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No pudo haber sido otro sino José Alfredo Jiménez (1926-1973) quien, en unas cuantas definitivas líneas, incorporara al tequila como tema ineludible de la canción popular mexicana (endecasílabo perfecto, además): “Estoy en el rincón de una cantina / oyendo una canción que yo pedí. / Me están sirviendo ahorita mi tequila, / ya va mi pensamiento rumbo a ti”, con lo cual, además de la inmediata identificación del receptor doliente (o no doliente, basta con que sea medianamente melancólico para recordar que alguna vez atravesó exactamente por esa situación, o, imaginativo, no dudará de que en un futuro, por esas cosas tan amargas que nos pasan cuando un corazón paga mal, tal como en efecto dice el sabio José Alfredo, estará acaso en condiciones similares, o indeciblemente peores), da a suponer, por la grácil e irrebatible metáfora, que en este mundo —y el señalamiento no es un lamento, ni una queja, ni un plañido, ni un resentimiento, sino la confirmación de una irrefutable premisa— la vida no vale nada: ¿quién no llega a la cantina exigiendo su tequila y exigiendo su canción por la pérdida de la fe, y no necesariamente religiosa, a causa de la traición tan conocida que nos deja un mal amor?
Venga, pues, el tequila para redimir los oprobios infectados del amor.
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Después de la exaltación tequilera de José Alfredo, composición —“Tu recuerdo y yo” es su título— estrenada en 1952, cualquier otra referencia precedente sobre esta bebida se vio potencialmente disminuida, si es que acaso hay, o hubo, alguna canción con similar vigor.
Vicente T. Mendoza (1894-1964), por lo menos, no documenta ni una en sus antologías sobre los corridos, que dan cuenta, sí, de accidentes, desastres, fatalidades, alevosías, tragedias y todo tipo de asesinatos, producidos muchos, en efecto, por alegóricas borracheras, mas no por una particularidad tequilera, que es, lo sabemos, la bebida con la que México se identifica en el mundo; o, mejor, es la bebida alcohólica con la que los extranjeros identifican a los mexicanos, tal como ocurre desde el inicio de las grabaciones discográficas, aunque a veces confundan la categoría gramatical, como sucede en España (y por lo tanto en la mayoría de los diccionarios en castellano), adjudicándola como voz femenina (la tequila, tal como dice Joaquín Sabina —1949— en una canción suya) en lugar de la masculina (el tequila), como lo menciona la mayoría de los mexicanos… dándose incluso los gravosos casos de tergiversar o alterar la acepción, como lo hizo el cantante ecuatoriano Julio Jaramillo (1935-1978) en la pieza “¡Ay, mexicanita!”, donde, a la letra, dice: “México tiene una cosa que no sé, será porque le dieron el tequilo o el sabroso pulque que lo hace renacer”, aunque lo más probable es que su tequilo (aquí sí no quedaría la configuración femenina: la tequilo, de manera que, afectando su terminación, de plano el cantor de Guayaquil lo definió como quiso poniendo punto final a la discusión bastarda de su posible afeminamiento —del tequila, no de Jaramillo) haya sido, quizás, una excepcional fusión innombrada de menjurjes hipnóticos.
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El colombiano Lisandro Meza (1939), en su cumbia “El taco”, también confirma la apreciación de Jaramillo, si bien la corrige y la puntualiza: sí, los mexicanos de nadie son enemigos pero si los buscan, cómo carajos no, los pueden endiabladamente encontrar, sobre todo porque tienen, como el tequila (que “es muy bravo”), la “sangre caliente”. De ahí que Meza, aligerando las relaciones, invita al mexicano, tuteándolo, a “botar tus penas al viento, tomate un tequila y ponete a bailar”.
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Y eso, lo de la festiva alegría tequilera (aunque los oftalmólogos se empeñen en decir que el tequila, de todas las bebidas con sopor alcohólico, es la que más puede dañar los ojos a su paciente), todos lo saben, ya por propia experiencia, ya por experiencias ajenas, como también lo ha admitido Luis Eduardo Aute (1943-2020), quien en su indiscreta canción “Cinco minutos” confiesa que en tan sólo 300 segundos, gracias a la ingestión del tequila (bajo “la Luna de Tepoztlán”), “los relojes huyeron del tiempo” haciéndolo despertar hasta el amanecer, perdidos los “arrojos en tus negros ojos heridos por el dolor”, teoría confirmada por su colega Joaquín Sabina, antiguo bebedor recalcitrante de tequila hasta un poco antes de su [afortunado] breve derrame cerebral, quien a su vez dice, en su canción “Seis tequilas”, que le hace “falta una mujer” y, por supuesto, ahora ya “le sobran seis tequilas” porque sabe precisamente, vaya si no, de sus efectos parsimoniosamente incuerdos, secuela memorizada por Alfredo Gutiérrez (1943), otro ilustre colombiano, acaso el de mayor profusión alcohólica en sus contenidos musicales a lo largo de la historia de los felices vallenatos, quien ha recopilado concisas frases en sus piezas que no dejan ningún lugar a la duda acerca de su indeclinable afición a la bebida: “Si el mar se convirtiera en aguardiente —dice—, en él me ahogara para morir borracho”, para luego proclamar, en otra canción, que “si la cruda no se me acaba la mato con otro trago”.
