REPORTAJE: ALEJANDRO RUIZ/LALUPA.MX

Ciudad de México.- La segunda avenida más larga de América Latina se encuentra a un par de cuadras de la casa donde vive José Rosario, otomí proveniente de Santiago Mexquititlán, Querétaro, quien arribó a esta urbe a mediados de los 80.

Los 28.8 kilómetros de Avenida Insurgentes, que recorren de sur a norte la Ciudad de México, son una especie de crónica visual llena de contrastes, de monumentos históricos que marcan la vida política de un proyecto de nación inacabado, que sobre las ruinas de la gran Tenochtitlán sigue excluyendo a las desoladas almas en pena que deambulan y habitan en las calles de una ciudad que pareciera no pertenecerles.

Los vestigios de un proceso de colonización que se cuenta a dos voces son una realidad que palpita en las arterias de la urbe: los vencidos y los vencedores reacondicionaron su forma, pero no su esencia. A los pies del palacio de gobierno una mujer vende chicles y cigarros para sobrevivir, mientras que un automóvil de lujo cruza en las periferias del zócalo capitalino para postrarse afuera del Gran Hotel de la Ciudad de México.

“Mis papás y yo migramos aquí cuando yo era muy chico” relata José frente al predio de Zacatecas 74, ubicado en la colonia Roma de la Ciudad de México. “Nosotros llegamos aquí, éramos varios, todos del pueblo y levantamos este predio, pues muchos vivíamos en las calles.”

Tras el sismo de 1985, la Ciudad de México quedó en ruinas, y una de las zonas más afectadas fue la céntrica colonia Roma. Ahí, entre los grandes trozos de escombro que como estelas narraban el paso de la muerte, los hñöhño que migraban de su pueblo natal fueron levantado casas y vecindades para dejar de dormir en las calles de la ciudad.

“Pudimos construir vivienda, y desde ese mismo instante empezamos a exigirle al gobierno capitalino que nos regularizara los predios, nos conectara los servicios y nos dejara habitar estos lugares que antes habían sido abandonados” relata José.

Fueron 3 los predios que la comunidad otomí levantó en aquellos años: Zacatecas 74 y Guanajuato 200, en la colonia Roma, y Roma 19 en la Colonia Juárez. Y en ese instante inició una lucha por el derecho a una vivienda digna.

“Mucha gente nos ha preguntado que por qué no nos regresamos al pueblo, y la verdad no es que no queramos, pero aquí al menos podemos tener más oportunidades para vivir, allá hay muchas carencias. No nos fuimos por gusto, sino por necesidad,” puntualiza José.

Sin embargo, y pese a la necesidad de buscar mejores condiciones de vida, la realidad de la comunidad otomí en la Ciudad de México es muy distinta a la de sus aspiraciones, pues día con día se enfrentan a actos de discriminación, segregación y violencia que estructuralmente les impiden acceder a la mejora de sus condiciones de vida.

VIVIENDA, EDUCACIÓN, SALUD Y DIGNIDAD: DERECHOS PENDIENTES

“Yo recuerdo mucho que un día fui a la escuela aquí en la Roma” relata José Rosario, mientras automóviles circulan sobre la calle de Zacatecas “era muy chico, y yo acababa de llegar del pueblo, no sabía hablar o leer muy bien en español y se me dificultaba entender lo que me decían los maestros.”

José asistía a clases con la ropa que siempre había usado en Santiago Mexquititlán, huaraches, pantalón y camisa de manta, y un pequeño morral bordado en donde guardaba sus libretas y lápices.

“Un día yo estaba en mi salón y uno de mis compañeros comenzó a burlarse de mi por la forma en que yo vestía y hablaba” relata José “a mi me dio mucho coraje, era un niño de aquí de la ciudad que ya tenía mucho tiempo haciendo eso, y en un arranque tomé mi lápiz y se lo clavé en el cachete. El niño lloró y a mi me castigaron, llamaron a mis padres quienes llegaron a la escuela con la vestimenta tradicional del pueblo, algunos de mis compañeros me defendieron, diciendo que el otro niño me estaba molestando, yo ya no quería volver a la escuela, no me sentía parte de ese mundo.”

Después del incidente José habló con sus padres, y ellos le dijeron que no debía de sentirse mal por defender y estar orgulloso de sus raíces, él les externó que ya no quería volver a la escuela, por lo que decidió comenzar a trabajar como ayudante en varios lugares, mientras algunas veces acompañaba a su madre a vender artesanías en el centro de la capital.“A mi me daba mucho coraje como la gente nos miraba en el metro, en las calles, nos miraban como si fuéramos unos apestados,” continúa José.

Y añade: “Después regresé al pueblo para trabajar el campo, pero no se puede sobrevivir allá, y me regresé. Ahora mi esposa también vende artesanías y yo manejo un camión, y cuando vamos en el metro y alguien se nos queda viendo yo sí les digo algo, no es justo que nos discriminen por ser quienes somos, pero para afuera se digan orgullosos de los pueblos indígenas.”

