CRÓNICA Y FOTOS: JOSUÉ MÉNDEZ RUIZ/LALUPA.MX
Ciudad de México.- Estaba cerrado el paso por 20 de Noviembre. Ni me acerqué a las vallas que bloqueaban esa avenida pues vi a una familia ser reorientada por un policía hacia la calle paralela, a donde me dirigí. Así que junto a decenas de peatones caminé la última cuadra de 5 de Febrero para finalmente llegar al “corazón de la gran Tenochtitlan”: el Zócalo de la Ciudad de México.
Por la pandemia supongo, aunque no entiendo en qué ayuda eso, está cerrada la mayoría de los accesos a la plaza principal de la capital del país, lo que obliga a los ciudadanos a ingresar por el Metro o por una o dos vialidades más.
La gloriosa salida sí puede ser por 20 de Noviembre, la vía convertida en semipeatonal por las más recientes administraciones de la ciudad que desemboca frente a la Catedral Metropolitana, constituida por los españoles como el centro de la espiritualidad chilanga, novohispana, y en una de esas hasta de Norteamérica; muy pretenciosos eran los ibéricos, eso es por todos conocido.
Por supuesto, la carga espiritual del sitio no se la dieron los españoles. Ellos derrumbaron el adoratorio más importante de los mexicas para erigir el propio, pero en una churrigueresca recomposición del espacio ahora vemos de nueva cuenta el Templo Mayor, como queriendo bloquear la vista de la casa del dios cristiano, con poco éxito por la magnitud de la colosal iglesia.
El gobierno de la Ciudad de México concluyó este jueves 12 de agosto la construcción de su maqueta del Templo Mayor, que queda de frente a Palacio Nacional y de costado a la Catedral (razón por la cual la tapa, si vemos el modelo piramidal desde 20 de Noviembre). Tremendo día para darle los últimos detalles a esta construcción temporal, tan criticada como comentada en redes sociales y cenas familiares.
Es de destacar la fecha porque hoy es una fiesta trascendente para las escuelas de danzas prehispánicas que hay alrededor del país, pues se reúnen en el Zócalo a celebrar la resistencia de los mexicas al sitio de Tenochtitlan. Hoy realizan bailes festivos en multitud, mañana harán luto… se conmemora la derrota de la civilización hegemónica mesoamericana.
Pareciera contradictorio el orgullo que hoy exhiben y que mañana callarán varios de estos grupos de danzantes, ya que al venir de distintas partes del país serían cercanos a pueblos que combatieron junto a los españoles para acabar con la tiranía mexica. Pero, aunque hace 500 años lucharán juntos, lo cierto es que el virus que trajeron los europeos terminó por mermar a todos los pueblos de la región; y no hablo de la viruela, sarampión (¿Covid?) u otra enfermedad importada del “viejo continente” (o no sólo de ellas), me refiero principalmente a la modernidad, que acabó con cosmovisiones enteras, quemó dioses antiguos y derrumbó templos, palacios y torres con horrido estruendo.
Cinco siglos después, quizá rebase a la enemistad el sentimiento de unión en la derrota que tienen los descendientes de pueblos sometidos por los españoles, bueno, en algunos casos. No sería justo generalizar que las culturas mesoamericanas y aridoamericanas sienten alguna cercanía con los mexicas, cuando entre ellas están las que relacionan el histórico despotismo del Estado mexicano con el de los españoles, y a su vez con el de los descendientes de Aztlán.
Pero ya me fui muy lejos y no pretendo ahondar en las complicaciones identitarias en el Estado mexicano, tema que me tomaría otros 500 años abarcar.
Al entrar por 5 de Febrero al Zócalo lo que impacta a la vista en primer momento es el Templo Mayor chilango que la administración de doña Claudia Sheinbaum construyó con motivo del medio milenio de la caída de Tenochtitlan. Como si un imán atrajera nuestra mirada, los turistas locales y foráneos volteamos de inmediato a la derecha para contemplar la mentada pirámide con curiosidad, morbo y, por qué no, algo de culposo orgullo nacionalista. ¡Ay, pero qué bonito construían nuestros antepasados!
