Garita Deconcini. Frontera entre las dos Nogales. ¡Qué desesperante! Llevamos hora y media formados en una fila que no avanza. Son las 10 am y nos urge cruzar la frontera, pues a mediodía tenemos una cita con Peter Yocupicio, el chairman —especie de gobernador— de Pascua Yaqui Tribe, una reserva de la tribu yaqui asentada en más de mil acres al suroeste de Tucson. En ese lugar residen cuatro mil de los alrededor de 14 mil integrantes de esa tribu que viven en Arizona.
Ha sido una entrevista largamente solicitada tanto por la reportera Amalia Escobar como por este narrador. Periodísticamente la historia es muy atractiva. En unos años, los yaquis que viven en Estados Unidos pasaron de habitar en jacalitos de carrizo, como sus hermanos de Sonora, a contar con un emporio turístico que tiene casinos, hoteles, restaurantes y hasta un campo de golf.
Queremos indagar como se dio este proceso. Sin embargo, estamos atorados en esta garita. Esta exasperante tardanza para ingresar hacia territorio estadounidense tiene una sola explicación: la minuciosa revisión a que la patrulla fronteriza somete a cada vehículo. Falta poco más de un año para que Trump llegue al poder, pero tal parece que los burócratas de esa agrupación ven en cada mexicano a un violador, a un criminal, a un narcotraficante.
Aunque cruzando la frontera aún tenemos que recorrer los 110 kilómetros que separan a Nogales de Tucson, Luis Cortés —no sólo avezado fotógrafo y conductor, sino también integrante de la expedición junto con Amalia— calcula optimista que una vez traspasando la garita estaremos en una hora como máximo frente a frente con Yocupicio.
Además de estresados, nos encontramos agotados. Una noche antes Luis y este reportero volamos desde la Ciudad de México a Hermosillo, pues ninguna línea área mexicana cubre la ruta hasta Nogales. Una vez en aquella capital rentamos un auto, buscamos un hotel, dormimos unas tres horas, y a las 5 am nos dirigíamos a la casa de Amalia para recogerla.
Desde la capital sonorense a esta frontera recorrimos 300 kilómetros en poco más de tres horas. Es decir, alrededor de las 8:30 am ya nos encontrábamos en Nogales. Pero una vez ahí hemos tenido que soportar la demora que provoca la abusiva inspección.
Pese a que tanto Amalia como Luis han cruzado varias veces esta garita y debieran conocer a la perfección usos y costumbres de los oficiales gringos de migración, ambos coinciden en que nunca habían sufrido esperas tan largas.
Constatamos lo que ya hemos leído: durante el periodo de Obama la política migratoria se ha endurecido, y más en una zona neurálgica como lo es Arizona, uno de los pasos más usados por los sin papeles para adentrarse en Estados Unidos a través del desierto por donde caminan por días hasta llegar a las ciudades.
A los mexicanos con visa que quieren cruzar a territorio gringo por las dos garitas de Nogales les espera una escrupulosa revisión que en ocasiones raya en la humillación.
A los indocumentados, un muro de rejillas de hierro traído de Vietnam y del Golfo Pérsico con una altura de cinco a nueve metros, además de cámaras montadas en postes, radares, drones y sensores de vibración. Sólo faltan las minas antipersona y los estanques repletos de cocodrilos y pirañas.
Finalmente cuando faltan cinco minutos para las 11:00, tiempo apenas justo para llegar a nuestra cita, logramos llegar a la caseta de migración. Pensamos que la pesadilla está por terminar, cuando en realidad apenas comienza.
Uno de los oficiales, de apellido Reyes, nos pide nuestros pasaportes, al tiempo que nos avienta preguntas como ametralladora: ¿a dónde vamos? ¿Qué vamos a hacer? ¿Cuánto tiempo vamos a estar en Estados Unidos? Nos sentimos en un examen a título de suficiencia, pero le informamos con detalle del trabajo periodístico que vamos a realizar. De hecho hacemos énfasis que el chairman nos espera en una hora y apenas tenemos tiempo para llegar.
