Viajaba montada en un caballo negro de crines largas y ligeras, atravesaba parajes infinitos que no veía, porque no se trataba de ir a parte alguna ni de conocer otras tierras; se trataba de sentir la velocidad fría en la cara, por eso nunca cabalgué por tierra: para que la carrera no perdiera nitidez al tocar el piso con los cascos, ni gastara tiempo, para no tener que esquivar nada. Es bien sabido que las nubes se pueden traspasar sin necesidad de jalar riendas al animal.
Era entonces absoluta.
Viajaba para sentir eso, y mientras, me miraba ir desde abajo: silueta oscura en el amanecer rosado, produciendo sonido de ropas que ondean a golpes contra el viento.
Segura de tener una misión, avanzaba con mi investidura de patricia en el alma, las manos fundidas con las riendas, la mirada adelantada y sintiendo que era, diestra jinete, una misma con mi cabalgadura.
Desde mi cuarto tras la ventana, los ojos vueltos al cielo y habiendo sacado alguno de los caballos del ejército de plomo de mi hermano, era muy fácil salir, lo juro, bastaba que pensara que sí podía y que apretara fuerte al caballito entre las manos, rechinando los dientes.
También hacía falta que el castigo de encerrarme apenas comenzara, y que no me vencieran las ganas de patear la puerta y gritar.
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