La Cuba que yo vi y conocí en ese entonces desparramaba algarabía femenina. Luchadoras sociales, periodistas, intelectuales de diferentes partes del mundo arribamos aquel año de 1988 para participar y cubrir el Encuentro Intercontinental de Mujeres, lleno de interesantes diálogos y conferencias sobre Derechos Humanos y la situación de la mujer en el mundo. Éramos alrededor de 2 mil 500 mujeres provenientes de toda América Latina, Canadá e, incluso, Europa.
Lo primero que llamó mi atención al arribar al Aeropuerto José Martí, de La Habana, Cuba, fue el orden en que, diseminados por aquí y allá, guapos cubanos de buen porte, pulcros en el vestir, profesionales, daban la bienvenida, sonriendo. Tuve la impresión que todo eso era parte de un diseño para causar una buena imagen a las visitantes.
¿Esos hombres guapos, caribeños, recibiendo a las tantas mujeres que estábamos allí para discutir, precisamente, sobre los derechos y avances, no eran acaso un buen gancho para dar la impresión de la Cuba que Fidel Castro, astuto y sagaz como el que más, quería vender?, me pregunté al verles allí tan amables y con cierta coquetería masculina.
El ambiente era agradable. Daba una sensación de libertad y calidez al único país de Latinoamérica que abrazaba los sueños de miles de mujeres en su pasión y lucha por las libertades y derechos humanos.
¡Qué generosa me pareció entonces Cuba! Le rodeaba su prestigio en avances en la medicina; su fama de tener cuerpos médicos de primera calidad y compartirlos con el mundo, era conocida. ¿Cuántos médicos mexicanos iban, y van, a congresos y simposios a Cuba para abrevar del adelanto de su ciencia médica? ¿Cuántos vieron y vimos en Cuba el símbolo de una utopía que hoy ya no existe? ¿Cuál es la utopía que hoy persigue Latinoamérica o el mundo?
Pero esa Cuba que visité estaba sujeta a los límites marcados por un hombre que, so pretexto de salvaguardar al país de las conquistas y destellos del capitalismo, terminó tratando a su pueblo como menores de edad. Como el padre que queriendo proteger al hijo de las tentaciones del mundo decide aislarlo en una caja de cristal y mostrarle sólo la realidad que su voluntad marca.
EL FENÓMENO DE FIDEL
Fui hospedada en el recién remodelado Hotel Nacional. En virtud de que era numerosa la asistencia, habilitaron cuartos con dos y tres camas y hube de compartir habitación con otras dos desconocidas, asistentes al evento también.
A dos días de estar allí en la Isla, cientos de mujeres fuimos invitadas a la Cena de Gala. La invitación llegó mediante una tarjeta personalizada que nos enviaron de Palacio. Fuimos advertidas de que abordaríamos un camión que nos llevaría al Palacio. No podríamos llevar cámaras, grabadoras, ni bolsa alguna.
¡Fidel… Fidel… Fidel…! coreaban las mujeres allí en el Palacio, irrumpiendo en todos los espacios, atravesando los muros del lugar. Alguien por allí dijo que Fidel recibiría en su despacho a un pequeño grupo de cada país. ¿Y México?, pregunté intentando colarme en el grupo. Más tardé en preguntar que saber que la delegación mexicana ya se encontraba en el despacho, con Castro.
¡Fidel… Fidel… Comandante Fidel…! gritaban, clamando su presencia.
Ante la insistencia, Fidel salió del despacho. Cuando hizo su aparición aquel hombre, a quien yo imaginaba moreno y alto, hubo silencio. No, Fidel era blanco, casi rojo, y no era una imagen tan adusta. Más bien inspiraba confianza y se le veía la sagacidad y perspicacia. Amén del aura histórica, por sí solo era de figura imponente.
Una mano femenina y audaz le acarició la barba. Por un momento me molestó aquel gesto y el corillo necio de algunas mujeres que me pareció correspondían más bien a algún artista del momento y no a una figura política de tal tamaño. Pero entendí también que el entusiasmo por estar allí era mucho.
Fidel pidió silencio y todas callaron al conjuro de su gesto. Tras dirigir unas palabras de agradecimiento explicó que se retiraría a descansar. Brincaron preguntas de aquí y allá, y muchos halagos. Que si Cuba jamás cedería a presiones internas, que si Latinoamérica unida más fuerte…que si Bolívar, el unificador.
-“¿Qué pasaría, o pasará, cuando usted llegue a faltar?”, solté mi voz que pudo pasar entre la valla humana que me distanciaba del Comandante.
-“¿Qué pasaría con qué?”, reviró Castro, siempre preciso con su grave voz.
Antes de que él contestara, una impetuosa voz salida del grupo tronó: “Nada, nada pasará. Cuba está preparada para todo”. Castro confirmó con una sonrisa las palabras. Abrió la boca para decir algo, pero los gritos de ¡Viva! ¡Viva! ¡Viva! ¡Viva Cuba! ya no se lo permitieron.
