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Sí: el problema, que lo hay, es de concepciones. Porque mientras las nuevas generaciones nacen, crecen y se desarrollan con las invenciones tecnológicas, los que hemos (¿tengo que lamentarlo?) nacido a mediados de los años cincuenta del siglo XX, con la eclosión del rock y los movimientos sociales, apreciamos estos arribos científicos desde una perspectiva más moderada. Porque sabemos que, a pesar de la existencia de la televisión —que continúa indómita en el centro de la casa—, el cine sigue siendo un acto consumible; hemos sido testigos de la aparición del disco compacto que desterró a los discos de vinilo, que ahora vuelven a un costo más finamente elevado; vislumbramos cómo el VHS (Video Home System) era sustituido por el DVD (Digital Versatile Disc) que luego fue suplido por el Blu-Ray.
Ahora la invasión es completa: series telenoveleras, películas, información, canales personalizados, citas sexualizadas, canciones espontáneas sin previos proyectos musicales, “influenciadores” e influyentes digitales, videos de todo tipo, memes oportunistas que suplen a los cartones periodísticos, comentaristas sin escrúpulos, suposiciones que pasan por veracidades, majaderías que se tornan naturales a fuerza de reiterada rutinariedad, tendencias del momento que son replicadas sonoramente durante el día, chismes, argucias, insultos, programación de millones de canciones sin necesidad de recurrir a la compra del disco, diálogos con personas desconocidas, numerosas irritabilidades de opiniólogos, enamoramientos digitales, educación por línea, conversaciones ilusorias, el fin de las apabullantes soledades, el control de las relaciones pasionales… sin embargo, la injusticia, la burocracia, la politiquería, los actos corrompibles, los acosos, la discriminación, el racismo, la felonía o la mezquindad siguen predominando, diríamos invictos, en esta vida.
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Qué decir de los impresionantes videojuegos que no necesitan de mandos para jugarlos, de las televisoras con pantallas de plasma y led, de la telefonía que chatea, localiza y guía a las personas y de los autos que se estacionan solos… ¡y así como existen comentaristas de futbol que van a su modo contando lo que todo el mundo puede ver en un partido entre ambas escuadras, del mismo modo ya hay canales digitales dedicados a comentar los videojuegos!, todo ello con la anuencia y aprobación de las masas acondicionadas a sus aparatos digitales.
Por algo los jóvenes admiran, a pesar de ya no estar con vida, a Steve Jobs (en las redes lo mencionan siempre como “héroe”, no entiendo la razón), porque cada mes inventaba un botoncito para incorporarlo en la Mac Apple y poder llevarse a casa cientos de millones de dólares: asombrar a los entrenados en la moda (que ya no lo es, porque ha pasado a convertirse, esta moda, en una costumbre social) electrónica es un pingüe negocio.
Hoy no hay joven que no porte alguno de estos modernos aparatos, incansable que es para estos curiosos artificios, o artefactos, electrónicos. ¿Cuántos miles de millones de mensajes digitales se cruzarán en un solo día? Por cualquier cosa, hasta para decir —ja ja ja— que se quiere ir al baño… ¡una mujer apuntó, oronda, que por fin un hombre se había comprometido con ella después de no sé cuántos fallidos intentos!, cosas que no sorprenden ya demasiado, a decir verdad, a los habituales condóminos de estas vecindades digitales, muchos de ellos aún, ciertamente, embelesados o hechizados por el entramado de las redes establecidas en la Internet, pues esta afición, finalmente, no es cuestión de edad sino de costumbres.
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No en balde, de manera irónica, Bob Dylan ha dicho al periodista Mikal Gilmore: “Estamos tan dominados por los medios masivos que uno incluso puede ver las cosas antes de que sucedan”.
Y estas desfascinaciones, cómo no, causan estupor en los jóvenes, sobre todo en los que ya dependen (o están absortos en las maravillas) de los soportes electrónicos, que ven —o insisten en ver— en los que no los usan a unos vejestorios incómodos, inservibles, parásitos de la modernidad —o, simplemente, extemporáneos de las nuevas realidades. Y vaya que, hoy en día, como nunca antes, la juventud es pieza fundamental del engranaje capitalista de las grandes urbes, situación que a ella, a la juventud, la tiene sin cuidado. Es decir, ser parte sustanciosa de la arrolladora industria tecnológica es su sino, no su padecimiento (¡la juventud de los sesenta y setenta del siglo XX acometía exactamente en sentido inverso: no se introducían los jóvenes en los juegos del empresariado para no facilitarle las cosas!): la juventud no puede decir no, porque al negarse a intervenir en estos sucesos mediáticos sería como negarse a sí misma: ¿no el rebelde jovenzuelo del #YoSoy132, Antonio Attolini, que tan bien dijo comprender los anzuelos de la retahíla confabuladora televisiva, fue conductor de un programa de la familia Azcárraga? Iluso, creyó que estando en la boca del diablo la santificaría. Y aunque recibió manifestaciones diversas de reprobación en varios tuits, la realidad allí estaba: la codicia humana se encuentra muy por encima de todos los portentos electrónicos.
