HISTORIA: PATRICIA LÓPEZ NÚÑEZ/LALUPA.MX
FOTOS: GUILLERMO GONZÁLEZ
A Gustavo lo rechazan algunas personas porque cuando habla parece “borracho o drogado”. Tiene parálisis cerebral que empezó después de su primer año de vida, cuando una infección estomacal le provocó una fuerte fiebre. Después de encerrarse en su casa durante 10 años por la depresión y dejar cinco carreras truncas, hoy es jefe de personal, se hace cargo de las redes sociales del sitio donde trabaja y es un exitoso vendedor.
Es parte de los fundadores de Pan que Ayuda, cooperativa de y para personas con discapacidad. Ahí pasó del área de producción a la administrativa y luego a ventas, donde no se terminaba de convencer porque “quién iba a comprarle a una persona a la que no se le entiende cuando habla, si la gente no me hace caso”. Aunque se puso nervioso, decidió intentarlo y hacerlo “a como diera lugar”.
Entonces, pensó en la posibilidad de hacer la primera campaña en redes sociales en favor de Pan que Ayuda y mucha gente llegó a comprar, las ventas se duplicaron en poco tiempo. Su manera de sentirse y de verse, cambiaron. Hoy es un hombre adulto que ayuda a su mamá, que es ejemplo para sus hermanos menores, que conduce su propio auto y tiene una familia, por eso llora, cuando cuenta su historia, pero dice que llora de orgullo y felicidad.
EN BUSCA DE SU FORMA DE VIDA
Gustavo tiene cinco carreras truncas en tres universidades diferentes de Querétaro y dos instituciones en San Luis Potosí. Pasó por las aulas de las carreras de ingeniería, química, veterinaria, telemática y desarrollo humano. Todas las abandonó porque presentaba dificultades para cumplir con el perfil, entre ellas, su falta de comprensión en inglés.
Es queretano de nacimiento y señala que “nació bien”, pero al año de vida tuvo una infección estomacal con fiebre muy alta y le ocasionó convulsiones, lo que lo dejó sin caminar y sin moverse hasta los 8 años, cuando empezó a mover la cabeza, el tronco y las piernas.
“Usé aparatos ortopédicos 5 años, me movía como robot. No tuve novia hasta los 30 años, porque cuando me gustaba alguien, pues me rechazaba, yo no entendía, no sabía qué tenía diferente, yo me veía con dos ojos, dos piernas, pero hasta hoy la gente me rechaza porque dicen que hablo como si estuviera drogado o borracho. Empecé a enojarme mucho, me retraía, empecé a dejar de salir, no salía, en mi cuarto viví años, sin salir desde antes de los 15 hasta los 27 años, ahora sé que fue depresión y ahora mi vida es diferente”, agrega.
Ahora piensa que la gente que lo rechaza lo hace por el miedo que causa la diferencia y por eso se esfuerza por demostrar que no es tan distinto y que la discapacidad no se pega, “que no muerdo”, para generar comprensión y evitar la discriminación contra quienes se ven, se mueven y hablan de otra manera.
“Lo que queremos es integrarnos, tener empleo, ir a la escuela, lo que yo hago me ayuda a que mi alma esté tranquila, para no estar enojado, con depresión, ahora demuestro que si yo pude, tú puedes. Lo que me pidan no me frena, voy a donde se necesite, aunque sea en burro, en bici, como sea”, asegura.
PONERLE FIN AL DOLOR
Cuando era pequeño, Gustavo no entendía por qué no podía correr como todos, si quería hacerlo. Se llenó de miedos y sobre todo, de mucho rencor. Buscó respuestas en la religión, en chamanes, para saber qué pasaba con él.
“Me enojé con Dios, le preguntaba, ¿Qué onda? ¿Yo por qué? ¿Qué te pasa? Y me hacía sentir muy incómodo, porque yo me portaba bien, no tomo, no fumo, lloraba y decía: yo lo ocasioné, ahora lo veo al revés, ya pasó, así soy, ¿qué sigue? Pues seguir adelante, ser sostén para mi familia”, explica.
Uno de sus primeros retos fue demostrarle a su mamá que debía “dejarlo caer”. Ella lo cuidó siempre y enseñó a los tres hermanos más jóvenes de Gustavo a ser responsables de él, pero su deseo era hacerse cargo de sí mismo y de ella.
“Una persona con discapacidad, cuando sus papás se mueren, queda a cargo de los hermanos y no es fácil, una persona con discapacidad enojada y triste es una gran carga. Imagínate el problema de un hermano de aguantarte a ti, de estar con sus hijos, con su vida, con su familia y aparte tú, eso no lo quería. Me esforcé y ahora mis hermanos me piden consejos, porque soy el mayor y ellos me cuidaron, pero ahora me dan mi lugar”, narra.
A sus 50 años de edad, Gustavo tiene una familia. Es abuelo, tiene esposa y un hijo. Ahora maneja un auto, tiene un trabajo, ayuda económicamente a su mamá y siente que dejó de ser un adolescente encerrado en el cuerpo de un adulto, “un niño que jugaba a trabajar”.
INVITA A PEDIR AYUDA
Una de las cosas que Gustavo para las que no puede ser indiferente es la depresión, porque vivió con ella. “No se vale sentirse así, sé que no basta ver a la gente que está peor que tú, que otros no tienen pies o manos, pero no se vale sentirse mal, hay que pedir ayuda, hay que apoyarse en otros”, recomienda.
Su parálisis cerebral limita sus movimientos y su forma de hablar, pero es muy claro, las personas no tienen derecho a dejarse caer sólo porque sí, porque hay más gente dispuesta a ayudar cuando decidan moverse y las emociones no pueden hacer más daño del que les permitimos.
“Cuando la vida me puso el ejemplo de más gente con mi condición, cuando me nombraron jefe y tenía miedo de cómo le iba a hacer, pensé entonces debo ser ejemplo, demostrar que yo pude, que cualquiera puede. Deprimirse y estar triste es no disfrutar de la vida, el miedo se quita cuando te mueves, la gente debe moverse a hacer algo, lo que sea, porque solo así empiezas a ver lo demás, porque si no, te mueres en vida”, insiste.
Gustavo llora cuando cuenta su historia, pero aclara que no es por la tristeza que sentía antes, sino porque se sorprende de su propio esfuerzo y de sus encontronazos con sus emociones. “Cuando reconozco lo que siento, cuando me enfrento a mis emociones hablo mejor, me veo mejor, ya dejé atrás la etapa de nadie me comprende, de no tengo dinero, hoy tengo una casa, un coche, una familia, una nieta, ¿qué más puedo pedir? Soy feliz”.