La historia de José es el reflejo de las condiciones que diariamente atraviesan los migrantes indígenas en las ciudades, donde el acceso a los derechos básicos de cualquier mexicano, parecen serles negados debido a las condiciones de marginación y exclusión a las que se ven sometidos.

De acuerdo con la Encuesta Intercensal de 2015, casi 25.7 millones personas en el país se asumen como indígenas, de esta población el 71.9% se encuentra en condiciones de pobreza y el 28% en situación de pobreza extrema.

Además, sólo un reducido número de jóvenes hablantes de lengua indígena logra culminar la secundaria, y de acuerdo al estudio “Inequidad persistente en salud y acceso a los servicios para los pueblos indígenas de México, 2006-2012”para el 2012 el 22.1% de la población indígena registrada en la Encuesta Nacional de Salud 2012 contaba con una cobertura de salud.

Para Margarita, quien como José migró desde muy joven a la Ciudad de México, el acceso a una cobertura de salud para ella o sus hijos ha sido condicionada debido a la marginación y exclusión que padece en la capital del país.

“A mi me mataron un hijo en el Hospital General” señala Margarita “Todo comenzó unos dos o tres años atrás, cuando vi que mi hijo tenía dificultades para respirar, por eso lo empezamos a llevar al hospital. Él tenía 6 meses, cuando llegábamos al hospital siempre nos decían que no tenía nada, pero yo veía que el niño tenía dificultad para respirar.”

El pesar de Margarita y su hijo duró meses, donde el personal de salud, acusa, no le atendía debido a que los síntomas del niño no eran graves. Pretextos como “tiene que sacar cita” o “espérese” eran la constante, y un 20 de enero su hijo falleció.

“Más que tristeza a una le da coraje” dice Margarita. “Pues en los hospitales, en donde vendemos las artesanías siempre nos está acosando la policía o la gente, nos avientan cosas, nos dicen que nos quitemos de la vía pública, se llevan nuestra mercancía.”

“A mi una vez” continúa “me acusaron con el DIF, porque yo siempre me llevo a mis hijos a donde yo esté, no me gusta dejarlos solos, y me dijeron que yo los ponía a trabajar, nada más falso, sólo estoy con mis hijos para que no estén solos.”

Además del acoso permanente por parte de las autoridades y vecinos capitalinos, Margarita ha tenido que lidiar más de una vez con los juzgados cívicos de la ciudad, pues al defenderse o argumentar que no está haciendo nada ilegal, las y los oficiales de inspección la han acusado de agresión y le han impuesto multas de 900 o mil pesos.

“Yo no sé porque la gente nos hace esas cosas, si nosotros como indígenas también tenemos el derecho de vivir aquí en la ciudad,” señala Margarita.

TENEMOS DERECHO A VIVIR AQUÍ

Margarita nació en Santiago Mexquititlán, un par de años antes de 1985, y siendo muy pequeña, migró con sus padres hacia la Ciudad de México, el motivo fue las aspiraciones familiares para construir un futuro mejor para Margarita.

“Mis papás llegaron antes del 85” Cuenta la mujer hñöhño “Ellos eran de Santiago, el pueblo les gustaba mucho pero no teníamos mucho dinero. Allá hay muchas carencias, un menosprecio al trabajo campesino, en ese tiempo no había muchas escuelas u hospitales y por eso nos venimos para acá, para que nos pudieran mandar a la escuela.”

Al llegar a la capital del país, Margarita y sus padres se enfrenaron a la imponente urbe. “Ellos pensaban que al llegar encontrarían mayores ingresos y podríamos rentar un cuarto, la realidad no fue así.”

Fueron varios los meses donde la familia hñöhño pasaba las noches en las terminales de autobuses o las estaciones del metro, usualmente en aquellas que estaban cerca del centro histórico de la capital, pues la forma en que percibían un sustento económico era con la venta de artesanías, concretamente de la muñeca “Lele”.

“A veces nos quedábamos en las calles, pues no alcanzábamos a llegar a algún lugar de resguardo, ahí la gente nos trataba mal, nos echaba agua fría para quitarnos de nuestros cartones donde dormíamos, nos gritaban que éramos unos puercos, que hacíamos de su ciudad un lugar feo, nos decían que nos regresáramos al pueblo, no nos querían, y a veces siento que siguen sin hacerlo,” continúa Margarita.

“Cuando pasó lo del sismo muchos de nuestros hermanos murieron al vivir en las calles, y comenzamos a unirnos para salir adelante, es ahí cuando mis padres y varios de nosotros vimos los predios que simplemente estaban en ruinas. Pasó el tiempo y comenzamos a limpiarlos, a remover el escombro, nadie nos decía nada. Pronto comenzamos a construir casitas de cartón y poco a poco levantamos nuestras casas,” relata.

En la década de los 90, la comunidad otomí residente en la ciudad de México empezó a organizarse para regularizar la situación de los predios ocupados. Comenzaron a tramitar documentos ante el gobierno capitalino, donde los títulos de propiedad pasaran a manos de quienes por más de 5 años habían ocupado y reconstruido esos lugares.

