Sin lugar a dudas, la leyenda mexicana que más impacta el ánimo de los infantes mexicanos es la de La Llorona, la cual hemos oído sentados en las piernas enjutas de nuestros abuelos o en furtivas escapadas nocturnas en lugares oscuros; la oímos también ateridos de miedo de parte de un compañerito. ¡Cuántas veces envalentonados con los humos del alcohol, en noches de tertulia en Cadereyta o en el barrio de San Sebastián, los parroquianos hablábamos de ella y hasta con interjecciones dignas del infierno le invocamos para que se nos apareciera!
Por ello, en agosto de 1981, me armé de valor y con un alipús entre pecho y espalda me di a la tarea de buscar a dicha señora en una noche de luna a la orilla del río en la huerta de la familia Flores, en Tolimán, acompañado de mi inseparable amigo de aventuras ─desde la niñez─ Alonso Núñez Hernández. La idea era entrevistarla para la afamada revista de loterías de culturas populares y averiguar el porqué de su leyenda. Estábamos muy machitos esperando a la chillona cuando a las dos de la mañana vemos acercarse a nosotros, como flotando sobre el suelo, una silueta femenina con un vestido largo, de estatura alta, con el pelo negro y largo tapándole la cara. Con los ojos desorbitados nos atrevimos a preguntarle ¿Quién eres? Ella contestó: “La que andas buscando con tu verijudo compañero y que lleva casi cinco siglos apareciendo por el cielo nocturno de todo México”.
Con trémula voz y balbuceando penosamente le expliqué mi idea de hacerle una entrevista para una digna revista queretana, y lo aceptó, con la sola condición: de que no le fuera a cambiar nada, porque si no respetaba y el acuerdo iba venir a jalarme de las greñas u otra parte de mi cuerpecito cualquier noche de luna llena. También advirtió que no utilizara grabadora alguna por su baja voz de ultratumba no es registrada en los aparatejos modernos y que me pusiera a escribir como los reporteros de antes, no como Alejandro Guillén, El Diablo, que todo lo deja a su santa memoria. Que no me modernizara, como ya lo hicieron don Jorge Vargas Sánchez y mi director Sergio Arturo Venegas Alarcón.
Emocionado y nervioso comencé a preguntarle por el origen de su leyenda por precursores de ella, y me contestó: “La diosa azteca Cihuacóatl aparece muchas veces como una señora compuesta con unos atavíos como se usaban en el palacio virreinal y decentemente de noche voceaba y bramaba en el aire… Los atavíos con que esta mujer aparecía eran blancos, y los cabellos los tocaba tal manera que tenía como unos cornezuelos cruzados sobre la frente, y al enumerarse los agüeros con los que se anuncia en México la llegada de los españoles y la destrucción de Tenochtitlan, el sexto pronóstico fue que de noche en noches oyeron voces, muchas voces, como de una mujer angustiada y que en llanto decía: “¡Oh, hijos míos, que ya ha llegado vuestra solución!” Y otras exclamaba: “¡Oh, hijos míos, ¿dónde os llevaré para que no os acabáis de perder?!” Estos agüeros o presagios, entre ellos el de la mujer llorosa, ocurrieron 10 años antes de la llegada de los españoles, pero para el destacado historiador Miguel León Portilla dichos sucesos tuvieron lugar a partir de 1517, es decir, dos años antes de la llegada de Hernán Cortés en nuestro territorio. Éste fenómeno fue oído muchas veces y muchas noches.
De estas versiones prehispánicas de La Llorona no podemos hacer a un lado la hermosa leyenda maya del caminante del Mayab, donde Guty Cárdenas en la música y Médiz Bolio en la letra, recrean la antigua conseja de que una nube blanca que vino y que se fue cantaba con voz de mujer y que la llaman IXTABAY. ¿Qué me dice de eso? “Seguramente ustedes los descreídos hombres del siglo XXI van a salir con la explicación de que se trata de emanaciones de materiales gaseosos en los cenotes y los chillidos son de monos y de chachalacas. ¡Pobres de ustedes! A propósito jovencito, en el año de 1508 aparecieron sobre la gran Tenochtitlán las fantasmas llamadas tlacahuilome, aunque coincide que en el año de 1517 tuvo lugar el antecedente de La Llorona, versión prehispánica”, me respondió asertiva. Me atreví a mencionarle las diosas vaticanas que se parecen en la antigua Roma, en la colina donde precisamente hoy se encuentra el Vaticano, y con una mirada de enojo me traspasó los ojos como diciéndome: “Chinche malinchista”.