Como respuesta, Reyes, quien parece no escucharnos, revisa los documentos con detenimiento. Ve la fotografía que aparece en el pasaporte y enseguida observa nuestro rostro para comprobar que se trata de la misma persona. Checa las visas y el formulario I-94, tramitado días antes por Internet y que es un permiso requerido para adentrarnos más allá de 25 millas en territorio gringo.
Después, se asoma al interior del auto, se aleja y habla por un walkie-talkie. Se vuelve a acercar y sin entregarnos nuestros papeles nos pide que avancemos unos 50 metros, hasta donde se encuentran más agentes y otro puesto de control. Preocupados, nos comenzamos a mirar entre sí. Ninguno de los tres entendemos qué ocurre.
Al llegar hasta ese lugar, con el brazo extendido hacia abajo otro oficial nos indica que detengamos el auto en el lado derecho del camino. Cuando paramos la marcha del motor ya no es uno sino cuatro los agentes que rodean el carro. Luis baja el cristal delantero del lado izquierdo y un policía de apellido Lozano nos pide, con malos modos, que bajemos de inmediato.
Abrimos las portezuelas y comenzamos a descender. Lozano, Vázquez, Pérez y Martínez nos ordenan dejar celulares, carteras, llaves, mochilas, equipo fotográfico, ¡todo!, ¡absolutamente todo! Por inercia, Amalia agarra su bolsa de mano, pero uno de los burócratas le grita: ¡también la bolsa!
Antes de ser ingresados a una especie de minúscula celda, volteó hacia el auto. A los cuatro agentes se han sumado otros dos más. Uno de los recién llegados jala de una correa a un canino que de inmediato comienza a olfatear nuestro vehículo. Lo irónico de la situación no deja de sorprenderme: para estos sujetos, mexicanos o de ascendencia mexicana, haber nacido al sur de la frontera es sinónimo de ser narcotraficante.
El oficial de apellido Martínez abre la reja de la celda y nos ordena que ingresemos. Una vez que estamos adentro azota la puerta y desde un control remoto pone el seguro a la cerradura digital. Es decir, nos encierra como si fuéramos delincuentes. ¿Por qué tanta humillación innecesaria? No me lo explico.
Durante varios minutos, Amalia, Luis y este reportero permanecemos en silencio. Estamos en shock y no atinamos a pronunciar alguna palabra. Amalia es la primera en hablar y se pregunta cuánto tiempo nos tendrán encerrados en ese lugar. Luis externa su preocupación por las dos maletas de equipo fotográfico valuado en cientos de miles de pesos.
Al poco rato, la conversación entre los tres gira en torno al supremacismo blanco y la añeja violencia anglosajona contra los mexicanos. Lo que no entendemos es la actitud tan hostil de los mexicanos o de los gringos de origen mexicano hacia sus congéneres. Es muy posible, aviento a manera de hipótesis, que sientan que ya han logrado concretar su american dream y ven a los extranjeros provenientes del supuesto tercer mundo, ya sea sin papeles o con visa, como una amenaza a sus fuentes de empleo y, por ende, a su seguridad económica, a su zona de confort. Más allá de conjeturas concluimos que todo este asunto requiere de varios estudios sociológicos y psicológicos aún por realizarse.
Pasan 20, 25 minutos, cuando el mismo Martínez abre la reja y nos pide que salgamos. Sigo furioso y conmocionado. No sólo es el maltrato al que hemos sido sometidos. Ya pasan de las 11:45, por lo que es imposible llegar a tiempo con el jefe yaqui. Hemos perdido la cita buscada por lo menos durante tres meses.
Tengo ganas de desandar mi camino y regresar a México. Por ello, cuando Amalia, en automático, les da las gracias a los arbitrarios agentes, externo en voz alta, casi a gritos: “¿Por qué les das las gracias? Estos policías de quinta nos han humillando, nos han faltado al respeto. No debemos agradecerles, sino exigirles una disculpa”. En mi yo interno tengo ganas de que me encarcelen, de que me deporten, y tener más argumentos para poder escribir de su violencia y de sus abusos.
Dos de los agentes escuchan mis palabras de enfado y clavan sus miradas de inquina en mi persona. Antes de abordar el auto les sostengo la mirada por unos breves segundos. Sin embargo, de ahí no pasa. La Border Patrol no me expulsa del “paraíso” ni tampoco me condena al fuego eterno.
