La ilusión de que el opositor es más extremo de lo que realmente es permite a la extrema derecha e izquierda avivar el miedo y la ira entre el para mantener así su control de la agenda política. En los últimos años, un número creciente de grupos políticos extremistas y populistas han subido al poder, en paralelo con la preocupación por el crimen, la inmigración y los problemas económicos. Lo cierto es que muchos de los sistemas políticos alrededor del mundo favorecen a los extremos. El caso mexicano no es una excepción, pero es también preocupante nuestra peligrosa historia de coqueteo con el autoritarismo y la centralización del poder en el Presidente.
Candidatos que son altamente polarizantes se encargan de dividir y no de unir: Donald Trump, Jair Bolsonaro, Boris Johnson, Andrés Manuel López Obrador, entre otros. Su capital político consiste en atacar más que en políticas públicas fundamentadas. Al incitar la división se dificulta la gobernabilidad. Las elecciones impulsadas por electores radicalizados producen funcionarios que priorizan el mantenimiento de su base política y no gobierno eficientes. Tomemos el caso mexicano: desde inicio de su presidencia, López Obrador se ha encargado de amenazar y desestimar a instituciones como el Instituto Nacional Electoral, la prensa, académicos, al mismo tiempo que ha incrementado su control sobre el presupuesto y el acceso a la información. Esta misma situación se ha repetido en otros países como Estados Unidos, Brasil y Venezuela.
Este extremismo incentiva un enfoque de política pública de suma cero, obstaculizando nuestra capacidad para abordar problemas importantes que requieren soluciones meditadas y que son sustituidas muchas veces por problemas superfluos. Trump utilizó Twitter para promover su fuerza política. López Obrador ha hecho lo mismo por medio de las mañaneras, las ha usado efectivamente para minimizar su ausencia de resultados en seguridad, empleo, salud, etc. La gran mayoría de estos gobernantes se consideran también como la respuesta a los daños que se han infligido sobre la población por años. Esto los inmuniza del escrutinio, de las críticas e incluso de entregar resultados tangibles.
El 1 de septiembre, López Obrador ofreció su tercer informe presidencial. Sin embargo, la realidad es que poco ha cambiado en México desde el 2018: la falta de rendición de cuentas es rampante; la capacidad institucional es pobre, el acceso a la justicia es inadecuado y la inseguridad sigue en franco deterioro.
Si queremos cambiar el ciclo interminable de polarización e indignación, todos tenemos que hacer nuestra parte. Conocemos las consecuencias de la inacción. La reforma estructural del Estado y de nuestro sistema político es un paso necesario, pero también debemos exigir a nuestros funcionarios electos estándares más altos. Los candidatos que apoyan el compromiso, la negociación y la búsqueda de puntos en común no deben ser castigados en las urnas para favorecer a aquellos que polarizan. Ahora es cuando debemos de tomar las difíciles decisiones necesarias para romper el control de la polarización y refundar un sistema político y Estado funcional. No dejemos en manos de los políticos arreglar un sistema que les queda bien.