Autoría de 11:59 am José Antonio Gurrea C. - De Memoria

En las entrañas del monstruo (I de IV) – José Antonio Gurrea C.

En memoria de José Alfredo Holguín, luchador por los derechos de los mexicanos que han tenido que huir del país debido a la violencia. Sobrevivió a las agresiones del crimen organizado y pudo escapar hacia Estados Unidos en 2011, sin embargo, en ese país fue vencido por el Covid, hace apenas unos días.

Garita de Santa Fe, frontera Juárez/El Paso. El sujeto vestido con camisola verde olivo y pantalones del mismo color revisa una y otra vez tu pasaporte, cambia de páginas con suma lentitud, escudriña los sellos que ahí aparecen, se detiene en la visa estadounidense impresa en la última página, y cuando piensas que te dará la anhelada luz verde para pasar “al otro lado”, voltea a verte con arrogancia y superioridad, llama a uno de sus compañeros y le comienza a hacer ininteligibles comentarios sobre el documento.

Ahora son dos los sujetos que te miran de arriba a abajo y te examinan con mirada inquisidora. Observan como estás vestido, fijan la atención en tu chamarra, en tu camisa, en tus pantalones, clavan su mirada en el arete que traes incrustado en el lóbulo de la oreja izquierda, reminiscencia de tu pasado rockero. No sólo te incomoda la mirada escrutadora de ambos individuos, también te preocupa, pues te hacen sentir como un delincuente. Has escuchado tantas historias sobre los abusos de la tristemente célebre Border Patrol que no te extrañaría que te encerraran y te torturaran.

Estás preocupado e incómodo, cierto, pero también molesto, indignado. No entiendes el porqué de tanta dilación, el porqué de ese trato humillante. Tu visa es legal. Cumpliste un farragoso proceso para que te la entregaran. ¿Por qué, entonces, no me dejan ingresar a Estados Unidos y punto?, te preguntas a punto de perder la cordura.

El segundo sujeto regresa a su escritorio, y el individuo que te estaba atendiendo en un principio se queda nuevamente solo.

Ahora eres tú el que lo observas. Es moreno, de nariz achatada, ojillos como rendijas y corte de cabello estilo militar. Lees su nombre bordado en la camisa verde olivo: Sam Pérez Rodríguez.

En ese preciso instante, al advertir que lo miras, el sujeto comienza a manotear y extiende los brazos, urgiéndote en un español con fuerte acento texano:

“Enséñeme su comprobante de domicilio y su comprobante de ingresos”.

A la molestia y la incomodidad ahora sumas el desconcierto. No comprendes lo que ocurre. Le explicas que no eres residente de Ciudad Juárez y que, por ello, no cargas con esos documentos.

Pero Sam vuelve a la carga: “Si no me muestra esos documentos no puede pasar”.

Te cargas de paciencia y le expones que vives en la Ciudad de México, y que en la embajada de su país ya cumpliste con todos los procedimientos y requisitos para que te otorgaran la visa: desde el llenado de kilométricos formatos (donde, por cierto, te interrogaron, entre otras cosas, sobre supuestos nexos con el terrorismo); el pago de más de tres mil pesos para obtenerla; la observancia de un sinnúmero de requisitos como la entrega de estados de cuenta bancarios, cartas de recomendación, fotografías, impresión de huellas dactilares, lecturas de retina… y, por supuesto, los comprobantes de domicilio y de ingresos salariales que, ahora, te exige.

Pérez Rodríguez parece no escuchar y sigue en lo suyo. O le enseñas esos documentos o no hay paso hacia la “tierra prometida”. Mandas la mesura a volar, y, levantando ligeramente la voz, le dices que quieres hablar con uno de sus superiores.

Es evidente que el policía no esperaba esa reacción, pues hay cierta confusión en su mirada. Cuando te das cuenta de su desconcierto, vuelves a atacar y le repites la dosis.

Titubeante, el oficial de migración se dirige hacia el fondo de la oficina y habla con una mujer morena, cabello teñido de rubio platinado.