Sobre el tablero del vehículo se encuentran los pasaportes con el sello de que hemos sido admitidos. Poco importa. Los ánimos están por los suelos, pero aún así arrancamos en busca de un milagro: hallar al chairman yaqui. La hora y pico de trayecto permanecemos casi en silencio, totalmente decaídos. Sólo abro la boca para ofrecerle una disculpa a Amalia, ella me ofrece otra por haberles agradecido a los policías la pisoteada que nos propinaron.
Pese a los esfuerzos de Luis llegamos a Pascua Yaqui Tribe a las 12:55. Un ayudante del jefe de la tribu nos informa que Yocupicio nos esperó hasta las 12:20. Le explicamos lo que ocurrió, pero él sólo se encoge de hombros y nos dice que llamemos la próxima semana para hacer una nueva cita. Intentamos conversar con alguna otra autoridad, pero el único que puede hablar con los medios es el gobernador.
Con una triple dosis de frustración a cuestas recorremos la reservación que da la bienvenida a los visitantes con una enorme e icónica estatua del bailarín yaqui interpretando la danza del venado. Caminamos por las avenidas limpias y perfectamente trazadas, llenas de altísimos saguaros. Vemos las viviendas que habitan los yaquis, que han dejado el carrizo por el muro block. Se trata de casas de clase media urbana con sus atrapa sueños en la puerta de entrada, entre otros detalles autóctonos.
Nos internamos por las áreas deportivas. Ahí hallamos familias enteras yaquis —los dos padres, los hijos— jugando beisbol en canchas semiprofesionales perfectamente equipadas. Están totalmente integrados al american way of life, con su ropa deportiva y sus tenis de marca. Los padres todavía hablan algo de español; los hijos, sólo inglés y un poco de yaqui. Del idioma de Cervantes no hay conocimiento ni interés alguno.
Tratamos de dialogar con los habitantes de la reserva, armar algunas de sus interesantes historias de vida. Pero está claro que éste no es nuestro día, pues nos ven con recelo y nos responden con monosílabos.
Tampoco tenemos suerte con los empleados del hotel o de los restaurantes. Se trata de una organización muy centralizada. Y tienen que pedir autorización al chairman, al vicechairman o a los integrantes del consejo tribal para hacer declaraciones.
Antes de dejar la reservación, recorremos por fuera el Casino del Sol, al que no hay forma de ingresar pues sólo abre viernes y sábado por las noches. Éste emplea a alrededor de dos mil personas, 80% son yaquis, y las millonarias ganancias se destinan para becas a estudiantes, apoyos sociales e infraestructura.
Permanecemos entre Arizona y Sonora cinco días y escribimos varias piezas periodísticas, entre ellas una crónica de este lugar. Sin embargo, el reportaje de los yaquis que viven en EU tendrá que esperar mejores tiempos, pues la ansiada nueva cita no se concreta pronto (Amalia regresaría a hacerlo meses más tarde).
Por la tarde, frustrados, exhaustos, vejados, indignados, regresamos a territorio nacional, donde aún nos espera la cereza en el pastel de la humillación:
El viaje en sentido inverso —es decir, de norte a sur— es la mejor muestra de la relación asimétrica e injusta entre ambos países. Si cruzar la garita de sur a norte nos llevó casi tres horas y media, desde Estados Unidos hacia México no requiere más de cinco minutos, y a veces —si el recorrido se hace a pie, como pudimos constatar días después—las autoridades migratorias mexicanas ni documentos piden.
Nota: Dos semanas después de esta experiencia en Arizona, Donald Trump anunció su decisión de contender como candidato republicano a la presidencia gringa, precisamente con un discurso racista y xenófobo donde habló de construir un gran muro porque “México manda a Estados Unidos drogas, crimen, violadores…”
En nuestro país muchos se sorprendieron por la virulencia de sus palabras. Tras lo vivido en las entrañas del monstruo, a mí no me asombró en absoluto, como tampoco lo hizo su posterior victoria, lograda gracias al voto latino.