[La devastación es, ahora, sinónimo de muerte. No son tiempos bonancibles, en efecto. La pandemia ha traído a la humanidad vivencias inéditas, atmósferas vacías, confinamientos inesperados. Nadie sabía lo que el porvenir nos traería. Todo con aroma a muerte. Por eso, en esta reactivación periodística, hablamos de la Muerte, no porque queramos sino porque la tenemos demasiado cerca, aun sin habérnoslo propuesto. Pero recurrimos a ella con la asistencia de numerosos poetas, que con sus figuras e imágenes, retruécanos y metáforas, sensibilidades y quebrantos, nos aproximan a la dolorosa partida de otra manera, acaso de un modo menos convencional, si bien la muerte puede ser todo menos esquiva. Para no alejarlos, a los poetas, de su hábitat construimos sus decires en cuartetas dodecasílabas, mismas que acaban de salir en el libro La Dama dictadora de los olvidos / 120 poetas hablan de la Muerte recién publicado por Ediciones del Lirio en su colección poética “Desde la Caverna”. De las 191 cuartetas que componen el volumen, reproducimos unas cuantas decenas.]
La bruja, le decían, porque soñaba
fuego solitario”. ¿Hasta en los sueños míticos
se teme a las personas?, se cuestionaba
García Terrés. ¡Vaya conceptos clínicos!
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¡Qué indecible que la Muerte en la montura
vaya a nuestro lado! ¡Galopa, galopa,
jinete incauto: ya nada tiene cura!
¡Rafael Alberti en su poema nos arropa!
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“La edad dorada de mi kaveza”, dice
Myriam Moscona, está en cantar “moertos” cantos.
Las cenizas se okultarán en los mantos
del olvido mientras el fuego se atice,
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La poesía no se crea ni se destruye,
sólo se transforma: Langagne. Acaso huye
el verso con la Muerte, que se transforma,
sólo, hallando en éste ―el verso― su propia horma.
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“El poema debe pasearse como si
nada pasara”, aduce Gutiérrez Vega.
Ni muerte en paz, ni vida mortuoria, casi
ajeno a los demonios de la fe ciega.
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Cuando tengas ganas de morirte esconde
la cabeza bajo la almohada: Sabines.
Oculta la gravosa tristeza donde
las mentiras caben en los calcetines.
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Ricardo Yáñez: “Nadie muere después
de nadie. Nadie vive, después de todo”.
No hay la fórmula para morirse a modo.
Nadie juzgará tu partida, ni un juez.
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“Este largo cansancio ―dice Gabriela
Mistral― se hará mayor un día”. El misterio
forma parte del sueño eterno donde hiela
la Muerte, adormilada, en su cementerio,
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Cada quien se salva como mejor pueda.
“El objeto de mi canto –dice Oliva–
es liberarme de mí mismo”. La rueda
de la vida nos aplasta desde arriba.
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Claro es mi destino entre sus manos; muero…
en mar, en ola, en faro: Carlos Illescas.
También uno se muere entre flores frescas
y rayos de Sol con rebosante suero.
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Despedazada por el amor, la rosa;
amortajada en humo, ¡ay!, la pobre rosa.
Alejandro Aura dice que el amor mata,
pero así es la vida en rosa: da y arrebata.
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Ibargoyen: “Naces de la destrucción
que tu ausencia ha provocado”. La pasión
puede llevarnos al descortés abismo
del olvido causando un acre cinismo.
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Se duele Olga Orozco: “Y este largo destino”
de verse “las manos hasta envejecer”.
El tiempo transcurre y nuestro andar cansino,
el tuyo y el mío, nos hace estremecer.
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Carmen Alardín: “Qué silenciosa urdimbre
de arañas cuidadosas…”, como el infierno
tan temido pero ardientemente tierno:
callada y ansiosa, la Muerte toca el timbre.
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“Déjame un solo instante cambiar de clima
el corazón”, pide Pellicer. ¿La cima
del mundo tiembla bajo los pies? ¡Arrojo
un beso a la Muerte que me guiña el ojo!
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“Matamos lo que amamos ―dice Rosario
Castellanos―. Lo demás no ha estado vivo
nunca”. Pues queda el olvido en el archivo
que no abrimos por el temor al mal fario.
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Dice Francisco Hernández: “Quitar la carne…
hasta que el verso quede con la sonora
oscuridad del hueso”. Y la Muerte encarne
en un poemario para leerse en una hora.