La mujer se acerca a la ventanilla donde te encuentras y arrogante se dirige a ti como si fuera la propietaria de tu existencia y de tu porvenir:

«Mi compañero ya le dio a conocer los requisitos. Necesitamos su comprobante de domicilio y un recibo de sus ingresos, o al menos uno de esos documentos… ¡Si no, no hay paso!», exclama quien, ahora sabes, se llama Jennifer Chávez Sánchez, pues lees su nombre bordado en su camisola verde olivo.

Piensas que es en vano, sin embargo te escuchas repitiendo, tan dócilmente como es posible, que no resides en Juárez, que eres de la Ciudad de México, que ya entregaste esos documentos en la embajada gringa, que innumerables veces has pasado por garitas como la de Nogales y San Diego y que jamás, lo enfatizas, te había ocurrido eso.

“Lo que hagan los compañeros de otras áreas no nos interesa… aquí las reglas son otras”, te responde tajante.

Estás en shock. Piensas que esto es surrealismo puro, por lo que permaneces en silencio incapaz de articular algún otro contraargumento.

Jennifer te barre con la mirada y se alza de hombros, antes de darte la espalda y encaminarse hacia el fondo de la oficina. Hasta ese momento reparas en que Sam siempre ha estado ahí y que además ha recuperado su inicial altanería:

«Ya escuchó a la boss. Ahora, hágase a un lado que hay mucha gente que atender.»

Habías leído que no hay otro lugar en el mundo más humillante para un mexicano que la garita de Santa Fe. Si aún albergabas dudas, éstas han sido disipadas.

Arrastrando los pies, caminas hacia las bancas que se encuentran en la sala de migración y te sientas a punto de desfallecer. No puedes creer que esto esté ocurriendo. De nada te ha servido, carajo, tramitar tu visa y buscar ser un legal citizen. Para ellos, sólo por ser mexicano –y pese a que ellos o sus padres o sus abuelos también lo son– eres un ilegal alien, y así te sientes, como un extraterrestre sin derecho alguno. ¡Cuánta frustración! ¿A quién recurrir si ellos son las autoridades?

Estás casi resignado a dar media vuelta, regresar a Juárez y abortar el reportaje que harías en territorio gringo. Sin embargo, como último recurso comienzas a buscar desesperadamente en tu Whats y en tu correo electrónico algún documento que te pueda servir de salvoconducto.

Recorres uno a uno los mensajes recibidos en las últimas semanas, cuando en tu correo aparece, de pronto, tu boleto de avión de regreso a la Ciudad de México fechado una semana más tarde.

Hallar ese documento te regresa un poco la esperanza, por lo que te encaminas hacia la ventanilla decidido a humillarte y a mandar la honra de paseo. Paciencia y mesura, te repites a ti mismo a cada paso que das.

Mientras le muestras a Sam el boleto que aparece en la pantalla de tu celular, haces una sonrisa tan hipócrita que sientes vergüenza de ti mismo. El oficial de la Border Patrol te ve con desprecio, sin embargo, toma tu móvil, lo observa y sin dirigirte palabra alguna se encamina hacia el escritorio de Jennifer.

Desde el mostrador, ves que ambos oficiales ven el celular y voltean a observarte, por lo que desde donde te encuentras les lanzas una expresión de súplica, de agradecimiento adelantado. La falsa rubia platino ve tu celular, hace una mueca de fastidio y le dice algo a Sam. Éste, quien hace un mohín que parece de desagrado, regresa a la ventanilla y te solicita el pasaporte. Cuando temes lo peor, Pérez toma un sello, lo estampa en la penúltima página: “Admitted” y te regresa tu documento.

No lo puedes creer. Te dan ganas de gritar y pegar un salto para sacar todo el estrés acumulado, pero te contienes. No quieres darles espectáculo a esa panda de inhumanos policías.

“Tuvo suerte, le cayó bien a la boss, pero si por mi fuera, usted nunca hubiera recibido permiso para pasar a mi país”, te escupe en la cara Sam Pérez Rodríguez, férreo defensor de que en “América” perviva por siempre la pureza étnica anglosajona.

Sientes ganas de mentarle la madre, pero en lugar de eso esbozas una sonrisa, quizá de satisfacción, tal vez de sarcasmo e ironía, acaso de impotencia, más probablemente producto de una mezcla de sentimientos encontrados.

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Last modified: 22 marzo, 2022
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