De mantener un mayor grado de seguridad y tranquilidad, en un abrir y cerrar de ojos la situación en Afganistán ha cambiado vertiginosamente. Hace tres semanas dominaba el gobierno democrático del presidente Ashraf Ghani en el país surasiático. No obstante, apenas hace diez días un nuevo gobierno talibán se ha instaurado, transformando el escenario doméstico e internacional. ¿Qué apuntes subsecuentes se pueden mencionar de este evento?
Tras una campaña militar fugaz, todo el país cayó en manos de los talibanes. Algunos bajaron de las montañas, otros regresaron del exilio en países como Pakistán, Irán, Uzbekistán, etc.; y unos más partieron de comunidades remotas y olvidadas para, en menos de dos semanas y sin resistencia de las fuerzas de seguridad del Estado, desplegarse y cubrir todo el territorio de Afganistán.
Las noticias del avance de los talibanes conmocionaban a los lectores mientras las ciudades iban cayendo una tras otra. El viernes 13, Kandahar, la segunda metrópolis más importante de Afganistán, fue tomada por grupos talibanes. Dos días más tarde, Kabul, la capital del país surasiático, terminó en manos de este grupo tribal fundamentalista que instauró un nuevo gobierno islámico más radical.
El abandono de Ghani y de otros altos funcionarios del gobierno en ese mismo día causó furor en Afganistán y en todo el globo. Era la acción más evidente que traicionaba a los afganos y los dejaba a su suerte ante el nuevo régimen que, según los talibanes han hecho saber, se materializaría en el Emirato Islámico de Afganistán, el cual seguiría la ley musulmana para sus instituciones, valores y acciones.
Sin mucho descaro, Ghani abandonó su país cargando millones de dólares obtenidos de la ayuda internacional durante la última etapa de la guerra, y ahora se encuentra exiliado en Emiratos Árabes Unidos, Estado que le ofreció asilo por “ayuda humanitaria”. El contraste es mayúsculo: mientras que él y su familia están a salvo con mucho dinero para garantizar su estadía en el país árabe, los afganos están siendo reprimidos; y no se diga las mujeres, cuyos derechos y libertades que habían ganado en un periodo de menos de dos décadas ahora regresarán a las prácticas patriarcales de los talibanes y de la ley islámica.
Sin embargo, la acción del expresidente afgano no es la única reprochable, sino también la estadounidense. La permanencia de Estados Unidos de América (EUA) en Afganistán obedecía, oficialmente, a continuar el proceso de reconstrucción del Estado y del tejido social, pero no se logró conseguir, sobre todo por la corrupción en el desvío de fondos destinados para realizar ambas acciones.
Ahora los afganos están desesperados por abandonar el territorio. Varios países han buscado sacar a sus nacionales de ahí, sobre todo al personal diplomático y quienes ayudaron durante la Operación Libertad Duradera (traductores, miembros de la sociedad civil, activistas, etc.), pero quienes no cuentan con los documentos necesarios son detenidos por los talibanes. De la misma manera, países que apenas el año pasado todavía recibían afganos hoy han endurecido sus medidas de verificación de solicitudes y documentos, como es el caso de Pakistán, y otros, como Irán, simplemente han cerrado su frontera para el arribo de migrantes.
La deuda que se tiene con Afganistán es inmensa, sobre todo de EUA y la coalición internacional que participó en la guerra. Está ahora en su responsabilidad atender la crisis humanitaria que se desplegará en forma de migración irregular. Hay buenas noticias en este contexto, ya que varios países en el globo han declarado abrir sus puertas para recibir refugiados afganos, entre ellos México. Es una buena política exterior humanitaria pero, al final de cuentas y como siempre, quienes propiciaron este caos por la negligencia de sus acciones son los que deben apuntar mayores esfuerzos y recursos para solucionar el problema.
