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Cuando Fernando Benítez se acercó a los pueblos apartados de la gran urbe para poder escribir sus tomos sobre los indios en México no lo hizo, como muchos suponen, a pie sino incluso llegaba en helicóptero, con el consecuente espanto de los humildes pobladores. Por supuesto no fue un periodista de los de a pie, como se los denomina hoy a quienes están más cerca de la gente que de los distintos poderes oficiales, como lo estaba Benítez, tal como lo confirma Elvira García —en el número de julio de 2013 en la Revista de la Universidad de México, dirigida entonces por Ignacio Solares— al contarnos la siguiente anécdota: “Corría 1947. En un pequeño despacho de la Secretaría de Gobernación, el periodista Fernando Benítez, habilitado como secretario particular de su amigo Héctor Pérez Martínez, subsecretario de Gobernación, colgaba el teléfono, contento. Acababa de recibir una buena nueva: lo nombraban director del periódico El Nacional [el rotativo del partido en el poder]. Minutos después, a ese mismo despacho entraban, muy jóvenes aún, los escritores Henrique González Casanova y Bernardo Ortiz de Montellano. Lo que vieron lo recordarían por años, muertos de la risa”.
¿Y qué fue lo que vieron? A Fernando Benítez bailando encima de su escritorio, loco de alegría: después de todo, estaba a un paso de iniciar su poderoso clan cultural, con el respaldo de los políticos de su tiempo, a los que recurrió toda su vida.
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Que varios autores han realizado reportajes sobre acontecimientos multitudinarios no significa, en lo absoluto, que hayan sido, o que lo sean, periodistas de a pie, sino incluso pudieron haber sido, o aún lo son, oportunistas (que sepan o no escribir, es otro punto), que es algo muy distinto a los que de veras se introducen con la gente del pueblo sin temor a ser pisoteados. Allí están esos jóvenes del #YoSoy132 que, supuestamente estando en contra de las políticas de las televisoras abiertas, de inmediato supieron aprovechar la coyuntura para aceptar ser contratados como locutores en la industria mediática, esa misma contra la que decían estar luchando.
¿Periodistas de a pie los estudiantes hashtagueros que se decían indignados con las corrientes manipuladoras de la información electrónica?
Nones.
Sino arribismo puro.
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Es sabido que cuando Julio Scherer García recibió el Primer Premio [Alternativo] de Periodismo Nacional —en los ochenta del siglo XX—, convocado por diversas universidades, con premura se lo apropió para, desde su poder, galardonar a sus amistades, hasta que hizo desaparecer tal trofeo porque las propias academias se percataron de que su dinero estaba siendo repartido de manera unilateral.
Así es: el periodista que se decía de a pie actuó de modo pragmático para llevar a su molino los beneficios que le producían su aparente actitud democrática. Es como esa declaración pronunciada una y otra vez, una y otra vez, hasta el cansancio, por los galardonados para justificar el cheque que ponía en sus manos el gobierno federal, cuando esta entidad los entregaba: “Si ya lo obtuvo Carlos Monsiváis, ¿por qué yo no habría de recibirlo?” Porque el aludido era una muestra irreprochable de periodista de a pie, aunque se haya sabido que asesoró a mandatarios, recibía becas priistas, estaba en la nómina de Televisa, decidía a quién el Estado debía o no recompensar, etcétera.
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A lo largo de los años en este oficio, he conocido a decenas de periodistas intitulados “de a pie” que, en realidad, no lo son, y planearon cómo obtener dinero de la politiquería nacional —en tiempos donde el denominado chayote aún corría a raudales— para continuar fortaleciendo sus prestigios y sus carismas. Que de algo les sirviera, pues, tales características que esculpieron con indomeñable meticulosidad. Articularon con diligencia los guiones que les escribieron para maniatar con solvencia su autonomía.
Movimientos ilícitos, corruptelas, manutención de compadrazgos no sólo existen en el periodismo y en sus galardones, sino también figuran en la propia academia, tal como lo demostró la terrorífica Estafa Maestra.
Ejemplo de excentricidades y despilfarros en los premios otorgados desde la academia, sin duda, es la Universidad de Guadalajara, dispuestísima a soltar millones de pesos en viáticos para autores extranjeros y para su premio central, aunque sea entregado a personalidades sospechosas e indignas, pero incapaz de otorgar un peso al rubro de la prensa cultural.
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Ni duda cabe que existen premios codiciados y premios insignificantes, sobre todo por la bolsa económica otorgada a sus ganadores y que suele ser el impulso para que diversos solicitantes anhelen que les sea asignado. Pero también hay premios desprestigiados por quien los asigna y desprestigiados por quien los acepta. En este último caso, recuerdo la respuesta al cuestionamiento del reportero Daniel Cisneros, de El Financiero, sobre el descrédito que obtuvo el Premio Villaurrutia en 2011 por habérselo querido otorgar a Sealtiel Alatriste, ante lo cual la poeta Myriam Moscona, la galardonada en 2012, respondió, seguramente con hartura:
—Me pregunto cuánto tiempo más va a ser un tema.
Y, bueno, querida Myriam, incluso en pleno año 2021 seguirá siendo un tema insoslayable en ciertas pláticas y debates —debe serlo— mientras este tipo de premios sean públicos y no transparentes.
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Y así con todos los premios, como el pobre (por desolado, apocado, rebajado, disminuido, oscurecido, marginado) entregado a los periodistas. En un futuro próximo, quizás, estos galardones se van a dar nada más a los periodistas de a pie que los pidan… siempre tan prestos al activismo, a firmar el primer desplegado rebelde aparecido en las redes sociales aunque no lo sean (de a pie), tal como ahora se premia, por ejemplo, en música a cantantes que no cantan o se presentan libros en la Feria Internacional de Guadalajara de escritores que no lo son, tal como ocurre en la vida misma: miramos en la televisión a periodistas que no lo son, a actores que no lo son, tenemos políticos que no lo son, futbolistas que no juegan bien, organizaciones defensoras de periodistas que no lo son (los periodistas, no las organizaciones), perseguidos políticos que no lo son…
Y me temo, gulp, que incluso a veces amamos a amores que no lo son.
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