A decir verdad, el maquetón de 16 metros de altura está bastante bien hecho y se ve mejor de blanco en el día que con los colorcitos fluorescentes que le ponen en la noche para apantallar más. Un caramelo para la vista sí es, así como los adornos referentes a Quetzalcóatl y Coyolxauhqui que atavían los edificios alrededor de la plaza.
No soy historiador y mucho menos experto en arquitectura mexica, pero vaya que este Templote Mayor se parece al hermanito que podemos encontrar en la estación Zócalo del Metro, a unos cuantos pasos de distancia. Me siento un poco incómodo de dar una apreciación banal y poco crítica de la construcción, pero de entrada quería explicarles, estimados lectores, que en términos estéticos el resultado a mi parecer fue exitoso.
Pero el Centro Histórico de la Ciudad de México siempre trae sorpresas, y las contradicciones de nuestro país suelen ser representadas en él. Esta vez no es la excepción. Si tan bonita se ve la pirámide de frente, al reverso varias personas han manifestado la hipocresía de este supuesto homenaje a nuestras raíces. ¿Se puede homenajear lo que no se respeta?
“¿Conmemoración de los pueblos originarios? ¡¡¡500 años!!! Desplazamiento. Discriminación. Asesinatos. Explotación. Injusticia”. Eso se lee en una pinta que da la cara a Palacio Nacional, donde vive el actual huey tlatoani. “A los indígenas se les admira en museos, pero se les margina en la vida real”, dice otra un poco más adelante.
¿Podemos negar lo escrito al reverso del Templo Mayor de tablaroca? Considero imposible aseverar con fundamento que los pueblos originarios dejaron de ser uno de los sectores más olvidados, vejados e incomprendidos en México, y en el mundo en general. Hasta la fecha, luchan por el respeto a sus tierras, a su autonomía y para que no los arrolle la destrucción rampante del añejo virus de la modernidad occidental.
Los mensajes de tipo crítico continúan en las mamparas que dividen la plancha del Zócalo del arrollo vial transformado en paso de peatones. En hilera conducen, a quien quiera seguirlos, hasta el frente de la Catedral Metropolitana, que de nuevo atrae mi mirada por un instante; sólo uno, porque entonces escucho los cascabeles, los sonidos de viento, y huelo el copal.
No recuerdo, en mis 30 años de chilango, haber visto antes a tantos danzantes juntos en el Zócalo. Traen banderines que identifican las distintas escuelas de las que provienen. Bailan con energía bajo el agresivo sol de México-Tenochtitlan; lo hacen de forma festiva, en honor a los caídos y a los que luchan hasta la muerte por su pueblo.
Los trajes son de lo más heterogéneo. Una de las danzantes, originaria de Tula, Hidalgo, pero que representa a una escuela de Salamanca, Guanajuato, me dice que la razón de la diversidad de vestimentas es que cada agrupación elige libremente los elementos con los que se identifica. No hay historiadores gestionando la pureza de los ropajes; confeccionan la indumentaria de acuerdo con sus propias determinaciones.
Esa falta de celo historicista me causa simpatía, aunque también me hace pensar en lo deslindados que están varios de estos grupos de las comunidades originarias. Si bien seguro hay danzantes cercanos o pertenecientes a las culturas que invocan, que usan atuendos heredados de generaciones atrás, es evidente que muchas de las personas presentes son de ambientes citadinos y tienen formas de vivir (habitus) plenamente modernos. Aun así, la pasión en los bailes es latente, y las fotos simples que adjunto lamentablemente no la capturan.
Eso es lo que vi en el Zócalo de la Ciudad de México, en una rápida escapada a este espacio no recomendado en tiempos del semáforo naranja-rojizo en el que nos encontramos; pero bueno, el sacrificio humano es algo que va con este lugar desde hace casi 700 años (que se cumplirán en 2025, por lo que esperamos un monumental islote con su respectiva águila devorando una serpiente).