Andrés Garrido del Toral

Corría el venturoso año de 1985 y se acercaba el mes de julio, mes de elecciones, mismas que ganó de calle el talentoso y popular Mariano Palacios Alcocer con una diferencia abismal sobre su adversario panista, recibiendo el muy joven abogado la votación más legitimada en la historia de Querétaro, por el índice tan elevado de votación.

Los universitarios de la época nos sentimos orgullosos de nuestro ex rector y decidimos festejarlo. Para eso, quiero advertir a mis cinco lectores que estábamos bien jodidos, teníamos que limosnear a patrocinadores ricos nuestros festejos. Acudimos al DIF estatal a gorrear un queso cheedar de 30 kilos y, como nos faltaba “el chupirul”, visitamos a don Ildefonso Real Garduño en su “Casa Colorada” para que nos rociara el hocico, regalándonos tan digno señorón, con cuatro cajas de vinos de mesa. La bohemia tendría lugar en la casona de “El Liceo”, en la calle de Allende, frente a la Secretaría de Hacienda, en la casa de mi compadre Óscar Rodantes Reséndiz, quien todavía jugaba futbol y era joven y bello. Fueron invitados también Roberto Altamirano Alcocer, Gustavo Ramírez El Motorcito, Gerardo Quintanar Velázquez, Antonio Salanueva Murúa Mejorada e Hiram Rubio García.

Dimos cuenta de un cuarto de queso cheedar y de los vinos blancos y rosados. Llegando a los tintos aproximadamente a las cuatro de la mañana, mismos que nos supieron raro y provocaron que se nos trepara el Diablo a la cabeza, además de una horrorosa gastritis. Aún así y al calor de las peregrinas canciones que interpretamos a guitarrazos toda la noche, uno de los tertulianos se acordó de un amor que traía clavado hasta el fondo de su ser y le pidió permiso al anfitrión de hacer una llamada a la Dulcinea en plena madrugada veraniega. Al estar enterados los amigos de qué clase de mujerón se trataba, le gritaron al unísono que no fuera pendejo, que esa familia era muy pero muy decente y que esa impertinencia le iba a ocasionar que jamás le volvieran a dirigir la palabra y mucho menos iba a lograr conquistar a la preciosa dama.

En esa discusión estaban los temulentos camaradas cuando el presidente de la Federación de Estudiantes Universitarios de Querétaro –ahí presente, yo mero—, propuso un trato: el novio de la Dulcinea les caía gordo a todos los presentes, además de que en esa época los teléfonos no tenían identificador de llamadas, pero sobre todo hizo énfasis de que el noviecillo fresa era un estorbo para las intenciones del enamorado perdido. Así que el líder le pidió a Gerardo Quintanar que fuera el encargado de hacer la llamada simulando ser el sangrón prometido de la damisela encantadora. Entre risas y bajando el nivel del volumen del aparato de música, Gerardo marcó el número telefónico y después de algunos repiques contestó el amable padre de la niña, insistiéndole el presunto novio que le pasara a la estrella de sus sueños.

El señor tuvo la cortesía de explicarle que no era posible por lo inusitado de las horas, colgando el teléfono amablemente. Picados en la travesura los ebrios latosos, le pidieron con ataques de risa y lágrimas en los ojos a Quintanar que volviera a llamar y que fuera más impertinente e insistente en su petición, ya que al parecer el señor no se dio cuenta de que no se trataba del noviecillo oficial de su amada hija ¡creyó que era él! Gerardo toma valor con otra copa de tinto y remarca, para lo cual el señorón le contesta molesto y Quintanar haciéndose el digno le reclama y terminan los dos mandándose mutuamente a la chingada antes de colgar definitivamente. ¡Ya estuvo! Dijimos todos: mañana esa estrellita corta a ese hijo de su reverenda madre, por presiones de su dignísimo pero encabronadísimo papá, y la cancha le quedaría libre al obsesivo Romeo.

Motivados por lo que imaginamos nuestro éxito mesalino, le pegamos duro al tinto hasta que se acabaron las cuatro cajas, retirándonos de la vieja casona del padre Florencio Rosas y saludando al dizque Neptuno de la fuente de la esquina. ¡Ya había amanecido y yo iba cargando con Hiram, la grabadora de mi abuelita, mi guitarra Peregrina y lo que sobró del queso para regalárselo a mi madre, buscando que no me regañara por la parranda vivida!

El Motorcito su padre lo castigó subiéndolo a la azotea a lavar el tinaco a pleno rayo del astro rey y quitándole la escalera para que no se bajara, y así sufriera los estragos de la cruda con el señor sol. A todos nos dio diarrea porque el vino tinto avinagrado estaba echado a perder y por eso nos lo regaló don Ildefonso. ¡Borrachos, gorrones e ignorantes!

Al llegar a mi casa, sita en Ocampo con Balvanera, dejo al pícaro de Hiram en la sala en lo que me bañaba, y que sale mi madre de sus habitaciones para ver de qué se trataba el ruido mañanero y, el infiel de mi Rubio amigo, en lugar de defenderme, le dice a doña Victoria del Toral: “Ni me regañe señora, a Andrés me lo acabo de encontrar en la esquina porque yo le traía a usted este queso”. Rauda y veloz mi madre coge una escoba y se introduce en el baño como ebrio valentón de película de Jorge Negrete y me da de escobazos en todo el cuerpo, aprovechando que yo estaba cegado por el jabón.

¡Así acabó una noche de ronda, amigos, guitarras y coplas lorquianas! Las risas de burla de Hiram todavía hieren mis oídos.

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Last modified: 9 septiembre, 2021
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