música, producción escénica y discográfica y claro fotografía y sí, encontré mucha paz y una sensación muy cercana a la libertad… por momentos. Y es que en el arte estás sujeto a mil factores externos que no están bajo tu control y dependes siempre, más allá de tu talento, de la gente que de alguna manera sacará algún provecho de tu trabajo físico e intelectual. Así que esa libertad a medias es un yugo a medias también.
A partir de ahí estudié oficios buscando una cierta autonomía y decidí buscar la libertad hacia adentro y no en la calle, además, de calle ya tenia muchos miles de kilómetros recorridos de oficina en oficina robándole alguna migaja a la burocracia: yoga, meditación, fotografía, carpintería, plomería y demás cursos crearon una esfera ideal para la búsqueda de la libertad anhelada y he aquí que en este semi aislamiento voluntario tropiezo con un evento internacional de magnitudes aparentemente colosales que me exige el aislamiento. Así que a mi habitat cotidiano sólo he agregado el cubrebocas.
He ido aprendiendo muchas cosas a partir de este aislamiento ya no voluntario, pero tampoco obligatorio más bien sugerido. Y de esta dicotomía he comenzado a observar y a re-observar conductas que me parecen muy particulares de la conducta humana. No, no soy especialista en la materia, pero tengo la capacidad de observar y emitir mis propios juicios bajo mis propias perspectivas. El ser humano es un bicho que no puede vivir aislado pero por todos los medios perjudica a los que lo rodean, es egoísta y dependiente, se expande y extermina todo lo que esté a su paso y conserva y cosecha lo que perjudica a sus congéneres con tal de hacerse de un lugar más alto en la estructura social, sea lo que sea lo que esto realmente quiera decir, nace, crece, se reproduce, invade, extermina y deja sólo desolación.
¿Qué somos realmente los humanos? En la escala universal somos menos que un microbio, una partícula apenas tangible y, sin embargo, con una capacidad destructiva millones de veces mayor a nuestro tamaño. El planeta que nos tocó habitar, tan hermoso, tan diverso, está en manos de los seres humanos, millones de los cuales están enfermos, pero no de padecimientos infecciosos ni exóticos, sino del peor mal que existe: la avaricia.
No tengo duda de que somos un macro virus para un planeta que está luchando por deshacerse de nosotros antes que nosotros acabemos con él. Y que se defiende con glaciaciones, con inundaciones inéditas, con calores extremos y, claro, con pandemias.
No parece haber otro camino que la extinción del género humano. En primer lugar a consecuencia de la ambición de muchos congéneres, y en segundo, porque el mundo, más temprano que tarde, se sacudirá de la fuerte gripe que le hemos provocado durante tanto tiempo. Sí, nosotros somos el virus maligno, no el Covid-19.