Ya entrado en confianza le argumenté que la diosa Cihuacóatl era llamada también Quilaztli, y se decía que los indígenas creían que esta deidad había sido la primera mujer que tuvo hijos en el mundo, la cual siempre parecía gemelos… “Era estimada como grande o si desean que se deja ver muchas veces cargando sobre las espaldas un niño en una cuna”. Cabe mencionar que no nos refiere esta versión a las apariciones como presagio de la conquista ni mucho menos con lamentos y lloridos. Era una simple aparición material no auditiva.
Le comenté que Jerónimo de Mendieta atribuye al demonio a ser causante último de tales portentos y profecías, por lo que la señora llorona solamente me dijo: “Qué simplista ese fraile”.
Para otros autores, estos presagios son obra de la naturaleza que anuncia “con misterios y proféticos murmullos” lo que está por venir en el contexto de grandes convulsiones, le espeté, por lo que me contestó un tanto molesta: “Nosotros, los seres de luz y los seres de oscuridad o sutiles estamos conectados con el universo y todos sus seres. Que no vea el que no ve y no oiga el que esté sordo”.
Apoyando sus palabras le suelto ya más relajado que no hay que olvidar esta clase de hechos también fueron presenciados en la Roma antigua, en los años anteriores al nacimiento de Cristo, coincidiendo con los hechos mexicanos en que la diosa madre de los romanos también fue vista en noches de luna llena deambulando por la metrópoli. A esta afirmación me responde con los ojos entrecerrados como diciéndome indejo: “Te digo que todo está conectado en el universo y no solamente en el plano al que ustedes le llaman planeta Tierra. Por supuesto que lo que pasa en Roma repercute en México y viceversa”.
Le comento que algunos intérpretes de esta leyenda mexicana creen encontrar en ella el lamento de la cultura vencida; también, el arrepentimiento de la Malinche por la supuesta traición a los de su raza al haber servido Hernán Cortés. Te pregunto señora: ¿eres tú doña Marina o la Malinche? Me contesta muy segura: “Efectivamente, hay quienes dicen que yo no soy otra que la famosísima Malinalli que llora por remordimiento, pero se olvidan los autores chismosos, quienes sostienen esta versión, que Malitzin no traicionó a nadie, pues como todas las naciones de lo que hoy es México, yo guardaba un odio infinito a los opresores mexicas”.
Artemio del Valle-Arizpe en sus Leyendas de las calles de México te ubica a mediados del siglo XVI, cuando henchías el aire de clamores sinfín, ante las conjeturas y afirmaciones que iban y venían por ti de todos los rincones de la Nueva España. Aseguraban muchos que tú habías muerto lejos del esposo a quien amabas con fuerte amor, y que vienes a verle llorando sin alivio, porque ya estaba casado de nuevo, y que de ti borró todo recuerdo; también, varios cronistas afirmaban que eres el ánima de una mujer que nunca pudo lograr desposarse con un buen caballero a quien querías, pues la muerte no te dejó darle tu mano, y que sólo a mirarlo tornabas a este bajo mundo, llorando desesperada porque él andaba perdido entre vicios, como mi compadre Chino García me dijo. “¿Qué me puedes decir de estas versiones? Sin descubrirse el rostro más que a la altura de los ojos, tapada con su gran cabellera me contestó: “Ni que fuera Paquita la del Barrio o la insaciable de Lupe D’Alessio”.
