Autoría de 1:29 pm #Opinión, Víctor Roura - Oficio bonito • 2 Comments

Postales en cinco ciudades (II) – Víctor Roura

1

De regreso de Tabasco, luego de ofrecer un taller de literatura, digo a la azafata que, por favor, me traiga un delicioso plato de cereales con su correspondiente complemento, y René Avilés Fabila, a mi lado, confirma para sí un similar platillo, si bien me precisa que habría que eliminar de la frase ese “delicioso plato” porque los platos son bellos, hondos o de diseño funcional, pero no deliciosos pues no se comen, argumento sin duda razonable. El vuelo es casi de madrugada. El Sol aún no salía cuando ya estábamos acomodándonos en los asientos, yo en la ventanilla que daba justo en el ala izquierda del avión.

      ―Un desayuno clásico ―nos dice la señorita con una encantadora sonrisa.

      Estas cosas ya no suceden hoy. Ahora hasta te muestran el menú para que pidas lo que hay en el servicio, siempre que lo pagues, como en los restaurantes. Antes no. A veces incluso se comía bien mientras las nubes pasaban a tu alrededor; o, mejor dicho, mientras el avión pasaba en medio de ellas.

      Nos trajo el plato, casi rebosado de leche.

      Le dije que no con la cabeza. Igual hizo Avilés Fabila. Se nos quedó mirando de manera extraña.

      ―Lo quiero clásico, señorita ―le dije, con amabilidad―; es decir, cerveza con corn flakes, por favor ―y le devolví el plato hondo, casi rebosado de leche.

      También René se lo devolvió, incomodado por el mal servicio.

      No nos trajo ni cereal, ni leche, ni plato, ni cerveza, y no nos volvió a dirigir la palabra durante todo el vuelo.

      A veces, sí, también se pasaba hambre en los aviones.

2

Ella era de Coahuila; él, de Durango. Se enamoraron, pero un día él, dando un solo paso hacia atrás, retornando a su ciudad natal, la dejó abandonada en Torreón, y ella lloró su partida, mirándolo cómo se difuminaba de a poco.

      Se llama Olga, y desde entonces cree en las fronteras geográficas, aunque sólo las separe un semáforo. Yo le digo que no es para tanto, que no exagere. Porque a partir de aquel día desprecia a los duranguenses, si bien, desde mi perspectiva, no se diferencian en nada de los coahuilenses. Es como si un campechano dijera que es yucateco, o un yucateco afirmara haber nacido en Campeche. Nadie, o casi nadie, notaría la diferencia.

      Pero Olga dice que los duranguenses son más feos que los coahuilenses, y me temo que lo dice por ardores de la pasión, no por circunstancias realmente físicas.

      ―Si fuera de Durango ―me dice, con su bonita sonrisa―, yo no te gustaría ―porque da como un hecho que a mí ella me gusta, y está en lo cierto.

      No obstante, no creo en lo que dice.

      Tuviera las mismas piernas, por lo menos. Y creo que lee mi pensamiento, porque aduce, con prontitud:

      ―No, no tuviera estas caderas, que a ti te gustan ―pero no sé cómo esta mujer sabe que también me gusta esa parte muy suya, anteriormente también del infortunado duranguense, supongo.

      No lo creo, pero Olga me asegura que está en lo cierto. Mas la comprobación de su teoría es harto compleja. Porque necesitaría, simultáneamente, a dos Olgas para corroborar tal premisa: una duranguense y una coahuilense, que no tengo a la mano.

      Y Olga se va, dejándome en medio de estas dos ciudades norteñas, en una calle que no sé si es coahuilense o de Durango, mirando a las muchachas que pasan, con la risa como fuente en la boca, ignorando si son de Coahuila o duranguenses, tratando de no mirar más allá de sus ojos para no meterme en enredos corporales geográficos.

3

En Oaxaca luego ocurren cosas muy extrañas.

      Acaso 1993. Voy a una Guelaguetza. Después se suceden las copas con distintos periodistas, y la charla se agolpa a medianoche.

      Entonces me retiro al hotel. En el cuarto, a solas, me tomo otro ron mientras miro, no viéndolas, las imágenes televisivas. Quizás a las dos de la mañana, o un poco menos, tocan a la puerta. Me levanto, extrañado.

      Abro, sin preguntar.

      Es una mujer hermosa, con vestido ceñido a su rebosado cuerpo. La miro, queriéndola mejor ver a bocajarro, sin saber qué decir. Ni yo ni ella decimos nada. Sólo nos miramos.

      ―¿Puedo pasar? ―pregunta.

      Dejo que se introduzca lentamente, la mujer. Y se sienta en la cama.

      ―Soy parte de su viaje ―dice, de pronto.

      No entiendo.

      ―Soy suya, estoy a su disposición, soy su Guelaguetza ―dice sin turbación, pero sin poesía.

      La veo, y la miro mirando otras cosas, cruza las piernas, suspiro, irradia de sensualidad, o de procacidad, no sé exactamente qué.

      ―¿Me desnudo? ―pregunta.

      Digo no con la cabeza. Le ofrezco un trago. Acepta. Y platicamos hasta las cuatro o cinco, y le digo que ya cumplió con su trabajo, que puede irse satisfecha, que su charla me ha reanimado.

      ―Pero si dice que no hice nada me voy a meter en problemas ―indica, mirándome ya en confianza.

