Uno de mis intereses personales es el de la migración como fenómeno humano y, particularmente, lo que pasa con las personas que migran de forma irregular. Para la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), un migrantes es “una persona que se traslada fuera de su lugar de residencia habitual, ya sea dentro de un país o a través de una frontera internacional, de manera temporal o permanente, y por diversas razones”; sin embargo, es una palabra que se usa para imponer una identidad en personas que dejan sus lugares de origen de forma irregular.
No hablamos de un migrante cuando nos referimos a una persona de negocios que ha venido a invertir en México, ni de una persona profesional que trabaja en nuestro país, ni de una persona con grado académico de doctorado que es investigadora; en ese caso son personas que se reconocen por esas actividades. Tampoco decimos que un estudiante alemán de intercambio o que estudia toda la carrera en México es migrante.
La palabra se usa en nuestro lenguaje común con desprecio para calificar y señalar a una persona que viaja a pie, sin documentos y se le niega la posibilidad de contar su historia para entender por qué tuvo que salir de su lugar de origen. También la usamos para quienes van a Estados Unidos sin visa y trabajan para conseguir lo que aquí no se puede.
Nos dan miedo porque nos recuerdan que cualquiera de nosotros podríamos caer en la misma situación. Pensemos en los sirios hace 10 años cuando no imaginaban que habría una guerra en su país; no tenían razones para migrar, no estaban obligados a desplazarse, pero hoy millones de ellos tratan de llegar a Europa. Otro ejemplo es el de los venezolanos que han dejado su país en números que sobrepasan los 4 millones.
Es indispensable que pensemos la discriminación hacia el “migrante” con un enfoque ético, con la propuesta de Martin Buber (1974) para reconocer al Tú que hay en el otro, dotarlo de humanidad, reconocerlo como igual. También nos hace falta pensar en ese miedo que se refleja en la aporofobia que es el “rechazo, aversión, temor y desprecio hacia el pobre, hacia el desamparado que, al menos en apariencia, no puede devolver nada bueno a cambio” (Cortina, 2017). La aporofobia y la discriminación no son conductas naturales, son aprendidas y son responsabilidad de todos los sectores de la sociedad trabajar para terminar con ellas como prácticas.
BIBLIOGRAFÍA
Buber, M. (2017). Tú y yo. Barcelona: Herder editorial
Cortina, Adela (2017). Aporofobia, el rechazo al pobre. México: Grupo Planeta.
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