Insisto y le digo que muchos referían que eras una desdichada viuda que se lamentaba así porque sus huérfanos estaban sumidos en lo más negro de la desgracia, sin lograr ayuda de nadie; no pocos eran los que creían que eras una pobre madre quien le asesinaron todos los hijos y que sales de la tumba a vengarlos; gran número de parroquianos sostienen al calor de las copas, en noches de ronda, que tú habías sido una esposa infiel y que, como no hallabas quietud ni paz en la otra vida, vuelves a la Tierra a llorar de arrepentimiento; o bien, numerosas personas contaban que había sido una ejemplar esposa a quien el marido celoso asesinó con un puñal empujado por injustas sospechas. ¿Te sientes identificada con alguna de esas versiones? Dame tu respuesta por favor, porque México lleva casi 500 años esperando desvelar el misterio.
Con la mirada fija en mi amigo Alfonso Núñez, El Verijas, nos contesta que va a hablar por primera vez y únicamente con la verdad: “Yo era una mujer española, originaria de la península ibérica, llamada María Luisa de Olivos, que en un arranque de locura y celos de muerte di muerte a mis pequeños hijos a la mitad del siglo XVI. Una vez que maté a mis pequeños retoños me suicidé en el río de Los Remedios, en la capital de la Nueva España y nadie pudo encontrar mi cadáver, ya que quedó atorado entre unas raíces subacuáticas y mi cuerpo se fue desintegrando por la acción de la humedad y para ser utilizado como alimento por varias especies de peces. Lógico que mi espíritu atormentado y culpable no llegó al plano de la luz celestial y estoy viviendo en el segundo plano, en el que solamente hay tristezas, odios, rencores, apegos, lágrimas y oscuridad, porque los que ignoramos violentamos los principios más sagrados de Dios y del universo. Me convertí entonces en el asunto de los noctámbulos novohispanos, y una vez que sonaba el toque de queda en las catedrales o parroquias los habitantes del reino se encerraban en sus hogares o mesones a piedra y lodo. Hasta los viejos soldados conquistadores no se atrevían a trasponer el umbral llegada la hora temible. Mi lamento era largo y agudo y, según las crónicas, venía y viene de muy lejos conforme iba acercándome poco a poco. Muchos valientes se atrevieron a cerciorarse de quién era el ser que lloraba de modo tan plañidero, quedando algunos locos y otros muertos del susto, pero hubo poquísimos que pudieron narrar lo que contemplaron. Tenía ─ y tiene─ mi espectro la figura de una mujer, envuelta en un flotante vestido blanco y con el rostro cubierto con velo levísimo que revolaba en torno de los trasnochados al fino soplo del viento; cruzaba parsimoniosamente por varias calles y plazas de la ciudad, unas noches por unas, y otras por distintos rumbos; alzaba los brazos con desesperada angustia, retorcía la cara para lanzar aquel trémulo grito que sembraba angustia en todos los pechos. El grito más lastimero lo daba al llegar al Zócalo de la hoy Ciudad de México y allí me arrodillaba vuelta la cabeza al oriente, inclinada como si besara el suelo, llorando con ansiedad; después me iba en silencio y desaparecía hasta llegar al agua en cuyas orillas me perdía; nadie se explicaba si yo desaparecía en la orilla o sumergiéndome en las aguas. El caso es que al abandonar este mundo por la puerta falsa me fui a ese segundo plano gris de sufrimiento”.
Poncho y yo escuchábamos atónitos a nuestra entrevistada, agradeciendo con nuestra actitud su predisposición a comunicarnos su historia. Después de una breve pausa prosiguió: “en el medio rural mexicano mi lugar preferido son los ríos en las noches de luna; es tanto mi dolor que ante mis gritos el ganado y humanos y todos los animales huyen en desbandada; me han visto sentada al pie de una cruz o sentada en una peña sollozando; salgo en forma misteriosa de las grutas y cuevas, y dicen los borrachos a quienes me encuentro que tengo cara de caballo o de mula al voltear el rostro. Fue el año de 1862, aquel donde no había casi poblado o aldea mexicanos en el que no se comentaran episodios más o menos novelescos acerca de mis apariciones; La Llorona era representada según la imaginación del narrador, pero la opinión más seguida era que mucha gente me había visto a las altas horas de la noche, y más en las noches de luna”.