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A veces, en las tardes de paradoja
se conoce hasta la sed de los cadáveres,
dice Armando González Torres. En la hoja
de ayer todos fuimos impiadosos seres.
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Los viejos miran “un abismo divino”
en los ojos de las mujeres hermosas,
dice Benedetti. No por amor, sino
por mortuoria nostalgia se aspira a mozas.
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“No me abandona ―dice Borges― la sombra
de haber sido un desdichado”. ¿Cómo nombra
un infeliz su desgracia? Pormenores
sobran para no ocultar los resquemores.
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“Para encontrarme a mí he aprendido a seguirte”,
dice García Montero. ¿Quieres irte
tú de una vez con la bendecida Muerte?
Yo prefiero la quietud. Vivir inerte.
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“Me da pena soñarme ―dice José Hierro―
rompiendo” sus “alas” contra el muro alzado
que impide hallarse consigo mismo. Yerro
indecible, vivir con la Muerte a un lado.
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Escribe Lavín Cerda: “Aún busco dentro
de mí el ataúd de mi madre…” En el centro
de uno, la ilusión ya no viaja en tranvía,
aunque el recuerdo no muera, todavía.
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Busca un alma y un sentido en todas las cosas,
recomienda Enrique González Martínez.
Y eso incluye a la feroz Muerte. ¿Cómo osas
hallar en Vida y Ausencia huellas afines?
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No le teme a la oscuridad: “Me enamora
la noche”, sentencia sin trabas el poeta
Manuel José Othón, para quien la demora
del silencio verbal es idónea dieta.
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“La Nereida rubia de ojos de topacio
y frente ceñida de rojos corales”
no atrapó a José Juan Tablada. El espacio
todavía era suyo entre los mortales.
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Amor por todas partes, dice Oliverio
Girondo, el “amor que incendia el corazón
de los orangutanes”, que en cautiverio
matan por una diminuta ración.
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José Martí cultiva una rosa blanca
para el ingrato que el corazón le arranca.
Ni cardo ni ortiga, sino rosa blanca:
¿qué diferencia entonces la mano franca?
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Aleixandre suplica su muerte al mar:
“Mátame si tú quieres”, le pide a gritos,
pero “el nombre eterno”, el “impiadoso” mar
“no existe”, es uno de los sagrados mitos.
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Cargada de futuro el arma, ¡mal haya
el que se atreva a despojarme!, Celaya
advierte que, de frente, los ojos claros
de la Muerte le salen a uno muy caros.
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“Es duro ver matando a los que descansan
en paz”, dice Roque Dalton. ¿Y no danzan
los muertos alrededor de la conciencia,
plañideros en pos de antigua querencia?
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Dice Alejandra Pizarnik que ninguna
palabra es visible: ¿beberé si digo
agua?, se pregunta. La Muerte en la cuna
no se mira, como el aura en un amigo.
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De los cientos de muertos que habitan a Ángel
González, la suya (¡y que nadie levanta!)
es la que menos sangra. Y el poeta lo canta
todas las tardes a dúo con un ángel.
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“Aun cerca de la íntima agonía ―dice
Alí Chumacero― estás, oh muerte, clara
como espejo”. ¡Todavía la bendice
el poeta, a la Muerte, cristalina y cara!
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El agua de los muertos “mide tu cauce”,
escribe Álvaro Mutis. Y, sí, mis muertos
me van restando las horas. “Usted pause
su vida”, me dicen mancos, sordos, tuertos.
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Gutiérrez Nájera quería morir
cuando declinara el día, con la cara
al cielo y en altamar. La Muerte es avara,
empero, y sin luz nos quiere ver dormir.
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“Pasé un día cerca del lugar ―Cadenas
enternece― donde duermen los ahorcados”.
Porque los muertos duermen en todos lados:
yo escucho el lento latido de sus venas.
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“Conozco la carne viva de la muerte.
Por eso lloro tanto granizo”, apunta
Marco Antonio Montes de Oca. Vamos, unta
mucha nieve en tu cuerpo. Así quiero verte.
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La Muerte “obliga a escribir”, dice Mariano
Morales, “mensajes voraces, inútiles”.
La dictadora literaria no en vano
pronto elimina a los escritores útiles .
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En 2020 nos mató una pandemia.
Fuera amores y besos, fuera la bohemia,
fuera la ansiedad y la coquetería,
fuera el lábil celo que antes nos hería.
Sin duda, “La dama dictadora de los olvidos” es un libro indispensable para cualquier mortal.
una recopilación excelente. Gracias!