Mañana, 11 de septiembre de 2021, se completará la retirada de las y los últimos soldados estadounidenses de Afganistán, exactamente 20 años después de los ataques terroristas. Incluso cuando en 2020 se consiguió firmar un acuerdo de paz con los talibanes y otros grupos insurgentes, con el repliegue final de las tropas y el nuevo gobierno, vendrá una era plagada de incertidumbre.
Incluso antes de la ocupación de Kabul por parte de las fuerzas del Talibán, el anuncio del repliegue de tropas resultó sorpresivo considerando el ambiente político, económico y social que se vive actualmente en Afganistán, y en la región en general. Desde la invasión en 2001, los esfuerzos para consolidar fuerzas de seguridad nacionales (esas que se rindieron), así como ambientes prósperos para la estabilización y crecimiento de la economía, la educación y la seguridad social, han fracasado.
En su lugar, estos veinte años han cultivado rencillas internas, divisiones sociales e, irónicamente, han permitido que los grupos antisistémicos (Al Qaeda/ISIS) se reagrupen, articulen y fortalezcan. El contexto de la retirada de EE. UU. no es ideal y no es para menos: en los últimos 40 años el país sólo ha tenido nueve sin un conflicto abierto.
Las causas detrás del fracaso de la Operación Apoyo Decidido (programa pensado para aliviar los principales conflictos en el territorio afgano) son diversas: desde la división social y política interna, la falta de voluntad política de la comunidad internacional –y los países involucrados– para incrementar el número de activos en el territorio; el desmantelamiento de la élite política talibana previa a la invasión de 2001; el rechazo generalizado a la intervención e influencia externas; o el crecimiento de los intereses locales por el mercado de drogas y armas, entre muchas otras más.
Aunque una parte de estos factores son previos a la invasión, o consecuencias de tantos años de guerra, en 20 años no se consiguió que el Estado afgano y su población tuvieran una verdadera seguridad de la cual partir. Al menos en un nivel ideal, la seguridad es el primer paso para consolidar el desarrollo de un territorio. Al menos en el papel, la solución de conflictos, la modernización, la atracción de inversión, la proliferación de la economía local, el aprovechamiento de recursos, la innovación industrial y tecnológica, la consolidación democrática, el incremento del nivel de vida, encuentran especialmente fértiles los entornos seguros.
Incluso la intervención de mediadores, o la ayuda humanitaria en un conflicto, requisita un cierto nivel de seguridad para poder ponerse en marcha. Proporcionalmente, el desarrollo –entendido como la mejora cualitativa y cuantitativa de las condiciones de vida a través de la evolución o mejora de las capacidades socioeconómicas y ambientales– coadyuva en el proceso de seguridad, disminuyendo el tamaño, intensidad y consecuencias de los conflictos.
Lo anterior explica la preocupación que acarrea la retirada de la coalición internacional, así como la suspensión de los apoyos militares y financieros a las fuerzas de seguridad afganas. Sin seguridad, ni desarrollo o bienestar, era razonable pensar que los talibanes recuperarían el control político y militar, algo muy delicado considerando el reciente fortalecimiento de ISIS en la región. Y así sucedió.
¿Qué queda para Afganistán? A pesar de que se cierre la puerta de la ayuda internacional, se ha abierto una ventana para la ayuda regional; quizás mejor diseñada y ejecutada debido a los contextos compartidos. Pakistán, el vecino del sur, mantiene un fuerte interés en la pacificación y desarrollo afganos. Tal es el caso que el acuerdo de paz firmado en 2020 no hubiera sido posible sin el apoyo pakistaní; este país de mayoría musulmana también se presenta como el mediador ideal entre los intereses seculares y musulmanes que confluyen en Afganistán.
Esta clase de cooperación para la seguridad, pacificación y desarrollo no son nuevos en la región: el Consejo de Cooperación del Golfo Pérsico (CGC) lleva 40 años trabajando en la protección de los regímenes monárquicos de sus miembros, así como la acción conjunta en materia de seguridad interna, comercio, economía, cultura, educación y más.
El diseño y ejecución de los planes de desarrollo del CGC ha sido consciente del poder económico de sus miembros (la mayoría petroleros), por lo que ha empleado eso a su favor, incluso planificando una paulatina independencia de los recursos energéticos. Además, ha permitido mantener la autonomía y soberanía de los miembros frente al poder de potencias regionales como Irán, o de intervenciones extranjeras.
Los siguientes años –si no es que meses– serán decisivos para el destino de Afganistán y, probablemente, de la región. Antes de la ofensiva talibana, el país podía bien consolidar su pacificación y seguridad interiores, fortalecer sus fuerzas públicas y sentar las bases para la prosperidad (un merecido alto al fuego) o, de lo contrario, vivir una guerra civil por el control del territorio. Hoy, una de las opciones queda enteramente descartada, mientras la otra se hace realidad; la cuestión es saber cuál.