Andrés Garrido del Toral
A MANERA DE HOMENAJE PÓSTUMO, PUBLICAMOS ESTA ENTREGA DE «MEMORIAS PEREGRINAS», DEL CRONISTA ANDRÉS GARRIDO DEL TORAL, APARECIDA ENLALUPA EL 3 DE MARZO DE 2019
Todavía añoro el grito lánguido y potente de «Zapata viveee…» y es que Felipe “El Patines” ya no está con nosotros y su presencia, que le daba vida a nuestro centro histórico desde 1985, ya no pasa cada tarde-noche soltándonos mensajes nada incoherentes de historia nacional.
Nació en la ciudad de México en 1948 y era hijo de Antonio Mendoza Macías y Dolores del Pilar Prat Biarnau, originaria de Cataluña. Fueron seis hijos los que nacieron de esta pareja, que al llegar a Querétaro se asentaron allá por las calles de Madero y Régules. Los compañeros de secundaria en el Colegio Salesiano lo recuerdan como estudioso, bueno para la Historia y la Literatura, amén de destacado en los deportes, gran lector y amable, pero no locuaz ni extrovertido.
Al paso de los años se casó con la muchacha más bonita del Querétaro setentero, misma que llegó incluso a ganar certámenes de belleza y quien le dio a Felipe dos hijas: Emma Alonso. Su locura y elocuencia comenzaron en 1980, cuando se separó de Emma y se dedicó a la crianza de perros finos. La esposa e hijas se quedaron a vivir en el lujoso Club Campestre y Felipe quemó sus naves, que no sus patines, y se fue a vivir a una obra negra en la colonia Tejeda, propiedad de su hermano Salvador,, donde estuvo aproximadamente tres años. Después se muda a un baldío de al lado y construye una choza para él y su perro “Sartén”, hasta que después de nueve años lo echa de ahí la propietaria del terreno mediante juicio. Todavía su culto padre, don Antonio Mendoza, le compró y ofreció un terreno en Santa Bárbara, frente a la Villa Bonilla, con una vista espectacular de la gran ciudad y su zona conurbada, pero El Patines rechazó la ayuda de todos porque quería vivir en libertad y sin compromisos que lo limitaran.
A mediodía se le podía ver en el centro caminando, cargando a su perrito y su cajón de bolero, entrando a las cantinas como El Rinconcito en el callejón Matamoros, buscando dar una boleada a cambio de un brandy Don Pedro. Claro que era más cara su bebida de brandy con coca cola que el precio de la boleada, pero su compañía grata y su plática culta lo valían. A esas horas no ofendía a nadie, no gritaba, reconocía caras y te hablaba por tu nombre, pero al llegar la tarde-noche el Quijote que llevaba dentro de él empezaba a surgir de la revoltura del alcohol con alguna hierba o de algún residuo que quedó en su cuerpo después de las fiestas rebeldes de la juventud del San Miguel de Allende setentero y psicodélico.
A mí me tocó verlo y oírlo, junto con Hiram Rubio, gritarles a Juan Ferrara y a Juan Peláez, durante la filmación de la serie «La Antorcha Encendida» en 1996: «Juan Ferrara y Juan Peláez son puuutooosss…» Rompiendo con la velocidad que le daban sus patines la cerca de seguridad que imponía el equipo de producción frente al Palacio de La Corregidora. Ya en el sexenio de Nacho Loyola se le escuchó gritar: «Suhaila Núñez (la Secretaria de Planeación y Finanzas) es…»; o también en el sexenio que siguió se le oyó gritar infundios a Lupita Murguía, secretaria de Educación. Nunca había pisado la cárcel del juzgado cívico hasta que mancilló la buena honra de las dos funcionarias, dando la orden en este último caso Alfredo Botello Montes, secretario de Gobierno, mismo que al salir Felipe, después de cumplir su arresto de 72 horas, recibió igual número de gritos y andanada de directas por parte del Quijote que reta o que peleaba a diario contra los molinos de viento.
Por el contenido de su plática, de sus mensajes nocturnos y por lo que me han dicho sus cercanos, Felipe era un tipo culto, devorador de libros y simpatizante de la ideología de izquierda, por lo que fue congruente al rechazar su buena cuna y familia, misma que al llegar a Querétaro tenía todavía cuantiosos inmuebles en Cataluña. Lo de la lectura dicen que le vino de sus padres, quienes pasaban largas horas diariamente consumiendo libros.
La locura de Felipe era vespertina y nocturna, porque en las mañanas era tan responsable que hasta las calificaciones y las autorizaciones para expedición de pasaportes y visas de sus hijas firmaba. Todavía en 1983, ya divorciado, se le vio en fiestas sociales elegantemente vestido en compañía de Emma. Un poco antes de que se le manifestara lo quijotesco, viajaba constantemente al puerto de Acapulco sin decir a nadie a qué iba.
Su fiel can “Sartén” era corriente y cruzado con uno de la calle, pero fue su más grata compañía, incondicional, y le puso así porque en lugar de campanita le colgó al cuello precisamente un sartén para que hiciera ruido al caminar. Después de darnos lecciones de la historia social de México, retornaba a bordo de sus patines a su guarida en la colonia Tejeda, lloviera o hiciera frío, a él no le importaba. Lo que sí es que a los conductores sobre la avenida Constituyentes nos ponía en un predicamento porque apenas lo alcanzábamos a ver, al ir haciendo eses en los carriles centrales rumbo a El Pueblito. Muchas veces estuvo a punto de ser atropellado.
Murió en una bodega que le prestó el doctor Manuel Palacios Alcocer en la parte trasera del Hospital de La Cruz, criando gallinas negras, en mayo de 2003. Desgraciadamente lo encontraron las autoridades y parientes tres meses después de su fallecimiento, por lo que se pudo reconocer el cuerpo por su indumentaria característica de casco, lentes oscuros, chaleco como de fotógrafo profesional, pantalón de mezclilla y camisa de franela. ¡Estaba rodeado de perros que no profanaron su cadáver sino que lo estaban cuidando, porque él los había alimentado y cobijado! La familia decidió cumplir con la última disposición de Felipe, la que siempre pidió en sus ratos cuerdos: ser incinerado y echado al viento, el de su libertad, el viento que le acariciaba el rostro al ir por la avenida Constituyentes o bajar de volada el andadero 5 de Mayo con su grito más recurrente: «Zaaapaaataaa…»
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