Mis abuelos, Totón y Mami, tuvieron dos hijos, mi mamá y mi tío Armando. Mi tío, un poco más joven que mi madre, es arquitecto. Su presencia es uno de mis recuerdos más antiguos.
¡Cómo nos marcan las personas en nuestras vidas! Seguro es que no quieren hacerlo, y tal vez justo cuando lo intentan no lo logran; son esos pequeños detalles diarios u ocasionales los que se nos quedan grabados, y en cierta medida nos hacen ser quienes somos.
Mi tío solía visitar seguido a mis abuelos, y ahí estábamos nosotros. O íbamos a su casa. Es una persona alegre que se convierte sin esfuerzo en el alma de la fiesta, dentro de una familia, los Grajales, que solía hacer reuniones grandes, en las que iba desde la bisabuela hasta el más pequeño de los bisnietos. Con toda la parentela política además.
Siempre fue un puente entre generaciones. No igualado sino confiado, a todos nos trataba con afabilidad y cariño.
Recuerdo su colección de discos de José José y el estupendo sistema de sonido que tenía. Le hacía plena justicia a esas grabaciones juveniles del Príncipe de la canción, cuyo padre por cierto era queretano. También recuerdo sus viajes, de los que siempre me regalaba, también a mis hermanos, algún detalle realmente bonito, además de sus anécdotas; y viajar con él era muy divertido.
Su gusto en materia de puros es impecable. En esa materia le he aprendido mucho. La alegría, con todo, no es una prenda tan poco común. No es la única que tiene mi tío.
Uno de sus rasgos es la solidaridad. Cuando mi madre enfermó gravemente, por varios años, no sólo la visitaba, sino que también asumió los costos económicos durante buena parte de su enfermedad. Puedes imaginar lo que es eso…
No pretendo ninguna originalidad al contar mi historia familiar, algo que he hecho en otras columnas; más bien lo que quiero es hablar de esas personas, esas experiencias, que al pasarme a mí estoy seguro que te han pasado a ti.
Tío Armando, gracias por ser y estar.