Me doy espacio para decirle que una versión queretana de La Llorona es narrada por don Valentín al escribir que una mujer llamada Rosalía, “a quien le tocó un marido de costumbres depravadas, el cual, en un arranque de celos, le dio muerte en unión de sus dos hijitos, y esta era la causa de su penar. Se le veía, más que correr, volar a cierta altura del suelo, cubierta con un ropaje blanco, descubierta la cabeza con su larga cabellera suelta y descompuesta, agitada por el viento que su vertiginosa carrera producía. De esta manera atravesado en pocos segundos la ciudad, dando de tiempo en tiempo, tristes y lastimeros ayes…”, don Valentín Frías jamás la oyó –obvio, por su edad- de manera personal, pero cuenta que su nodriza sí la oyó una noche a la una de la mañana en que el propio historiador, recién nacido en ese entonces, mamaba del pecho de dicha persona. Algunos parroquianos se atrevían a decir que la vieron salvando tapias o que sobrevolaba un templo y que en diez minutos estaba llorando en la vecina población de Celaya. Por cierto que el propio don Valentín hace alusión al presbítero Jesús Narváez, residente del pueblo de Apaseo el Alto, y que en los años de 1862 a 1864, según dicho del propio religioso, encontró a La Llorona en una de las céntricas calles de Celaya. “Supo que era, porque la persona que lo acompañaba lo afirmó y su traje ─el del espectro─ y ademanes eran conforme la leyenda entonces en boga”. La versión más popular, según don Valentín, era que La Llorona llegaba a una esquina y le preguntaba el guardia en turno “qué hora era”, y si éste decía determinada hora, el espantajo contestaba la hora aproximada en que estaría en otro lugar. Relata también nuestro historiador que “Se descubrió por unos paseadores nocturnos que se propusieron cogerla, que era un hombre que portaba una armazón alta revestida de mujer y la cual le llegaba a las rodillas, quedando la parte baja libre y teñida de negro, para que al correr se viese como que aquel espectro andaba por el viento. De esta manera y con sus ayes lastimeros fingiendo voz de mujer, al paso de la noche y con tantos episodios que a diario se contaban de ella, robaba por los barrios a los transeúntes, y debido a todas estas circunstancias que favorecían su intento, robó muy a su placer sin que nadie le estorbase”. También de don Valentín le platico a mi Llorona la referencia a un calendario publicado en México, en 1864, y que trae al final una leyendita acerca de La Llorona, a la que un guardia nocturno de la Ciudad de México, llamado Dominguillo, logró herirla y atraparla. Llevada al juzgado resultó ser un ladrón que se valía de este medio para facilitar sus fechorías y por las cuales le dieron seis años de prisión. En mayo de 1901, don Valentín Frías señalaba como innegable que los hechos de La Llorona en el Querétaro de 1862 sí sucedieron, y que aún existían personas que podían dar fe de ello. También califica como irrefutable que capturado el ladrón cesaron los espantos de La Llorona.
Como cansada de oír mi perorata, la señora Llorona nos dijo que si bien muchos maleantes se han aprovechado de su leyenda para cometer atracos a la gente humilde y sencilla de espíritu, nunca ha dejado de aparecer y gritar por todo México mientras nos sigamos matando unos a otros, odiando a nuestros hermanos, lastimando los indígenas, explotando niños, traficando con personas y envenenando nuestros cuerpos y a la naturaleza. Que su grito no es solamente el de la raza vencida, sino el de la madre triste por ver que sus hijos violentados y asesinados por la conquista, el choque brutal de dos culturas y las distintas luchas armadas, no se levantan con empeño de un trauma que debería de curarse y que en lugar de luchar por un futuro promisorio seguimos clavados en nuestras tristezas y vicios.
Termina la entrevista de manera brutal cuando la señora emprende el vuelo y nos deja como moraleja las siguientes palabras: “¡Mexicanos…! ¡O toman conciencia y mejoran en lo individual y colectivo o se los lleva la chingada! ¡Les vendo un puerco chillón…!