Autoría de 10:39 pm Víctor Roura - Oficio bonito

Pesares del confinamiento – Víctor Roura

¿Pero quién te has creído?

No sé quién te has creído para hablar con mis palabras, murmurar en mi oído sin mi consentimiento, gritar sin rubor cuando rozo tus labios.

      No lo sé.

      Y vas y me tomas de la mano para conducirme por intimidades secretas. Dices, además, qué hacer cuando el Sol se oculta o cuando la Luna ríe a carcajadas.

      ¿Quién eres para silenciarme cuando desnudas tus hombros o para cerrar mis ojos cuando desciendo por tu cuerpo?

      No lo sé.

      Y vas y me acercas a ti con violencia y dices que huela nuestra cercanía. Dices, todavía, qué hacer cuando el reloj hace rabietas o cuando la lluvia nos ahoga al atardecer.

      No sé quién eres para gritar cuando rozo tus labios, ni quién te da derecho a apartar tu cara de la mía para hundirla sin vacilaciones en mi agonía.

      Pero, mujer, ¿quién te has creído que no tocas a la puerta pero entras sin recato para atisbar en mi vida?

Triunfo mediático

¿Los diarios como pantallas de televisión? ¿Por qué no la tele como un diario rebosado de lecturas, convertida en un gran diario osado?

Dame una pequeña mentira

Amor, mi cabeza delira: dame una pequeña mentira a cambio de un exiguo engaño. Y nadie, no, se va a hacer daño. Ha transcurrido más de un año ―y, no, al decirlo no me ensaño― y lo nuestro carece de ira: dímelo mejor tú, ¿a qué aspira una relación sin disturbios, siempre con besos en los labios, con amaneceres de ensueño? Arrebátame el dulce sueño. Amor, mi cabeza delira: inventa pronto una mentira.

Invisibilidad

Toma asiento, voy a decir una cosa. Hace calor. Cómo quisiera hablar de los vientos que mueven el mar, insolentes y drásticos, que lo desquician, que lo envuelven en una injuria de salvaje apoteosis. Cómo quisiera hablar de los engaños que perturban la vida, que la ahogan, que nos pueden volver locos.

      Pero voy a decir otra cosa.

      Se trata de los tornados de la invisibilidad. Hace varios días no te miro, no sé dónde estás, no sé quién eres, no estoy contigo cuando estoy contigo, no te distingo.

     ¿Dónde te has ido a pesar de que estás a mi lado?

      ¿Dónde está tu voz cuando hablas?

      ¿Dónde está el encanto que se anidaba en mi cuerpo?

      ¿Dónde están las palabras que yacían ―estremecedoras― en tu ombligo, en tus caderas, en tus ojos vivos?

      Toma asiento. Voy a hablar de los tornados de la invisibilidad.

      ¿Tú me miras cuando me levanto en las mañanas para asomarme en el espejo, para saber si aún estoy en mí, para corroborar mi existencia?

      Porque yo no te miro ni cuando tu cuerpo se acuesta desnudo a un costado mío. ¿Es tu cuerpo aún mío? ¿Es mi cuerpo aún tuyo?

      No digas nada. Los pájaros silban en el amanecer ―¿no duermen, acaso?―, el ruido de tu silencio me produce diminutas agonías. Y en ellas vivo en un remanso quieto. Como en una laguna sin embarcaciones, sin hombres, sin fauna, sin respiraciones.

Oración vana

Rezo a un santo pétreo, a un santo no incorporado en la santidad, a un santo que no lo es. Rezo a un santo cuyo nombre ignoro, rezo a un santo que no me va a conceder un milagro, un suspiro, un quebranto, un aliento.

      Rezo, pecador ingrato, por los gritos que mis oídos escuchan en la medianoche, por los gritos míos en su cuerpo sosegado.¿Por qué el olvido no muere cuando se retira?

      Nuestros cuerpos se delinean en otros cuerpos, se desfiguran, los desfiguramos, los violentamos, los crucificamos. Un garabato es mi cuerpo con los años idos.

      Rezo a un santo que no tiene nombre. Rezo noche y día. Me asusta lo que miro en torno mío, porque me pertenece: el vacío de la quietud, el tiempo que no pasa, la furia desbordada de los besos inexplicables, el amor contra los cuerpos finitos de Luna vencida.

