Cuando era pequeño, llegaba de la escuela y prendía la televisión mientras estaba lista la comida. O comíamos frente la tele. O veíamos algo por la tarde. Uno de mis programas favoritos era Bizbirije, que pasaba en el Canal Once; tenía formato de noticiero e invitaban a los niños que lo veían a participar grabando sus propias cápsulas, sobre el lugar donde vivían, sus gustos, sus vidas, etc. Más de quince años después, sigo persiguiendo mi sueño de convertirme en periodista… ¿Coincidencia? No lo creo.
El impacto que pueden tener los productos culturales es monumental. En la dinámica de la seguridad societal, el diseño y elaboración de estos productos es esencial para mantener o fortalecer el núcleo de valores, creencias, tradiciones (etc.) de una sociedad, y resulta igualmente indispensable para la estabilidad del Estado y sus instituciones.
Esto no sólo cumple funciones al interior, también al exterior, pudiendo convertirse en exportaciones a otros países, donde la refinación del producto puede llegar a tal grado que una cultura ejerza poder e influencia sobre otra.
No obstante, la forma en que estos contenidos son recibidos, interpretados y puestos en marcha por las audiencias que los consumen puede ser muy variada. Por eso las series y programas infantiles son el producto cultural por excelencia, pues la transmisión de sus mensajes está casi garantizada a ser tan literal como haya sido ideada y diseñada en su origen.
Además de Bizbirije, otro éxito de Once Niños es El diván de Valentina (2002), producción enteramente mexicana del Canal Once; considerada la primera serie de ficción para niños en América Latina (lo que le valió varios premios nacionales e internacionales, así como amplio reconocimiento a la productora del programa, Patricia Arriaga) esta serie, en palabras del canal, “acerca a la joven audiencia al concepto de familia que se tiene en nuestro continente a través de los ojos de Valentina, una niña con mucho sentido del humor y un gran corazón”.
El modelo de codificación y decodificación del discurso televisivo de Stuart Hall permite analizar algunos productos culturales (series o películas) y comprender las intenciones políticas detrás de su producción, así como sus posibles interpretaciones.
El modelo se compone por cuatro etapas: la producción (diseño y construcción del mensaje), circulación (retroalimentación de la audiencia sobre el producto), uso (consumo del producto) y, finalmente, reproducción (interpretación del mensaje en cada contexto y la acción posterior al consumo).
En el caso de El diván de Valentina, permite analizar elementos del discurso y su impacto en la audiencia; especialmente considerando que fue creada por un canal de televisión pública.
La serie tiene una producción muy cuidada, que se preocupa por retratar la vida de una familia nuclear clasemediera en alguna colonia de la Ciudad de México, desde el diseño y desarrollo de los personajes, tanto de Valentina como de su familia y amigos; la selección de las locaciones, raramente diferentes a la casa y un parque cercano; el guion, consolidado en la metáfora narrativa de Valentina en el diván de su casa contando sus problemas, para ir a resolverlos al terminar el relato. Incluso, el diseño de producción, con elementos de decoración, ambientes y productos mexicanos, todos están articulados de tal forma que reflejen la realidad de la familia Valdez Valdivia, y de muchas otras.
Por otra parte, el uso o consumo se racionaliza en la audiencia infantil a través de los aprendizajes y reflexiones de Valentina, quien es guiada por los esquemas morales de su entorno; emulando y produciendo un discurso de lo que está bien y lo que está mal.
Finalmente, la reproducción de este discurso, y de las herramientas emocionales que provee el programa, permite que –en el peor de los casos– los espectadores más jóvenes tengan un momento de reflexión ante situaciones con las que pudieran sentirse identificados, si no, la rectificación de sus comportamientos.
Durante sus años de transmisión, El diván de Valentina protegió y reforzó la matriz cultural de una parte de la sociedad mexicana, principalmente la capitalina, porque la señal no llegaba a buena parte del país y el cable seguía siendo inaccesible para muchos.
La calidad en su producción le permitió, incluso, ser exportada a otros países donde también es recordada actualmente. Todo gracias a una producción consciente de sus jóvenes consumidores, que consiguió una de las intenciones políticas del Canal Once, es decir, la protección y la promoción de la cultura mexicana.
Los productos culturales pueden tener gran impacto en las sociedades que los consumen, incluso mayor que las acciones explícitas como la guerra, la economía o la política; pues el poder suave (es decir, la influencia) tiende a ser más sutil, difícil de detectar y casi imposible de revertir.
Ejemplo de esto es el dominio cultural de Estados Unidos o de Japón en México, por la gran cantidad de programas y películas de estos países que se consumen. Este fenómeno ha llegado a tal grado que constituye formas sincréticas de vestimenta, gastronomía, lenguaje, arte, relaciones interpersonales, incluso, sueños y aspiraciones.
Una pregunta que vale la pena hacerse después de todo lo anterior es: “¿Cómo sería el mundo si más gente quisiera ser mexicana?”.
La serie me gustaba mucho. Me hiciste recordar esos años. Felicitaciones.
Hola, solo quiero aclarar que El diván de Valentina no fue una coproducción con Televisa, es una producción exclusivamente de Canal Once. Gracias por el interés y la reflexión en torno a la televisión para niños y niñas. Saludos, Patricia Arriaga Jordán.
Desde LaLupa.mx agradecemos mucho la precisión y el interés en la columna, así como el excelente trabajo que realizó en este icónico programa. Hacemos la corrección pertinente. Muy buen día.
Atentamente: Redacción LaLupa.mx
Quiero agradecerle por haberse tomado un momento para leer mi columna y por la corrección. Su trabajo ha sido, entonces y ahora, una gran inspiración y guía para mí; gracias especialmente por eso.
Le deseo lo mejor ¡Saludos!