Autoría de 12:35 am #Opinión, Rocío Benítez - Zona de la Visión Perpetua • One Comment

La vida, muchacha, la vida – Rocío Benítez

Estoy envejeciendo, o los casi dos años en cautiverio han afectado mi cuerpo. Un viaje de Querétaro a Guadalajara y viceversa, el cual podía pasar vigilante, sin dormitar siquiera y llegar con ánimo, ahora me ha destrozado. Me duele todo, hasta el cabello. Y me quedó un mareo muy similar al que he experimentado en el camino lleno de curvas a la Sierra. Sospecho que es por la inadecuada oxigenación, a causa del cubreboca. De cuidar estrictamente mis salidas y seguir un autoimpuesto protocolo, este viaje me enfrentó a mucho de lo que temía y aún temo. Pero también me ofreció historias, relatos de la vida que ya extrañaba. 

Salí temprano el domingo, pedí un servicio de taxi que llegó de inmediato porque estaba por dejar otro viaje a tan sólo dos calles de mi casa.

Después del correspondiente saludo y corroborar la dirección de mi destino, dijo el chofer: ¡Qué cree señorita!, fui a dejar un viaje cercano a su casa, eran dos mujeres con un niño y me querían contratar todo el día.

¿Cuánto cobras por todo el día?, dijo la mujer más joven, la que cargaba al niño.

¿Pues qué, me quieres mantener?, formuló el chofer como duda, no se lo dijo a ellas, sino a mí. Nos reímos. 

Yo sentí algo sospechoso, señorita. Porque, según lo que escuché, iban a reclamarle a un hombre, supongo que por el niño que llevaban. Fíjese, señorita, que algo así viví cuando era muy joven. Tenía una novia muy bonita y ella me pidió llevar el domingo a su mamá y a su abuelita a visitar a unos familiares. Como andaba de ‘queda bien’, dije que sí de inmediato. Llegó el domingo y nos fuimos, me indicaron la ruta y yo seguí sus indicaciones. Encontramos la casa, se bajaron y yo con ellas. Tocaron a la puerta y apenas salió una anciana, preguntaron su nombre y al responder ella, entre las tres comenzaron a pegarle. Por unos segundos quedé inmóvil. Los gritos de la anciana me hicieron reaccionar y me lancé a separarlas. Resulta que esa anciana era la otra mujer del abuelito de mi novia. 

Tú no te metas, me decía la madre de mi novia. 

Cómo no me iba a meter, señorita, si yo las llevé ahí. Mi novia también comenzó a insultarme. Me enojé y me fui, las dejé. Ahí se terminó esa relación, nunca más la volví a ver. Era muy bonita. 

Por eso cuando escuché la conversación de esas mujeres y al preguntar cuánto les saldría el servicio de todo el día, recordé aquel momento. Y dije, lo siento, acabo de confirmar otro viaje y no lo puedo cancelar. ¿Cómo ve, señorita?

Con aquella historia llegué a la central de autobuses, media hora antes de la salida de mi viaje. El camión que me correspondía venía de la Ciudad de México y su destino final era Guadalajara. Pero yo no sabía eso. Esperaba en el andén y vi llegar un autobús, observé a los pasajeros bajar, y al chofer caminar de un lado a otro. A los 15 minutos se acercó él mismo a la puerta de la sala y gritó: ¡Alguien va a Guadalajara, en el camión de las 9:30 horas! Era el mío. ¡Yo, yo voy!, grité. Me vio y dijo: ¡Vámonos!

Solamente yo abordé. Al subir me percaté que detrás de mi asiento  estaba un muchacho, tenía los ojos cerrados. Nadie más al fondo. Me acomodé y el chofer cerró de golpe la puerta que separa el espacio entre el conductor y los pasajeros. Tras el golpe el muchacho se enderezó y supongo qué mirando por la ventanilla trató de identificar dónde estaba. ¿Este camión si va a Guadalajara?, preguntó.

Sí, respondí. Por eso me subí. Soltó una risa ligera. 

Comenzó el viaje.

El paisaje era el mismo que años atrás guardé en mi memoria, largos caminos de campo seco, por la temporada.  Debo admitir que desde el momento en que salí de mi casa, lo único en que pensaba era en ponerme gel después de tocar todo lo que mis manos alcanzaban. En el camino iba recordando que a la entrada de la central de autobuses nadie me tomó la temperatura, ni a mí ni a nadie de los que entraban. No era obligado pasar por el tapete sanitizante, creo que ni tenían. Y el gel antibacterial era más que un adorno. Tampoco se limpió, o se aplicó algún producto, como debe ser, cuando bajó la gente del viaje anterior. Todo eso lo pensé cuando iba ya en camino. ¿Qué podía hacer?

Luego me intimidaron recuerdos de otros viajes, en uno a San Luis Potosí, cuando todavía no amanecía, detuvieron el camión, abrieron la puerta y subieron a toda prisa los militares. Yo que me acurrucaba con mi propio calor, resistiendo el sueño, di un salto de inmediato al ver la sombra de aquellos hombres que con voz alta pidieron bajar del autobús.

¡Vaya susto!, pensé, mientras que en el presente, el autobús donde creí que sólo viajábamos dos pasajeros se comenzó a orillar a mitad de la nada.