      ―Diré que el suyo es el más hermoso cuerpo de todos cuantos han mirado jamás mis ojos ―le digo para no afligirla.

      Se va y yo me duermo, con prontitud.

      En el desayuno, los reporteros cuentan sus experiencias respectivas con las prostitutas que les han caído de un desmesurado cielo. Todos se ven agradecidos y beneficiados.

      ―Ha de haber sido bella la que te enviaron, maestro ―me dice un periodista.

      Afirmo con la cabeza.

      ―Hablaba como un ángel, lo de más era lo de menos ―contesto, y pido al mesero un ron con urgencia.

4

En Aguascalientes, en torno al maestro Sergio Cárdenas, entonces titular de la Orquesta Sinfónica Nacional, los periodistas charlábamos sobre numerosas cuestiones de la cultura y temas afines. Las bebidas empezaron a subir de tono. Y una reportera, a la que no habíamos visto beber nunca antes en la vida, pedía un trago tras otro, callada, sin decir nada, en absoluto silencio. Sólo acercaba su vaso al centro y, solícitos, cualesquiera de nosotros procedía a llenarlo.

      Así, una y otra vez.

      El mesero se acercó para servir un delicioso plato (habría que eliminar  de la frase ese “delicioso plato”, ya me había advertido el narrador Avilés Fabila con justificada razón, porque los platos son bellos, hondos o de diseño funcional, pero no deliciosos pues no se comen)… un hondo plato de botanas, que ya hacían falta.

      Y la reportera, de súbito, cambió su rostro. Era notoria su hambre, pero el platillo le quedaba lejos.

      Y vino la catástrofe.

      Habló, por fin, arrastrando su tenebrosa voz:

      ―Meee passan un shissssharrron, por favorrr…

      Manuel Blanco, presente en aquella grata reunión, tomó un fragmento grande del bendito alimento y se lo dio a la ansiosa reportera, no sin antes dar una lección a los ebrios no experimentados en los tormentosos vericuetos de la bebida, y nadie como él, un veterano de estas aficiones, para airear en ese momento las palabras justas:

      ―Cuando estás bebido suple, siempre, la ch por la t para que no se deslicen tus decires y simular tus estragos…

      Entonces yo le pedí al buen Manuel Blanco el favor de alcanzarme un rico titarrón, si no lo incomodaba.

      Y todos, ignoro la razón, se echaron a reír, ebrios que ya estaban.

5

Los organizadores estaban tranquilos. Servían el ron como si las horas no transcurrieran. Apenas el Sol se abría camino en la mañana gris. Mi avión salía a las once. Y viajaba con una reportera. La noche anterior había cerrado el encuentro literario. En Tuxtla Gutiérrez la llovizna parecía no tener fin.

      Yo miraba la hora, un poco nervioso. Pero los organizadores me llamaban a la cordura. “Bebe en paz”, me decían. Y la reportera también se animó. “Nunca había desayunado ron”, dijo, “pero no está mal, mientras no se me haga costumbre”, dijo, y todos reímos. Eran los albores de los años noventa. Yo tenía que estar en el periódico en la noche para apuntar las órdenes de trabajo del día siguiente. Los reporteros se comunicaban antes de las nueve de la mañana para saber qué tenían qué hacer, de modo que no podía estar yo ausente. Y así se los hice ver a los bonachones organizadores, que por cada minuto alteraban sus tonalidades vocales.

      Y me servían otra copa. Y también a la reportera, que empezamos a mirarnos de una manera extraña.

      Cuando sonaron las diez en el reloj del centro de la casa, por fin el anfitrión dijo al chofer que por favor nos llevara al aeropuerto. “Están a tiempo, vaya sin prisa”, ordenó, y el chofer, que no había tomado una sola copa, nos condujo al auto. Nos despedimos entre abrazos y risas.

      ―¿Llegaremos a tiempo? ―preguntó la reportera, con los ojos adormilados por la bebida, y puso su mano en la mía, como si fuéramos dos amigos de toda la vida.

      El chofer dijo que no nos preocupáramos.

      ―Aquí en Tuxtla los aviones jamás salen a tiempo ―dijo, y calló durante el resto del viaje.

      Como nos habían llenado los vasos, la reportera y yo jugábamos con nuestras manos en silencio.

      Antes de llegar al aeropuerto vimos con nuestros asombrados ojos cómo un avión tomaba vuelo rumbo a quién sabe qué destino.

      Que era la Ciudad de México, según fuimos informados cuando nos presentamos en el mostrador con nuestros boletos.

      ―El avión ya partió ―nos dijo la señorita con una indolencia que me partió el corazón.

      ¡Pero yo tenía que estar a más tardar a las nueve de la mañana en la redacción y no había otro vuelo sino hasta veinticuatro horas después!

      Le dije a la reportera que lo sentía mucho pero yo tenía que regresar en autobús, y ella, sonriente, dijo que no me abandonaría.

      El chofer nos llevó entonces a la terminal y tomamos el primer camión hacia la capital, no sin antes comprar medio litro de ron para el camino (porque las cosas eran distintas en aquellos tiempos, no como ahora que no se puede pasar ni una cerveza).

      Llegué justo a tiempo para redactar las órdenes de trabajo, profesional que es uno.

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Last modified: 18 octubre, 2021
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