HISTORIA: ALEJANDRO RUIZ/LALUPA.MX
FOTOS: CÉSAR GÓMEZ REYNA/LALUPA.MX
San Luis Potosí.- Son las cinco y media de la mañana, de no ser por el ruido que sale de las casas de la periferia oriente potosina, uno podría pensar que es la noche. Una televisión comienza a dar las noticias diarias, es 2009 y el conductor del noticiero matutino hace un recuento de las masacres que el narco perpetra al norte del país.
Podría decirse que la ficción regional del bajío se extiende de Querétaro hacia Zacatecas, sin embargo, culturalmente cuando uno cruza el límite territorial que divide Guanajuato y San Luis Potosí, hay diferencias marcadas, aunque siguen siendo urbes marcadas por la industria, donde el desierto combina con la aparente parquedad de quienes ahí crecimos.
Retornamos a la escena del oriente de la capital potosina. Por aquél entonces yo estudiaba (gracias a una beca escolar) en la zona poniente de la ciudad, donde la gente rica tiene sus escuelas, hospitales, plazas y parques.
De mi casa a donde yo estudiaba era una hora y media en camión, por eso mi mamá hacía el esfuerzo titánico de levantarme a las 5 y media de la mañana para que alcanzara a bañarme, desayunar, caminar hacia la parada de autobús y llegar antes de las 7:30 am a la puerta del colegio donde estaba. Ese día no alcancé a llegar.
Tomé el camión cuando los rayos del sol se hallaban atrapados entre nubes grises, era cuarto para las 6 y estaba lloviendo, pues recuerdo que antes de llegar al paradero que se ubica en el cruce de la Avenida Ricardo B. Anaya y Circuito Oriente, la suela de mis tenis estaba llena de lodo.
Por aquél entonces el crimen organizado podía resumirse a los cholos que se juntaban en la esquina, conceptos como “narcotráfico” o “guerra de cárteles” era algo que sólo aparecía en las noticias de los estados colindantes: Tamaulipas y Monterrey eran un foco rojo donde la guerra había explotado.
Subí al camión, el cual iba lleno, como es la costumbre en una mañana lluviosa. Entre los pasajeros iban trabajadoras domésticas, estudiantes universitarios, familiares de enfermos que se trasladaban al Hospital Central, obreros que transbordaban para ir a las fábricas de la periferia norte y uno que otro burócrata, era un mosaico de la realidad Oriente, llena de contrastes.
La ruta 27 avanzó por el trayecto habitual hasta que llegamos a las inmediaciones del Boulevard Río Españita, el cual, debido a las lluvias, dejó de ser una vía rápida para volver a su ser original: un río.
El autobús se desvió por la carretera que alberga el icónico monumento a la modernidad potosina: el distribuidor vial Benito Juárez, y que coloquialmente se le conoce como “los puentes”, nombre que la viene como anillo al dedo, pues más allá de transportar a la fuerza de trabajo potosina, permite que realidades tan dispares puedan cruzar de un lado a otro para interconectarse y reconocerse diferentes.
En aquellos días mis aspiraciones eran muy distantes a lo que ahora hago, recuerdo que cuando en la escuela nos preguntábamos qué queríamos estudiar yo decía medicina o pedagogía, por fortuna me convertí en periodista.
Inclusive tengo que reconocer que en algún momento, penosamente, llegué a decir que quería ser sacerdote o militar, hasta que conocí esas realidades.
Llegamos al tráfico, eran ya las seis y media de la mañana y no íbamos ni a la mitad del camino, la molestia de varios de los pasajeros pudo dejarse entrever, profanaban críticas e insultos al chofer del camión mientras este subía el volumen de las cumbias en su radio.
Fue al son de la programación radiofónica de “Candela F.M.” cuando una de las señoras que iba sentada en la fila delantera del camión comenzó a gritar. La escena no era para menos, colgados de “los puentes”, y flotando sobre el monumento a Benito Juárez, tres cuerpos estaban flotando desnudos, con cartulinas en sus torsos.
Se interrumpió la música en la radio, cuando un reportero daba un informe especial de lo que estaba pasando en el distribuidor vial, ahí escuché por primera vez en la cotidianidad del camión hablar de “los zetas”, y de pronto camionetas del ejército, torretas policiales, y militares con armas largas caminando entre los automóviles se volvió un paisaje al que deberíamos de acostumbrarnos.
A partir de ahí la vida de uno no vuelve a ser igual, y durante los siguientes seis años la violencia del narco fue incrustándose en San Luis Potosí, al punto de que un ex gobernador tuvo acusaciones de estar vinculado al cártel de los zetas. Hoy su hijo es candidato para ese mismo puesto.
Vecinas que desaparecieron, amigos que asesinaron y encontraron en bolsas de basura, granadas en el mercado donde compraba la despensa, bloqueos carreteros y balaceras por la noche fue la constante.
Cuando migré de la ciudad en el 2012 lo hice para continuar mis estudios universitarios, pero también para escapar de esa realidad agobiante que había normalizado con el paso de los años. Hay quienes incluso se refieren a mi generación como “la generación del narco”, el estigma duele.
Al paso de los años llegué a la ciudad de Querétaro, y en una charla con amigos y colegas oriundos de aquí intercambiábamos vivencias de nuestra infancia. Cuando relaté la escena de los puentes un silencio incómodo se hizo en la habitación donde estábamos “¿Cómo se vive con eso?” preguntó uno incrédulo, y mi sorpresa fue la agilidad con la que conté lo sucedido, como si fuera un viaje familiar a la playa, o una chusca travesura adolescente.
“No sé” respondí, y antes de decir cualquier otra palabra solté un chascarrillo para minimizar la tensión que mi relato había generado. Todo volvió a la normalidad, la plática siguió su curso y de vez en cuando retornábamos a mi anécdota para darle un trago a la cerveza.
Pese a que todo parece haber quedado atrás, la guerra que me habita no se ha ido del todo, pues la libro a cada instante. Cierto, un refugio a mis miedos ha anidado en Querétaro, donde camino por las noches sin el temor de no llegar a casa, transito avenidas que aunque solas las siento tan cercanas a mi. No obstante, el miedo sigue latente, y en cada camioneta, cada narco corrido, o cada conversación de pasillo, algunas veces me paralizo.