Se estacionó y el chofer abrió la puerta que conecta con los pasajeros y dijo: Vamos a bajar a comer algo, llevamos 16 horas de viaje y el cuerpo exige alimento. Si gustan pueden bajar también. Se bajó y dejó la puerta abierta, desde la apertura alcancé a ver varios puestos de comida. La fuerza de los camiones de carga pesada testereaban el autobús que estaba al filo de la autopista. Mi mente pesimista me hizo acarrear mil cosas. Un accidente, una colisión de automóviles impactados que hicieran volar nuestro vacío autobús.

Pasaron 15 minutos y el muchacho que venía detrás de mí decidió bajar, se acomodó una gorra rosa y llevaba también una mochila rosa fosforescente a la espalda. 

Entonces llegaban a mi mente ideas de una banda de asaltantes que subían al camión y emprenden la huída, conmigo adentro. ¿Qué hacer? Miraba por la ventanilla y enfrente sólo había una edificación derruida, el resto era paisaje seco.

Aproveché el momento a solas para dirigirme al baño del autobús y lavarme las manos que, con tanto gel, adquirieron una sensación pegajosa e insoportable. Pero no había ni gota de agua. Y yo, para llegar al baño, me sostuve de los demás asientos y abrí dos puertas que, sabrá Dios, cuántas personas más habrán tocado. Entonces volví necesitada de aplicarme el triple de gel. Y en el regreso descubrí que había una tercera persona en el autobús, un hombre completamente dormido (o quién sabe, no era momento de indagar) camuflado entre el color del asiento y las cortinas, que quizá no se percató de la pausa que hicieron en Querétaro ni del descanso para el almuerzo.

Así pasamos 45 minutos, porque cuando regresó el chofer, quien faltaba era el joven pasajero. 

Si fuera un chofer distraído hubiera subido sin mirar al pasaje a bordo y arrancar. Por lo cual ya tenía preparada mi garganta para gritar: Señor, bajó el muchacho de la gorra y mochila rosa, y aún no regresa. No fue necesario. Con tan colorido look seguro no pasó desapercibido ante los ojos del conductor. Finalmente llegó y reanudamos el camino.

Al llegar a Guadalajara, el chico de gorra y mochila rosa me sorprendió con una maleta del mismo color.  Lo envidie. No vi bajar al tercero a bordo, quizá fue obra de mi imaginación. Un acto de consolación de mi mente para no sentirme sola en el autobús, en medio de la nada.

El camino de regreso fue muy distinto. El autobús que tomé iba primero a San Juan de los Lagos, después a Querétaro, San Juan del Río y finalmente Puebla. Salió justo a las 10:45 de Guadalajara. Mi asiento estaba al lado de la ventanilla, número uno. A mi lado se sentó una mujer pequeña y delgada, me dijo que tenía más de 60 años, que todos los fines de mes viajaba a Guadalajara para comprar cosas. Nos topamos en el andén. Yo deambulaba de un lado a otro para apaciguar mi ansiedad, ella permanecía en el mismo sitio custodiando sus muchas maletas y bolsas.

“Oye, nos vimos allá abajo”, dijo con emoción cuando se acomodó a mi lado.

“Yo vivo en San Juan del Río, pero vengo a comprar para vender en el tianguis de allá”, me explicó.

¿Y qué vende?

“Cositas, hija, cositas, chacharitas que todos compran”, respondió.

¿Por qué viene a comprar hasta acá?

Porque acá tengo a mi familia, así aprovecho para visitarlos.

¿Y qué hace usted viviendo en San Juan del Río?, pregunté ya en modo de periodista. Dio un suspiro hondo y dijo:

“La vida, muchacha, la vida”.

El chofer cerró las puertas y comenzó el viaje. Contrario al autobús de ida, el de regreso iba lleno de almas que chuchiqueaban. La voz de un hombre hablando entré inglés y español destacaba a lo lejos. Y más cerca una lengua extraña atendía al teléfono, supongo eran asuntos urgentes, porque la voz era alta y enérgica.

La mujer a mi lado durmió a los pocos minutos. En los asientos vecinos iba una muchacha con dos niños, y un joven. Subieron por separado, pero por un momento pensé que iban juntos, porque los vi hablar ya sin el cubreboca puesto. En la primera parada ella se levantó con la niña y el niño y le dijo al muchacho: Bueno, mucho gusto, que tengas buen viaje. Y se bajó. Él sonrió nervioso y dijo tímido: Adiós, que te vaya bien. Hasta que ella se bajó, él acomodó su cubreboca.

Al despertarse la mujer a mi lado, en esa pausa, sacó de su mochila algo para comer y comió.

Yo que no me había quitado el cubreboca desde que salí del hotel, comencé a sentir que me faltaba el aire. Y noté un mareo, que hasta la fecha tengo.

Prendí mi celular y contesté algunos mensajes pendientes, luego abrí una APP para escuchar un audiolibro sobre el nacimiento de los libros (qué ironía), iba en el capítulo de Alejandro Magno y sus batallas. Luego vendría la fascinación del papiro. Mientras escuchaba todo eso, y el autobús seguía su curso, por la ventanilla veía los campos igual de secos, construcciones a la orilla de la carretera abandonadas, derruidas por el tiempo, el clima, el olvido, pocos hombres arriando rebaños, pocos árboles, en uno de esos pocos vi a un chico descansar bajo la sombra. ¿Quién es? ¿Qué hace? ¿Qué hará después de saciarse de la sombra?

Entonces respondí en mi adentro:

“La vida, muchacha, la vida”.

Rocío Benítez presentando “Donde una vez tus ojos ahora crecen orquideas”, en la FIL de Guadalajara

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Last modified: 5 diciembre, 2021
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