Seguro han visto la película o leído la novela “Orgullo y prejuicio”, aquí, como en otras obras de Jane Austen, se expone en diversos niveles la importancia del matrimonio, sobre todo para la mujer. A Lizzy le propone matrimonio un pariente, el único varón de la familia quien será el heredero delas propiedades, porque en ese tiempo ninguna mujer tenía ese derecho. Lizzy rechaza la oferta, pero su mejor amiga Charlotte no, acepta casarse con él, y antela mirada incrédula de Lizzy, le dice: “tengo 27 años, no tengo dinero y ya soy una carga para mis padres, no me juzgues, no te atrevas a juzgarme”.
En “La buena esposa”, Joan es en apariencia la mujer de un famoso escritor, cuando en realidad es ella quien escribe. De joven, cuando comenzaba a escribir, conoció al que sería su esposo, en calidad de su maestro y él comenzó a fijarse en su trabajo, pero le hizo creer que por ser mujer no iban a sobresalir sus escritos, y él comenzó a firmar su obra. Cuando le otorgan el Premio Nobel, ella empieza exaltar todos sus defectos, su infidelidad y su egolatría basada en un logro ajeno. Así que tiene el derecho de desmantelar su propio silencio, o seguir siendo la buena esposa.
En Los adioses, película sobre la vida de Rosario Castellanos, se ve a una joven aspirante a escritora que recibe como consejo de la famosa Gabriela Mistral, renunciar a todo, para escribir. Y eso implica el amor, implica el casarse y tener hijos, anhelos y obsesiones que nunca la separaron de la escritura, aunque sí trastornan sus tiempos, su paz para escribir.
Estas tres películas, de distintos tiempos, sociedades y circunstancias, nos muestran a mujeres que resolvieron sus vidas tomando sus propias decisiones, ¿buenas o malas? No se trata de eso. Como diría Charlotte: “No me juzgues”.
Cierro compartiendo de Rosario Castellanos su Autorretrato, en donde nos muestra a una mujer que habla de poesía como mirarse al espejo, elegir una peluca o llorar porque se le quemó el arroz. Lo mismo: “No me juzgues”.
AUTORRETRATO
Yo soy una señora: tratamiento
arduo de conseguir, en mi caso, y más útil
para alternar con los demás que un título
extendido a mi nombre en cualquier academia.
Así, pues, luzco mi trofeo y repito:
yo soy una señora. Gorda o flaca
según las posiciones de los astros,
los ciclos glandulares
y otros fenómenos que no comprendo.
Rubia, si elijo una peluca rubia.
O morena, según la alternativa.
(En realidad, mi pelo encanece, encanece.)
Soy más o menos fea. Eso depende mucho
de la mano que aplica el maquillaje.
Mi apariencia ha cambiado a lo largo del tiempo
—aunque no tanto como dice Weininger
que cambia la apariencia del genio—. Soy mediocre.
Lo cual, por una parte, me exime de enemigos
y, por la otra, me da la devoción
de algún admirador y la amistad
de esos hombres que hablan por teléfono
y envían largas cartas de felicitación.
Que beben lentamente whisky sobre las rocas
y charlan de política y de literatura.
Amigas… hmmm… a veces, raras veces
y en muy pequeñas dosis.
En general, rehúyo los espejos.
Me dirían lo de siempre: que me visto muy mal
y que hago el ridículo
cuando pretendo coquetear con alguien.
Soy madre de Gabriel: ya usted sabe, ese niño
que un día se erigirá en juez inapelable
y que acaso, además, ejerza de verdugo.
Mientras tanto lo amo.
Escribo. Este poema. Y otros. Y otros.
Hablo desde una cátedra.
Colaboro en revistas de mi especialidad
y un día a la semana público en un periódico.
Vivo enfrente del Bosque. Pero casi
nunca vuelvo los ojos para mirarlo. Y nunca
atravieso la calle que me separa de él
y paseo y respiro y acaricio
la corteza rugosa de los árboles.
Sé que es obligatorio escuchar música
pero la eludo con frecuencia. Sé
que es bueno ver pintura
pero no voy jamás a las exposiciones
ni al estreno teatral ni al cine-club.
Prefiero estar aquí, como ahora, leyendo
y, si apago la luz, pensando un rato
en musarañas y otros menesteres.
Sufro más bien por hábito, por herencia, por no
diferenciarme más de mis congéneres
que por causas concretas.
Sería feliz si yo supiera cómo.
Es decir, si me hubieran enseñado los gestos,
los parlamentos, las decoraciones.
En cambio me enseñaron a llorar. Pero el llanto
es en mí un mecanismo descompuesto
y no lloro en la cámara mortuoria
ni en la ocasión sublime ni frente a la catástrofe.
Lloro cuando se quema el arroz o cuando pierdo
el último recibo del impuesto predial.