¿Acaso te has hecho esta pregunta?, ahora que por todos lados se habla de cuáles vacunas lograron inducir anticuerpos o del desarrollo de una primera terapia bastante eficaz contra la Covid-19, que consiste en anticuerpos monoclonales. Es curioso porque, aunque la mayoría de nosotros tenemos la idea de que un anticuerpo es una sustancia que puede inactivar un bicho o un veneno (lo cual es correcto), también es común tener una sensación de incertidumbre al escuchar tanta información sobre el tema. Y, ¡no es para menos! Los anticuerpos han representado uno de los “acertijos” más fascinantes en el campo de la inmunología.
Para un vistazo a vuelo de pájaro sobre lo que es un anticuerpo, transportémonos a su descubrimiento: corría el siglo XIX cuando la investigación en microbiología estaba en efervescencia. Gracias a la disponibilidad de microscopios lo suficientemente potentes, se identificaban a los microbios causantes de las enfermedades más importantes de la época, dándose paso al nacimiento de la infectología. Fue en este contexto que dos jóvenes investigadores del Instituto Koch de Enfermedades Infecciosas en Berlín, Emil von Behring y Shibasaburo Kitasato, encontraron algo que representaría uno de los mayores parteaguas de la medicina: cuando un animal se exponía a dosis o formas inocuas de toxina tetánica, en su suero se producían sustancias capaces de neutralizar lo que causara la enfermedad.
Lo mismo ocurrió en el caso de la difteria, una enfermedad respiratoria causada por otro bicho. Es decir que, al exponerse a un organismo patógeno, un animal era capaz de secretar en el suero sustancias que son terapéuticas. Con más sorpresa, von Behring encontró que tal protección a la enfermedad podía ser transferida de un animal a otro, e inclusive de una especie a otra. ¿Te imaginas? Esos hallazgos dieron origen a toda una revolución en tratamientos terapéuticos. Baste decir que, hasta la fecha, este tipo de sustancias representan el mercado más jugoso y el de mayor crecimiento de todos los productos biotecnológicos.
No se sabía en aquella época qué clase de sustancias eran esas antitoxinas o antivenenos, pues la bioquímica apenas iniciaba también, pero su aplicación no se hizo esperar. Muy pronto, Paul Ehrlich, otro investigador del mismo centro de investigaciones, comenzaría a producir los llamados “antisueros” a gran escala, para uso en humanos (te contaré que mi abuela contaba haber conocido, en Veracruz, a una persona que se salvó del tétanos gracias a un antisuero). Paul Ehrlich, quien se interesó mucho en los mecanismos involucrados en la formación de estas sustancias, acuñó para ellas el término anticuerpos (del alemán anti, contra y körper, cuerpo). Por si fuera poco (y entre otras cosas), Ehrlich también descubrió que una madre era capaz de proteger a su neonato, transmitiéndole anticuerpos a través de la leche, y sentó las bases para el control de calidad en la producción de biológicos.
Una de las primeras características observadas con los anticuerpos era su especificidad: resultó que su poder neutralizante servía únicamente para atacar el patógeno contra el que se habían generado, pero no para otro. Así, tener anticuerpos protectores contra una gripe no contribuye en nada para defendernos contra la toxina tetánica y viceversa.
Pero ¿cómo podía ser así? Se encontró que los anticuerpos eran proteínas, esa clase de moléculas que incluyen hemoglobina e insulina. Posteriormente se supo que cada proteína está codificada por un gene. Pero, si son más de un millar los distintos agentes patógenos que pueden infectarnos, ¿cómo podríamos tener esa cantidad de proteínas distintas, específicas para estructuras de cada bicho? No hay genes suficientes en un humano para tal diversidad. La pregunta no era fácil, tanto así que su respuesta fue objeto del premio Nobel para su autor, el japonés Susumu Tonegawa, en 1987. Sin embargo, ¿me creerás que, sondeando con estudiantes de matemáticas, muchos de ellos logran intuir fácilmente cómo podría un individuo fabricar tantas proteínas con tan pocos genes? Y es que la respuesta es muy del ámbito matemático – se trata del uso de arreglos combinatoriales, en este caso para formar proteínas (anticuerpos) con genes “partidos” en distintos fragmentos, y todos ellos combinados al azar. En otras palabras, tendremos células que producen anticuerpos con los mismos genes, pero el resultado será una serie muy diversa de anticuerpos.
En fin, mucho se podría decir sobre anticuerpos: que las técnicas de cultivo celular y de ingeniería genética han dado paso a la producción de anticuerpos homogéneos y más seguros que los presentes en un antisuero; que se han descubierto anticuerpos resistentes al calor y a la desecación, prometedores para su uso en zonas remotas. Pero me quedo con esa idea: gracias a los procesos combinatoriales, cada persona tiene el potencial de fabricar alrededor de 1,000 millones de anticuerpos distintos. Las células para producirlos ya están allí (sí, ya las tiene cada uno de nosotros), solo hace falta activarlas, y para eso están las vacunas.
REFERENCIAS:
- Carrara, S.C. et al. (2021) DOI: 10.1016/j.ijpharm.2020.120164
- Kaufmann, S.H.E. (2019) DOI: 10.3389/fimmu.2019.00684
- https://investor.lilly.com/news-releases/news-release-details/new-data-show-treatment-lillys-neutralizing-antibodies
La autora agradece el apoyo de CONACyT (Proyecto Ciencia de Frontera 53395) para la realización de investigaciones sobre inmunotecnologías para vacunas y diagnósticos en el Centro de Física Aplicada y Tecnología Avanzada.