Autoría de 12:17 pm Memorias Peregrinas - Andrés Garrido

El Querétaro Intervenido (II) – Andrés Garrido del Toral

El 18 de junio de 1862 se instaló la Junta Suprema de Gobierno para integrar el triunvirato encargado del Poder Ejecutivo, en tanto la nación llamaba a quien debería ocuparlo permanentemente, además de nombrar también a los miembros de la Asamblea de Notables. Para el primero de esos fines, la junta se decidió por don Juan N. Almonte, el general Mariano Salas y el arzobispo de México don Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos.

Finalmente, el 2 de julio designó a los 215 notables llamados a modificar el curso de la historia mexicana. Días más tarde, el 8, los notables decidieron la adopción de la forma monárquica de gobierno; que la corona imperial se ofreciera al príncipe Maximiliano de Habsburgo, y en el caso de no aceptar “la nación mexicana se remitía a la benevolencia del emperador de los franceses para que le indicase otro príncipe católico”.

Necesitaban ser grandes sinvergüenzas para suscribir ese acuerdo, pues remitirse a Napoleón para que él indicase “otro príncipe católico” si Maximiliano no aceptaba, era reconocer públicamente que Maximiliano era el candidato de Napoleón, y que ellos se plegaban y plegarían obedientemente a sus órdenes.

Entre el pueblo que lanzaba “vivas” a Forey, y los “Notables” con decisiones como ésa, se justificaba que el jefe del cuerpo expedicionario llamara “pueblo inofensivo” al mexicano. Era lo menos que Forey podía pensar de aquella gente, del pueblo por pueblo y de los supuestos notables por notables. Pero tampoco hemos mejorado mucho desde entonces. Hoy mismo sugieren algunos opulentos caballeros que la nominación de nuestros presidentes se haga de acuerdo con Washington, para ahorrarnos problemas y asegurar nuestra prosperidad y bienestar.

Las dificultades entre Forey y la Regencia surgieron de inmediato, no por cuenta de Almonte, sólo un empleado de Napoleón, ni por causa del general Salas, un adoquín, sino por culpa de don Juan Bautista Ormaechea, en funciones de regente mientras el arzobispo Labastida volvía del destierro.

Napoleón premió la hazaña de Elie Forey en Puebla, mayo de 1863, con el mariscalato, sustituyéndole por el general Aquiles Bazaine, que si como militar fue malo, y lo probó siete años más tarde en el campo de Sedán, como político, mediador entre los intereses franceses y los mexicanos, resultó una verdadera calamidad. Aunque en su beneficio digamos que la empresa de “reconciliar a los mexicanos” que Napoleón le confió, al salir de París, no habría tenido feliz término ni en manos de un genio de la política, pues la tal “reconciliación” tropezaba con el obstáculo insuperable de que ni los liberales ni los conservadores deseaban “reconciliarse”.

El mismo Bazaine encendió la mecha a poco de llegar, el 15 de octubre, al exigir a la Regencia la circulación de los pagarés derivados de la adjudicación de bienes clericales, es decir, aplicar las muy liberales Leyes de Reforma. Es natural que el arzobispo Pelagio Labastida, ya en su puesto de la Regencia adoptara una actitud intransigente, y en la junta del 20 soltar a la lengua al hablar del “desaliento” que esas medidas provocaban entre “los únicos amigos” que tenía la Intervención, refiriéndose por supuesto a los eclesiásticos y ultraconservadores. Mas el belicoso arzobispo fue más lejos al puntualizar la medular contradicción del nuevo orden de cosas.

Las palabras de Labastida no tienen desperdicio, y encierran el drama de la Intervención. El error de perspectiva era total, pues como la Iglesia y los conservadores se sentían autores del nuevo orden de cosas, se resistían a admitir que el único autor de la intervención era el emperador de los franceses, y como tal dictaba la política de la intervención sin tomarles en cuenta.

Los planes de Napoleón, y de los promotores de la intervención, coincidían sólo en cuanto a la eliminación de Juárez. En todo lo demás aspectos, Napoleón favorecía la difusión de los principios liberales en México, e inclusive llegó a decir que la intervención no “deshonraría la bandera de Francia ante los ojos de Europa”, para indicar que no estaba dispuesto a adoptar en México posiciones ultramontanas.

En las instrucciones del 17 de agosto de 1863, dirigidas a Bazaine para su misión en México, es patente el propósito del emperador: inspirar confianza en el país, y cuidarse de no comprometer a Francia con “una política reaccionaria y exclusiva”.

Los franceses estaban en México para deponer a Juárez, imponer a Maximiliano y reconciliar a los partidos bajo la bandera del imperio. En todo ellos no figuraba para nada derogar las leyes de Reforma, favorecer a los conservadores, enemistarse con los liberales y mucho menos figurar ante el mundo como defensor de los derechos temporales de la Iglesia.

Ni los conservadores habían acudido a Napoleón III para que les reconciliara con los liberales, ni estos estaban dispuestos a prestarse al experimento. A partir de la Guerra de Reforma, era una quimera pensar en fórmulas de “reconciliación” entre los mexicanos. Todavía Porfirio Díaz lo quiso hacer guardando las Leyes de Reforma y la Constitución de 1857 en un cajón de su escritorio cerrado a siete llaves.

En Francia se suponía la existencia de un partido conservador mexicano moderado, con gente del tipo de Juan Nepomuceno Almonte, pero gente como él no tenía seguidores en México, y por eso don Juan Nepomuceno no pasó de ser un representante personal del emperador de los franceses, hombre pagado por el imperio galo. Almonte encarnaba la política de la intervención bajo la fórmula: “Todo con Francia: nada sin ella”, tan lógica que los conservadores –profundamente ilógicos- no podían hacer suya. Ellos querían emplear a Francia como instrumento. Como si el ratón pudiera servirse del león para sus fines.

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Last modified: 24 septiembre, 2021
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