Autoría de 10:10 pm Víctor Roura - Oficio bonito

También hay escritores que no saben escribir – Víctor Roura

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El que escribe debe corretear a las erratas, no las erratas al que escribe, porque los antiguos oficios del cuidado de edición están ya extinguiéndose, si no es que ya están extintos.

No existen las erratas voluntarias, por supuesto. Por algo, la definición de una errata es la “alteración de la forma ortográfica correcta” por un descuido, o dos, o tres, o cuatro descuidos, del encargado final de la edición. La errata, asimismo, también puede ser un producto fatal de un fallo mecánico. La errata es el antagonismo del buen decir visual, porque en la oralidad no se le llama errata a los equívocos de la lengua. La errata es visible, la voz es audible: por eso cuando uno habla no es posible mirar sus defectos, sino sólo oírlos.

Pero también hay distracciones que pasan por erratas, aunque su nombre, en este caso, debe ser otro, probablemente desmemoria, o alteración histórica, o desmedida confianza del intelecto que yerra gravosamente, o qué sé yo.

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Para evitarlas, a las erratas, están, supuestamente, los correctores de galeras, que están debajo de los correctores de estilo, que están debajo de los jefes de redacción. En ese orden. Porque en el cuidado de las letras también existen escalafones para su exhibición.

Sin embargo esta cuadratura se ha extraviado, o de plano perdido, desde la bendita aparición ―¡oh, milagros de la era de las redes sociales!― de los soportes digitales, por los cuales se ha procedido a eliminar esta figura esencial (la del corrector de galeras, que es decir la del cuidador, o cuidadora, final de edición) para el buen acabado impreso o electrónico. “Lierario” en vez de “Literario”. “Directra” en vez de “Directora”. “Ama” en vez de “Arma”. “Insacuable” en vez de “insaciable”. En fin.

Lo que me ha dado pie para pensar de nuevo en la responsabilidad literaria (estuve a punto de escribir lieraria, que viéndolo bien puede clasificarse como un perfecto neologismo cuyo significado puede ser liar arias vocales), que debe asumir enteramente lo escrito sin esperar ni un solo respaldo, ni apoyo, ni consideración, ni consejería, de nadie: lo escrito por sus manos, que son guiadas por su cabeza, es únicamente responsabilidad suya, de modo que la errata, si aparece, es también una invención suya: la errata es una creación del que escribe, no un accidente en su prosa.

3

¿Qué habría sucedido, de no existir el oficio del editor, si se hubieran pasado directamente los originales de una Elena Poniatowska o de un Juan Rulfo a la imprenta sin haberlos supervisado con minuciosidad un corrector?

Los libros estuvieran atestados, barrocamente, de graciosas e inesperadas erratas.

Pero hay correctores, también, que escriben con faltas ortográficas. En el diario unomásuno, por ejemplo, el propio jefe de galeras cometía uno que otro atropello redaccional.

¿Cómo es posible ello?

Las cosas así suceden, a veces.

Lo mismo hay reporteros que no saben escribir, poetas que no saben dónde acentuar correctamente las palabras, periodistas que no leen libros, conductores de noticias que jamás han salido a la calle a reportear y, cómo no, correctores que no saben corregir.

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Tratado así el asunto, cualquier corrector está en su derecho de exculparse de estas cuestiones erráticas. Por eso hay, luego, correctores que deciden marcharse, y se van con la muina de los cargos en su contra, libres de culpabilidades, insaciables (estuve a punto de escribir insacuables, que viéndolo bien puede clasificarse como un perfecto neologismo cuyo significado puede ser la persistente cuantificación de las cosas) en su desdoro semántico: desde su perspectiva, el trabajo suyo no consiste precisamente en evitar estos deslices sino en corroborarlos, asimilarlos, ignorarlos. Porque este oficio, el del cuidado último de la edición, es una especie en peligro de extinción, y para confirmar esta circunstancia sólo basta pasar por encima la vista de los miles de portales en la red.

Pero antes estos revisadores de edición eran sumamente importantes. Por ejemplo, si a Gabriel García Márquez se le hubieran publicado sus libros sin el cuidado de un corrector, su obra toda estuviera regida por, y sumida en, las erratas. No fue así, para fortuna suya, y nuestra, pues tuvo siempre el cuidado de un buen, y admirable, corrector, hoy inundado, su oficio, en el marasmo del extravío virtual.

(No sé qué habrá dicho el director de Bellas Artes cuando le informaron, hace más de tres lustros, que en la cartelera del suntuoso palacio se apuntaba que la dirección de la Orquesta Sinfónica Nacional iba a ser presidida por… ¡Fransisco Savín! Así: Fransisco, con la sinuosa s y no la caravanesca c. Probablemente el corrector ni se dio por enterado, o culpó a otro para defenderse a sí mismo, que es muy dado en el departamento correspondiente echar la bolita a quien pudiera dejarse, porque es raro que el corrector admita su culpabilidad, antes que eso acusa al corrector de estilo o, peor aún, al jefe o jefa de redacción.)