Fidel se retiró y allí quedamos, conviviendo y degustando los platillos de papa en todas sus modalidades que nos ofrecieron. Mis ojos recorrían el Palacio. Dentro de su sencillez le vi majestuoso. Todo blanco, adornado con jardineras y abundantes plantas que daban la sensación de amplitud y frescura. A lo largo del Palacio y colocados con discreción los guardias, con su uniforme claro.
Salí de allí alrededor de las 3 de la madrugada pisando las colillas que tapizaban el piso. Afuera, estaban los camiones que nos dejarían a cada grupo en nuestro hotel. Por la ventanilla veía los guiños de las luces de la Cuba de Castro que dormía plácida, arrullada por las voces de algarabía de esas miles de mujeres que trabajaban por un sueño, una utopía entonces.
Durante la semana que permanecí allí traté de conocer la ideología que mueve a agrupaciones militadas por mujeres. Asistí al centro de convenciones, tomé nota de las conferencias, ponencias, discusiones, proyecciones de películas. Lo presenciado hasta el momento constituía para mí una experiencia enriquecedora en lo personal y profesional.
Me sentía agradecida con la oportunidad. Vi a mujeres fuertes, sensatas, con esa belleza que da la dignidad de su lucha y hablando de la experiencia de ser madres cumpliendo doble jornadas de trabajo, conscientes de su lucha por mejor trato y mejor condición de vida. Escuché la vehemencia y pasión con la que exponían las deficiencias de un sistema Latinoamericano que apapacha a unos cuantos, hace soñar a otros y hunde en la miseria a los más. Las admiré. Peleaban contra la herencia de desigualdades, luchando para que hombres y mujeres habitemos el mundo desde una misma dimensión de oportunidades. Estaban allí por un ideal. Y celebré eso.
Muchas de las voces que asistieron a ese evento intercontinental, (Amparo Ochoa, Benita Galeana, entre tantas más), ya no están hoy. Otras aún viven, como Beatriz Paredes, quien aprovechaba cada oportunidad para mostrar sus habilidades discursivas y su rebuscada retórica sobre la fuerza centrífuga y centrípeta.
LA POMPA DE JABÓN
Aquel 1988 me dejé imbuir por toda esa maravillosa pasión propositiva de la mayoría de las asistentes al evento. Aunque nunca perdí de vista otras cosas, por ejemplo, darme cuenta que no a todas las mujeres les movía la ideología. Para algunas, pertenecer a esos grupos que enarbolan banderas o causas era una oportunidad de conocer ciudades a bajo costo. Para otras, la alcahueta Cuba abría posibilidades de romances furtivos, porque para muchos cubanos y cubanas el sexo era espontáneo y ofrecía caminos de goces momentáneos.
Fui testigo de la serie de divisiones internas en algunos grupos donde las discusiones infantiles restaban seriedad a su posición de defensoras de la mujer. Perdidas en un mundo de ideas, de contradicciones difíciles de conciliar, decían dar gracias a un país que ofrecía las bondades de su sistema. Y ellas, sin dudar, negociaban en el mercado negro un dólar por cinco y hasta ocho pesos cubanos de entonces.
Tropiezos que tuve con los términos que usaban de manera general me contrariaban. Por ejemplo, el uso reiterado de “compañera” para dirigirse en todo momento entre unas y otras me resultaba impersonal. Otro tropiezo fue con el lenguaje, y provocó un incidente con el mesero del restaurante donde, una noche, después de estar largas horas en el Congreso escuchando los interminables discursos de Fidel Castro, estábamos departiendo en el bar del hotel.
Los meseros corrían de un lado a otro llevando los famosos mojitos. El líquido transparente atrapado en el vaso, hielo al tope y el adorno de la yerbabuena prometían menguar un poco el agobiante calor. Nunca había probado esa bebida, pedí la mía. Al primer sorbo me invadió el sabor extremadamente dulce, a azúcar con agua y apenas un toque de sabor a yerbabuena. “El famoso mojito es agua de yerbabuena y exceso de azúcar”, dije sin ánimo alguno de molestar, pero con tan mal tino que el mesero que estaba cerca me escuchó.
Molesto se acercó hasta mí y preguntó que si podía repetir lo que acababa de decir. Lo repetí de manera natural y un poco confundida ante su gesto de visible enojo. Me dijo que llevaba ron también. Con toda naturalidad dije “pues sabe a pura azúcar, y conste que no tomo, pero en todo caso hicieron trampa, porque me dieron pura agua, azúcar y yerbabuena. Pruébela usted mismo”. Mi respuesta le enojó más.
El reclamo del mesero fue de antología. Exigía una disculpa por haberle dicho tramposo. ¡Cómo me atrevía a semejante insulto! Alguna de las mujeres que estaba a mi lado me reconvino por la carga del significado y las fuertes connotaciones que tenía para ellos. El hombre aquel temblaba de la indignación.
Decidí ser prudente, pedí una disculpa explicando que no había habido dolo de mi parte y nada más. No sin trabajos, el mesero aceptó. Se dio la vuelta y guardé para mis adentros lo excesiva que me pareció su respuesta. Pero entendí el contexto y decidí ser cuidadosa. El siguiente mojito ya tenía otro sabor.
