Si hablamos de una tecnología que destacó en 2020 esa fue la videoconferencia, que se ha vuelto la herramienta habitual en nuestro país desde marzo pasado. La emergencia sanitaria se propaló por distintas naciones y continentes, trastocando hábitos diarios del grueso de habitantes del planeta, convirtiendo a la videoconferencia en una tecnología indispensable para sobrevivir a la pandemia.
Sin embargo, la videoconferencia tiene un sabor rancio, el término nos retrotrae a los años sesenta del siglo pasado, cuando en medio de la denominada guerra fría, la teleconferencia apareció como una herramienta capaz de ayudar a los mandos políticos y castrenses de Estados Unidos a seguir actuando en caso de un ataque nuclear por parte de la desaparecida Unión Soviética.
De hecho, la primera videoconferencia se dio en 1964 en la Feria Mundial, en Queens, Nueva York, cuando los Laboratorios Bell presentaron por primera vez el Picturephone y efectuaron el primer uso público de una videoconferencia. Eso sirvió para advertir que la misma estaba condenada a ser en el futuro una poderosa herramienta de comunicación, pero no tuvo el éxito estimado.
Desde la última década del siglo XX y la primera del XXI, las aplicaciones de teleconferencia y videoconferencia afloraron, servicios como Skype, WeChat, Facebook Messenger o FaceTime son algunos de ellos. Si bien es cierto que algunas empresas y grupos de personas las usaban, en realidad su mayor uso estaba centrado en conversaciones entre dos personas; para quienes ya las utilizaban han sido, si se quiere ver de esa manera, herramientas que los prepararon para las videoconferencias grupales impuestas por las restricciones y el confinamiento derivado de la expansión de la Covid-19.
Muchos sectores fueron sorprendidos por las políticas generalizadas de confinamiento, por lo que se hizo muy cómodo responder a la emergencia con la videoconferencia, había una oferta amplia de servicios y aplicaciones que en muchos casos son gratuitos y están al alcance de cualquier usuario de internet. Para quienes requerían soluciones más robustas, por ejemplo en el caso del sector educativo, se acudió a otras como la hoy imprescindible Zoom, en su versión de paga.
La empresa Zoom fue lanzada en 2011 y demostró que no siempre el «que pega primero, pega dos veces», como dice un eslogan en el mundo de los negocios, ya que llegó tardíamente al mercado de las videoconferencias pero ha sido la que se ha vuelto fundamental en estos tiempos: pasó de 10 millones de usuarios en 2019 a más de 400 millones de usuarios en junio de 2020.
Pero a medida que el uso de la videoconferencia se ha multiplicado, como respuesta expedita y sencilla para mantener el distanciamiento físico, afloran las críticas y las dificultades derivadas de su uso recurrente, en particular, de que su utilización deja fatigados a sus usuarios, quienes sufren de una presión profesional y están sometidos a una perpetua vigilancia en línea.
Todo el que se precie de estar actualizado en tiempos de la Covid tiene que tener un domicilio en la república Zoom. La videoconferencia surgió acompañada de promesas, que haría la vida más fácil, que ofrecería mejor calidad de vida y facilitaría un mayor rendimiento. Pero como dice la historiadora Ruth Schwartz Cowan (bit.ly/3hhZkDy), eso mismo se suponía que harían los electrodomésticos, que liberarían tiempo a las amas de casa, pero al final terminaron por crearles más trabajo.
Si bien el mundo real fuera del ciberespacio se resquebraja, se desmorona por la propagación del virus, el mundo digital aparece más funcional y operativo, pero desembocando en estrés sobre todo cuando Zoom ha dejado de ser una opción para devenir en una obligación. Pero aún no sabemos si realmente incrementa el rendimiento, por ejemplo en el campo educativo no lo conocemos, todavía estamos por medir su verdadera contribución: si realmente ha logrado equipararse o superar a la vía convencional o presencial.
Pero más allá de estas consideraciones, detrás de las críticas expresadas por la fatiga generada por el uso de Zoom, lo que sobresale no es una mera crítica a una interfaz, que siempre será perfectible, sino la expresión de un clamor existencial por el contacto físico, por que las interacciones no sean únicamente digitales o estén mediadas por pantallas.