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Debido a estas ausencias del antiguo noble oficio en las salas de redacción (cada vez menos, porque la comunicación digital ha aislado a los escritores recluyéndolos en sus casas, incluso antes de esta inesperada calamidad pandémica que ha venido a dificultar, aún más, las relaciones humanas), la responsabilidad escritural sólo es de quien escribe, no de cuidadores de edición. Porque, ahora ya lo sabemos, el periodista está para corretear a las erratas, no para que las erratas lo correteen a uno.

En mi libro Oficio bonito, en el capítulo dedicado a las erratas… ¡cometo tres lindas erratas! Porque el editor ha dejado pasar el manuscrito tal como se lo remití en un acto de generosa confianza suya hacia mi escritura.

Y esas cosas no se las perdona uno.

6

Nunca olvido una trilogía de Sergio Pitol, reunida en un libro editado por Alfaguara, ¡donde no había una sola página que se librara de numerosas erratas!

Tratándose de Pitol, y siendo una figura de cuidadoso prestigio, jamás leí nada acerca de esta horrorosa lectura, ignorando, de por vida, si los gazapos (innumerables, en apelmazada fila continua, pavorosa) saltaban, alegóricos y punzantes, por yerros de un somnoliento corrector o porque, sencillamente, así escribía Pitol y, confiados los de la editorial (como mi editor confía en mí), soltaron el manuscrito tal como les había llegado.

Porque sucede, errando numerosas veces, que uno cree que el escritor escribe con pulcritud, que por eso es escritor, que por algo es combativo en las conferencias, por algo viaja por el mundo, por algo ofrece talleres literarios…

Pero se lleva uno sorpresas.

Así como luego el plomero le arruina el baño tratando de destapar una cañería, o un carpintero deja coja una silla del comedor, o un ejecutivo del banco no sabe cómo resolver un problema de números, o una burócrata de Telmex no sabe cómo explicar el aumento cada mes de uno o dos pesos en el recibo, lo mismo hay escritores que no saben escribir sin que los lectores ni cuenta se den.

Pero también hay, o había, correctores de galeras que escribían con faltas ortográficas. O reporteros con ninguna idea de la utilidad de los signos de puntuación. O incluso de editores que no saben editar, o demoran horas editando seis párrafos.

De todo, como en la viña del Señor.

7

Alguna vez escribí correctamente, en La Jornada, “El jardín de los senderos que se bifurcan”, de Jorge Luis Borges, pero por alguna razón inexplicable apareció publicado “El jardín de los senadores que se bifurcan”. ¿Cómo se entremetió esa a que turbó el contexto?

Los duendes de la imprenta, decíamos alborozados.

Porque no había otro argumento, pues resultaba que nadie era, o se hacía, responsable de aquel deterioro.

En el viejo unomásuno debimos haber publicado un cable noticioso que anunciaba que se habían encontrado unos frescos románicos de principios de la era cristiana, pero en lugar de eso los lectores leyeron que se habían encontrado unos “refrescos aromáticos” del principio de la era cristiana.

¡Esos duendes de las galeras no lo dejaban a uno en paz con sus aviesas travesuras!

Pero la contemporaneidad digital ha acabado con ellos. Porque ahora las erratas han retoñado con entera libertad. Ahora parece que las erratas las cometen los propios autores, sobre todo en los portales que no cuentan con editores (¡pero cuántos anunciantes proliferan en esas páginas digitales, por Dios!) ni, mucho menos, correctores de estilo (pero a los anunciantes siempre les ha importado poco la escritura, ciertamente). ¡Y luego, como en todos los oficios del mundo, hay editores que no saben editar!

8

Una persona masculina, como dicen las autoridades policiacas, me contó una vez, compungida, que una prostituta no sabía cómo hacerle el amor, y que las frecuentaba porque su esposa no sabía cómo hacer el amor. Le dije que probablemente él tampoco lo supiera, entonces. Porque hay maridos que no saben cómo serlo, como también hay cantantes que no saben cantar, ni bailarines bailar, ni fotógrafos que sepan fotografiar, ni reporteros que sepan reportar, ni conductoras de noticias que sepan leer las notas que tienen enfrente. Con decir que ya es común dar noticias recurriendo a supuestos y rumores sin que nadie se asombre por ello. Que haya periodistas que cobran por cada información que airean es un lugar común en la actualidad. Y nadie se dice alarmado por ello.

¡Cómo entonces, caray, no va haber escritores que no saben escribir!

VÍCTOR ROURA

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Last modified: 18 octubre, 2021
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