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Alfredo Gutiérrez no se arredra cuando afirma, cumbieramente, que “todos los días” vive “en un mar de licor”, de ahí que no nos extrañe hallar al tequila en su catálogo: durante un aniversario más con su amada (“cuando quisiste andar, te tuve que sujetar; cuando yo quise andar, el mundo empezó a girar”), unas “copas de tequila, una cervecita y un buen ron” fueron los ingredientes básicos para su gozosa celebración en la pieza, de Edwin Alvarado, “Borrachitos de amor”.
Pero hay quienes, olvidados de la melancolía josealfrediana, se vuelven irascibles con el trago, como Maná, cuyo protagonista, en su composición “Clavado en un bar”, pregunta dónde demonios se encontrará la “maldita” que lo abandonó, razón por la cual está soltando sus“penas” bebiendo “tequila pa olvidar y sacudirme así el dolor”.
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No todos, por supuesto, controlan lo que beben, sino más bien al contrario, al grado de que existieron dos grupos de rock con el apetecido nombre del licor producido por el maguey, y casi simultáneamente, durante la década de los setenta del siglo XX, tal vez incontrolados por la ingesta de su rock: Tequila se llamó un conjunto mexicano y Tequila también una agrupación española, no sabemos si el primero con la calurosa intención de llevar inherente el sabor azteca o por sus afectos domésticos, si bien el europeo llevó ese nombre por lo segundo, por las graciosas y sagradas consecuencias del suculento brebaje.
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Como también lo saben los miembros de ese perfecto grupo norteamericano denominado The Eagles, que en su canción “Tequila sunrise” se refieren a la bebida como una maravillosa fórmula para mirar el Sol durante toda la noche.
“Oh tequila I turn to you like a long lost friend”, canta también ese correcto cuarteto estadounidense autonombrado Phish, que entre el jazz roqueado y las sonoridades experimentales pudo sobresalir de entre la mediana estatura actual del pop anglosajón.
(El tema tequilero, si no constante, ha sido incluido en una docena de canciones, con intermitente fortuna, desde una voz dulce como la del cantante country texano Jim Reeyes —fallecido a los 40 años el 31 de julio de 1964— hasta las atmósferas roqueras de una sólida banda como la de Steely Dabn.)
Las menciones pueden ser numerosas, pero lo que importa es que las canciones en torno al tequila invariablemente van a tener, así como han tenido, una cierta dosis de extravío personal, de modo que los comportamientos, amorosos o fraternos, juerguistas o inductivos, puedan ser justificados de manera coherente, pues dicha bebida, consumida, es capaz de producir lo mismo la más lúcida actitud que la más inlucida compostura, no en balde, hasta hoy, el disco que ha exaltado al tequila (a la tequila, al tequilo) de una forma suprema, significativa, procede de la inspiración de una mujer: Lila Downs (1968), que en su compacto La cantina (2006), lleno de sinuosidades e insinuosidades alcohólicas (¡y otra mujer, Betsy Pecanins —1954-2016—, es la única cantante que ha honrado el nombre de esta bebida en dos de sus grabaciones: Efecto tequila, de 1995, y Tequila azul y batuta, de 2003, como si no le hubiese bastado a esta excepcional blusera una primera tributaria mención), ha logrado, Lila Downs, la meta que José Alfredo no pudo conseguir, a pesar de su milagrosa persistencia verbal: que el tequila derrame incansablemente su aroma luego de cada interpretación, sin por ello inducir al descarriado extravío.
(En 2011 el roquero español Enrique Bunbury —1967— dio a conocer su álbum Licenciado Cantinas con versiones muy suyas de compositores latinoamericanos imbuidos en los asuntos de las bebidas alcohólicas y sus entornos amorosos.)
Finalmente cada quien, decía José Alfredo, se sirve una copa o muchas más; después de todo, cada quien piensa seriamente si se va, o no, a emborrachar. Cada quien, pues, es de acuerdo a los grados que subvenciona el tequila; cada quien es según lo que beba, o lo que deje de beber.
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Las referencias musicales a las bebidas son infinitas, ciertamente. Tal vez debiera aguzar el oído para volver con el tema ahora con el ron, el vodka o el mezcal (la champaña, o el champán, viene sobretodo en piezas anglosajonas). O las canciones con las cervezas, pero tendría que delimitar los géneros y las calidades (¿incluir, por ejemplo, a Pesado con su Desde la Cantina?), lo cual conllevaría densas y espesas discusiones, creo.