      Rezo a un santo pétreo en su atrio infernal para que me conduzca, con su mortecina luz, a las cavernas del delirio de tu gozo inconfesado.

Sortilegios en la penumbra

Háblame de muchedumbres, de señoríos fragmentados, de siluetas en el olvido, de mares disecados. Quiero oír de destierros, de lumbres que no queman, de circos clandestinos, de sortilegios en la penumbra. Háblame de tus vergüenzas, de tus noches de armiño, de los cantos susurrados en las iglesias clausuradas. Quiero oír en tu voz las voces de los amantes arrepentidos, los gritos de los gozos de las enmudecidas sirenas. Háblame de provocaciones en susurros, de enfermedades del fin del mundo, háblame de tu serena calidez al no mirarme en los inmoderados abrazos de tus ardorosas madrugadas con una nueva compañía.

Garabatos

Dice un anciano mirándose en el espejo: “Quiero recordarme de joven”, pero los garabatos desplegados en el rostro se lo impedían.

Cosas de la vida

Yo sé que en esta vida hay dobles caras: he sido testigo de un golpeador (pelafustán, machista, pecador) amado por feminista, ¡ay!, en aras de una querencia reivindicadora, victimizadora, subsanadora. Y a buenos hombres amados por damas que usan sus hermosos cuerpos como armas de dominación. Se cuecen las habas en cualquier comal. El amor carece de una fecha de caducidad: crece mientras, feliz, tu propia tumba cavas.

Un hombre solitario

En una casa solitaria vive un ser casi enceguecido: si ve una pálida sombra es un milagro. Es feliz, aunque su destino es magro. Lo han amado y ha amado, lo ha engrandecido el hecho decrecer con la belleza a un lado suyo. ¿Y qué aún lo embelesa? ¡El oculto amor no correspondido!

La muerte de un ángel

Un día de protesta por la muerte de una niña, de un niño, de un anciano no debería de pasar en vano, si bien en los criminales la suerte permanecerá intacta, ni hablar de su ansia ferozmente inhumana, que arde con premura para inmolar olvidos, todos los amores y años vividos.

Primavera

Ya no se sabe cuál estación llega: hace calor en invierno, se anega el campo en otoño, llueve en verano y hace frío en la primavera. No vuelan los colibríes sólo en flores de colores radiantes. No me llores en la espalda a falta de corazones mal flechados por Cupidos matones.

Privilegiados

Después de haberse infiltrado —quizás debido a la confianza del personal que recibe a la gente sin preguntarle su edad— en un campamento de vacunación para personas de 60 años, el hombre, a la pregunta expresa de una amable señorita, dice que tiene 56 abriles, y lo dice como si no estuviera cometiendo ninguna falta. La señorita, sin perder la compostura, cree haber escuchado mal al señor. Le vuelve a preguntar su edad. Y no, no escuchó mal. El hombre tiene 56 años y exige ser vacunado. No le importan las personas de seis décadas, él exige ser vacunado en ese momento.

      Pero…

      Algunos conductores de chismes del espectáculo ya lo habían difundido en sus programas: no tenían que esperar la orden del gobierno para ser vacunados. Uno de ellos viajó hasta Miami para obtener la sanción, cuidándose de no hablar —millonario como es gracias a la televisora donde trabaja— de sus —seguramente onerosos— gastos. Y Patricia Chapoy, quien difunde la aparatosa noticia de su colega, dice, enfática, que ella haría lo mismo si le dijeran dónde y cuándo vacunarse.

      Carajo, por qué no. Si para eso sirve el dinero. Y estos divulgadores de las habladurías del espectáculo no tienen que esperar sus turnos de vacunación oficiales. Pueden ir a Miami. O a Moscú. O a Beijing. Y con comodidades que luego convertirán en asombrosas informaciones.

      Pues si ellos ya fueron vacunados, o están por vacunarse, en clínicas a modo, ¿por qué no habrían de vacunar a este colado en la fila que exige su vacunación sin importarle la paciencia de los otros?

     —Cincuenta y seis años —vuelve a repetir para que a la señorita le quede lo suficientemente claro.

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Last modified: 7 octubre, 2021
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