Otro de los incidentes se dio una tarde en que escuchaba hablar de unos famosos helados que vendían en el quiosco de un parque, cerca del hotel. Tan aficionada que soy a los helados y ante el agobio del calor, quise dar un paseo e ir a probarlos. Encontré una larga fila y no había de otra más que formarse y esperar el turno. La espera se me hizo tediosa.
Una vez allí, pedí un helado doble. El “no se puede” fue contundente. Me explicaron que la ración era un helado sencillo por cabeza. Fastidiada por la larga espera y la limitación, pedí dos: uno para mí, expliqué, y otro para dárselo a una de las mujeres con la que había entablado impresiones sobre las conferencias, quien estaba unos pasos atrás de mí. De mala gana me extendieron los dos helados.
Mi gesto fue rechazado por la mujer, que con reproche en su voz me dijo: “espero mi turno, como debe ser, compañera”. Molesta decidí comerme los dos helados, ante la mirada reprobatoria de quienes me veían, ¡algunas de esas miradas eran capaz de derretir a los helados! Me alejé del lugar un tanto contrariada y decepcionada por la desmerecida fama a unos helados que ponderaran con tanto entusiasmo las simpatizantes incondicionales del socialismo cubano.
Vendrían también otra serie de vivencias sobre el estrecho control en que viven sus habitantes. Paseando en la Habana Vieja, con mi entonces admirada jefa del periódico, la poeta y reconocida escritora y periodista Águeda Ruiz, nos abordaron dos jóvenes buscando conversación. De manera “casual” preguntaron cómo se vivía la vida en México u otra parte del mundo, “porque ellos nunca conocerían”, dijeron con pesar en sus rostros.
A la primera pregunta que hice sobre el impedimento que tenían para salir, intervino la experimentada y conocedora a fondo del sistema Águeda Ruiz: “muchachos, no se deslumbren por lo lejano”, dijo enumerando luego los inconvenientes del sistema capitalista y las tramposas libertades. Agregó algunas cosas, sin dar lugar a más, y nos despedimos dando por terminada la conversación.
¡Es que es terrible que no tengan libertad de salir y entrar, o elegir otras opciones!, objeté contrariada a mi jefa. Su respuesta quedó grabada: “Sí, de alguna manera tienen razón. Pero, número uno, no sabemos si son enviados del sistema para probarnos y ver si queremos desestabilizar. Dos, para qué les vendemos ilusiones de que todo por allá es maravilloso. Si lo llegan a descubrir que sea por ellos, desde su mirada y conclusión”. Entendí: el sistema tenía ojos y orejas por todos lados.
¿ESCLAVITUD DISFRAZADA?
A menudo recuerdo esos y otros momentos vividos en Cuba. También fueron claves para mi convicción de que siempre apostaré por un sistema en el que no medie ninguna imposición ideológica, que respete los derechos y libertades ciudadanos para elegir lo que se crea conveniente y respete la decisión de cada individuo a equivocarse. Siempre.
Máxime ahora que la crisis sanitaria mundial por el Covid-19 develó la realidad que viven los médicos cubanos, enviados por el gobierno de su país para ayudar y que expuso aspectos que, aunque ya se venían cuestionando, quedaron hoy evidenciados. Por ejemplo, las condiciones con las que trabajan en la Isla, y en las que son enviados al extranjero, absolutamente fijadas por el gobierno cubano.
Ellos, los médicos, no tienen libertad ni derecho a demandar su salario. El control que ejerce el Estado sobre su movilidad es tal que la compensación que reciben por sus servicios es depositada en la Isla. Los médicos no pueden viajar con sus parejas y sus pasaportes son retenidos por los supervisores del país al que viajan. Estas y otras reglas tienen como fin evitar la deserción de los médicos.
Apenas una de las tantas trampas de un sistema que, excusándose en una ideología de bienestar para sus ciudadanos, se autoadjudica el derecho de decidir aquello que ha de regir los límites del pensamiento y los límites del espacio físico donde desenvolverse.
Desde luego que ese rechazo a una ideología que, me parece, atenta las libertades individuales, no me lleva a aceptar o estar de acuerdo con las acciones de bloqueo de Estados Unidos a Cuba. Pero creo que ese no es el mayor problema de Cuba. Ese está dentro de su mismo sistema controlador y que ha terminado por asfixiarla.
Hoy, con profunda pena, veo lo que está sucediendo en este momento. Se habla de alrededor de 7 mil casos diarios de Covid. Hospitales colapsados, falta de medicamentos y comida, la absurda y criminal negativa del gobierno a aceptar ayuda humanitaria, entre otras cosas, han impulsado la salida a las calles de los cubanos pidiendo ayuda al mundo.
#SOSCUBA inunda las redes sociales para una Cuba rodeada de rejas de agua y que clama cambio de vida. La Cuba vieja, enferma, caduca, hoy grita, reclama ayuda, con un vigor surgido de sus entrañas. Expone lo que dentro sucede. Revela la represión que se vive hacía dentro y el rostro de pretendida libertad hacia afuera, que quieren dar los que se empeñan en continuar en un sistema de tramposa ideología.