Pero estos trastornos —la supuesta participación de los sin voz en las actividades públicas mediante las redes sociales— son una sutil consecuencia de los arrebatos electrónicos, por supuesto. Alguna vez, mirando Diálogos en confianza, en Canal Once, vi cómo una invitada, sin importarle que el programa estaba siendo transmitido en vivo, se introdujo en su celular para remitir con urgencia mensajes que la hicieron distraerse todo el tiempo de lo que decía. Me pareció ridículo, tal como ridícula le parece a la juventud mi postura de no involucrarme en los tuits y en el feis, sencillamente porque no entienden cómo alguien puede desprenderse con facilidad de estos medios inmediatos. O, bien, no digamos “desprenderse” sino sencillamente ignorarlos, como tampoco pueden entender la incomodidad que puede causar en una persona la música de One Direction o de Luis Miguel, básica en sus vidas cotidianas, como básicos en las apresuradas vidas de las —y los— adolescentes son Ozuna y Maluma, pues la interconexión entre juventud e industria mediática, hoy, es absolutamente natural, imprescindible, ineludible, esencial, irremplazable, imperiosa, preponderante, inevitable, urgente.
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Sí: el problema, que lo hay, es de concepciones. Porque mientras a un joven le parece una graciosada, quizás algo vital, el escribir brevemente —en su electrónico instrumento portátil— a su amiga, o novia, o amante, que va a cenar o se va a rascar la nariz o a cepillar los dientes o a estornudar o a sobarse las nalgas, a alguien, que probablemente no sea tan joven, le va a importar un comino este tipo de comunicación. Y no se trata, por supuesto, de prejuicios tecnológicos sino de aprensiones sociales: ¡la contemporaneidad se ha desprendido de los valores humanitarios para asirse a los decires coyunturales de la espontaneidad cibernética! Somos diferentes ya no por nuestro sexo, ni por nuestra religión, ni por nuestra inclinación política, ni por nuestra (a veces enfervorizada, a veces mediática, a veces, muy pocas veces, consciente) melomanía, sino por las irradiaciones electrónicas: si tuiteas puedo ser tu amigo, si no lo haces eres alguien anónimo, sin importancia, un ser no nacido en el siglo en el que vive. Lo cual es una lástima.
De allí la nueva conceptualización de los ideales: eres mi contemporáneo si compartes los mismos chips, no lo eres si los ignoras, o si los desprecias, o si estás indefinido ante ellos. Ya no somos iguales desde el arribo de la tecnología digital. Pues, mira qué cosas da la vida pragmática, se decía, por ejemplo, en las redes sociales que el ex presidente de México, el priista Enrique Peña Nieto, era un ignorante y se mofaban de él, y lo tomaban como un iletrado, un analfabeto (que de cultura sólo podía concebir lo que su ex esposa —casualmente casada con el político sólo los seis años que durara su mandato— sabía de actuación televisiva) y un hombre sin ruta ideológica… pero, fuera de estas impresiones internáuticas, la gente votaba por él, los mandatarios de otros países lo respaldaban, los intelectuales de alta alcurnia lo trataban con suculento respeto y la gente en las calles lo vitoreaba deseando que apareciera pronto en una telenovela. ¡Cuánto dinero no aportó a los medios para confabularse con ellos agradando y solventando a periodistas y a escritores que ahora no entienden su contraste económico con la nueva administración federal, medios —y periodistas e intelectualidad inmersos de algún modo en ellos— cobijados financieramente, desde hace casi un siglo, precisamente por los políticos que han tomado las riendas del país. Y acostumbrados, los medios, a jugar con las posibilidades expresivas, hoy en día exhiben, acaso sin querer, sus dolientes dependencias oficialistas revirtiendo su trascendental papel informativo en un buzón de irascibilidades convenencieras e imparcializadas.
Mientras las redes sociales dicen una cosa, la realidad se apresta con prontitud a decir otra muy distinta. Ahora el mundo, independientemente de las inclinaciones políticas de sus habitantes, puede ser medido de acuerdo a los tamaños de los mensajes de los tuiteros para sopesar el ámbito teórico de la realidad, mas para corroborarla irremediablemente hay que instalarnos, ni modo, en la práctica misma de la cotidianeidad callejera, no digital, no cibernética, no electrónica, no supuesta, no entretelones informáticos.
Porque la realidad, o la información que de ella puede desprenderse, se halla, quizás, entre la celestialidad y la avernología, dos escalas tan improbables como posibles.