“Han pasado ya 35 años desde que comenzamos a exigir vivienda para nuestros hermanos, pero el gobierno nunca nos ha escuchado, no nos toma en cuenta. Dicen que no hay dinero para regularizar nuestras viviendas, para que accedamos a educación para nuestros niños, a salud, pero sí hay dinero para realizar proyectos de muerte que atentan contra la autonomía de los pueblos indígenas,” sentencia Margarita.

Y agrega: “Cuando el gobierno dice que los pueblos indígenas son prioridad está mintiendo, pues en los hechos estamos en el abandono, muriendo.”

“HEMOS ESPERADO 528 AÑOS POR JUSTICIA: ES HORA DE LUCHAR»

Maricela Mejía es una de las mujeres que habita en el predio de Roma 18, ubicado en la colonia Juárez. Ella, aunque nació en la Ciudad de México, siempre ha estado conectada con el pueblo de donde vienen sus padres: Santiago Mexquititlán.

Desde muy pequeña aprendió a elaborar la muñeca Lele, y eso le ha permitido sobrevivir entre las largas calles de la capital del país.

“Aquí no es como lo pintan” dice, mientras al fondo carteles zapatistas tapizan las paredes del Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas, el cual desde el 12 de octubre del 2020 fue tomado por la comunidad otomí residente en la Ciudad de México y en Santiago Mexquititlán.

“Nosotros tomamos el INPI porque ya no aguantábamos más las injusticias que se han cometido en contra nuestra” señala Maricela Mejía, quien junto a sus compañeras, lleva más de 20 años exigiendo la regularización de los predios de Zacatecas 74, Guanajuato 200 y Roma 19.

“La gente siempre nos ha dicho que en esta ciudad no cabemos los indígenas, se les olvida que aquí hemos estado siempre, y que todos los gobiernos han dicho a los cuatro vientos que apoyarán a los pueblos indígenas ¡puras mentiras! Pues muchos de nuestros hermanos viven en la miseria, tanto en Santiago como aquí en la ciudad,” agrega.

Para Maricela las más de 130 familias que habitan en los predios de la colonia Juárez y la Roma —así como un grupo de migrantes mazahuas que levantaron un asentamiento similar en la Avenida Zaragoza— son el reflejo de la política de “abandono, segregación y exterminio” que el Estado mexicano les ha impuesto a las comunidades, pueblos y naciones indígenas como herencia de la época colonial.

“Han pasado 528 años desde que los invasores llegaron a nuestros territorios”, agrega Maricela “y aunque han pasado muchas guerras, hoy el gobierno sigue haciendo lo mismo: vivir a costa nuestra. Si no me crees: mira las lujosas oficinas desde las que despachaba Adelfo Regino, el traidor de los pueblos indígenas, llena de lujos y comodidades cuando nuestros hermanos y hermanas viven en la calle y en extrema pobreza”.

Antes de que la comunidad otomí residente en la capital del país determinara tomar las oficinas del Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas, las agresiones por parte de cuerpos de granaderos habían sido las constantes en contra de las familias hñöhños que habitaban en los predios irregulares.

“En el 2016 más de 300 granaderos fueron a sacarnos a golpes del edificio de Roma 18, por lo que instalamos un campamento en la calle, ya que estábamos en las mesas de trabajo y acuerdos con el gobierno. Nos afectó mucho” relata Maricela Mejía.

Posterior a ese primer desalojo, la comunidad otomí residente en la Ciudad de México fue adquiriendo más fuerza dentro de su organización, y las demandas de regularización de vivienda se fueron unificando.

Sin embargo, después del sismo del 19 de septiembre las autoridades de la Ciudad de México les volvieron a desalojar, por lo que decenas de familias volvieron a instalar el campamento en la calle, a lo que la titular del gobierno de la Ciudad de México, Claudia Sheinbaum, les prometió atender sus demandas de vivienda y reubicarlos.

En los otros predios, aunque no ocurrió un desalojo como en Roma 19, el estado de las construcciones se deterioró a tal grado que las paredes cuarteadas se han sumado a la discriminación a la que se enfrenta la comunidad otomí día con día.

“Nosotros sabemos que el gobierno está coludido con las inmobiliarias que se dicen dueñas del edificio, pues aunque nos dijeron que iban a acelerar los trámites hasta el día de hoy seguimos en el campamento, ni la pandemia ha evitado que atropellen nuestros derechos,” señala Maricela Mejía.

Tras estos problemas, y como un acto de dignidad, el 12 de octubre del 2020 los hñöhños y mazahuas decidieron tomar la sede del Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas (INPI) exigiendo vivienda, salud, educación y respeto no solo a su comunidad, sino a todos los pueblos y naciones indígenas de México.

“Aquí vivimos mejor que en la calle,” agrega Joaquina, mientras los ojos fijos miran hacia un horizonte cada vez más cercano: la dignidad.

Sin embargo, y a pesar de los ya más de 9 meses que han sostenido la lucha en contra del desprecio y el racismo, las agresiones y atentados en contra de la comunidad otomí se han intensificado, como acontece en Santiago Mexquititlán, Querétaro, el pueblo de donde nace la resistencia y la dignidad.

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Last modified: 17 septiembre, 2021
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