Autoría de 11:45 am #Opinión

Lengua ajena – Jaqueline Pérez-Guevara

Entre esa multitud de rostros desconocidos y esa lengua ajena, en un desencuentro del destino, me encontré conmigo misma. Descubrí qué es aquello que en realidad me roba el aliento y que me hace sentir viva. Y entendí que todas esas horas y esos días que estuve enajenada, pausada observando mi vida de lejos, me sentía aún más extranjera de lo que me siento ahora. Y redescubrí que la vida es eso, es sentir que te emocionas cuando sale el sol; cuando contemplas un atardecer, cuando descubres la sonrisa de los otros, cuando tus pies se mueven con una canción, cuando tu pecho se exalta ante lo que está frente a tus ojos, cuando se acelera la respiración o te enamoras de una nueva mirada. Cuando descubres en un país tan distinto y con palabras que no entiendes quién eres.

Muchos meses trataba de nadar contracorriente, de hacer como que hacía, de ocupar mi mente con cientos de cosas y no lograba disfrutar ni terminar ninguna. Estaba rodeada de personas, pero me sentía sola como nunca. Trataba de aparentar que estaba bien, que seguía en el camino a una perfección que realmente es imposible de alcanzar. Y en ese camino por ser perfecta me cubrí de un velo que no me dejaba ver con claridad, que cubría una superficie sucia, repleta de dudas, un vacío indescifrable. Y trataba de ocultar lo mal que me sentía, lo perdida que estaba, por ese absurdo afán de aparentar. Y en esa negación al perdón y en esa exigencia, no lograba terminar lo que hacía, no lograba avanzar. En ese mostrar a los demás, yo me perdía cada vez más.

Estaba en esa espiral de cosas sin sentido, ensimismada, como si todo fuera un mal sueño. Y me costaba mucho trabajo admitir que estaba mal. Me parecía símbolo de debilidad reconocer que tenía un quiebre. Porque defender tu libertad y convicciones a veces duele, y a veces hace preguntarte quién eres y qué quieres en realidad. Te cuestionas si te estás equivocando o no por defender lo que quieres a costa del amor de los otros. Porque muchas veces quedarse callado y vivir la vida que los demás quieren es más sencillo; porque afrontar que no quieres algo, renunciar, duele. Me cuestioné de pronto mi vida entera, la niña y mujer que había sido, la mujer que era y la que quería ser. Me cuestioné también mi libertad, mi boca que parece que nunca se quiere callar y esa rebeldía nata. Me pregunté si había tomado una buena o mala decisión o si la vida era eso, era ser políticamente correcta, ser la mujer perfecta con la familia perfecta y si uno debe olvidarse de sí mismo para cumplir con las exigencias de la sociedad. Me pregunté qué tanto era cierto eso de defender los ideales hasta el final.

Vivía en esa dualidad perpetua, en esos contrastes, deambulando entre las calles y viendo transcurrir lo días. No quería darle importancia a una etapa de mi vida. No quería sentirme parte de ese grupo de personas que decían sentirse mal. Esa mujer que era unos años atrás me parecía tan distinta, y la veía con añoranza tratando alcanzarla, pero por más que lo intentaba no lo conseguía. No lograba ser ella, no lograba ser yo, y tampoco perdonaba ni la flaqueza ni esa pausa para redefinir el futuro, ni nada más. Porque es un choque darse cuenta de que no quería ni sería lo que muchas veces pensé que quería; porque esa vida de sueño y de apariencia no me hacía feliz si perdía lo que soy y mi individualidad; porque no era nada, ni soy, sin mi libertad.

El encuentro entre verdad, rebeldía y convenciones nos hacen dudar. Ese no ser la novia o esposa perfecta, no casarse antes de cierta edad, no querer dedicarse a tal o cual cosa, no querer ser una persona sumisa, no quedarse callada y mirando, me hacía sentir como que era yo la que estaba cayendo en un error fatal.

Me juzgué demasiado y perdí la fe, en mí, en lo que me gustaba hacer, en mis emociones y en mi futuro. Pensé que estaba mal por ser como era, por equivocarme, por no ser la mujer que todos querían que fuera, por no ser políticamente correcta, por no querer lo que muchos más. Pasaban los días y yo fingía que conquistaba esas calles, que era feliz, pero no lo era. Y ahora sí que lo soy. Porque en un sitio tan distinto y con una lengua ajena encontré mi propia voz. Descubrí que todo ese juego maquiavélico de antifaces y poses no me estaba ayudando y tampoco ayuda a nadie en realidad. En Estambul descubrí que para ser felices hay que quitarnos todas esas máscaras. Hay que aprender a vivir sin ataduras, a perdonarnos, a reconocer nuestro dolor, nuestros errores, a trabajar en esa parte que nos duele, en esos malos hábitos y en esos vicios o vacíos que tenemos.

En estos sonidos extranjeros me reconcilié conmigo y con todas mis decisiones. Aplaudí mi decisión férrea de defender mi persona y mi libertad ante el destino, ante el amor y ante los demás. Vi por fin que, aunque me sentía perdida en ese entonces, fue un momento cumbre en el que me encontré de pronto con quien era y con quien realmente quería ser. Que, aunque dolía, no hay nada mejor que defenderse a uno mismo, abrazarse en su totalidad y defender a toda costa nuestros principios, nuestra esencia y nuestra libertad. Que podemos dejar la piel entera en el camino, pero no nuestras convicciones.

Aprendí que es igual de valioso equivocarse que salir victorioso, que los días lluviosos y los soleados son parte de nuestra vida y de nuestro proceso. Y que es más valiente reconocer que uno tiene miedo, está triste, se equivocó o no quiere tal o cual cosa que tratar de engañarse y no vivir cada día de nuestra vida con la firme convicción de que estamos aquí y ahora, y ese es el mayor privilegio.

Entre esa multitud desconocida aprendí a quererme de nuevo, a trabajar en mí, a dejar de lado todos esos prejuicios tontos, todas esas frases lanzadas al aire y todos esos miedos. Reescribí lo que soy, con todo lo bueno y lo malo, para dejar de ser tan estricta conmigo misma y con lo que viví. Cobijada por las maravillas que asombraban mis ojos, por esas nuevas sensaciones, me volví a sentir viva y empecé en ese proceso de sanar, de reconstruir y encontrar. Y esa persona que buscaba desesperada en el espejo se posó de nuevo frente a mí, con ese mismo brillo en los ojos, con toda esa emoción que la caracterizaba y esa enorme sonrisa.

Uno debe ser fiel a uno mismo, a sus sueños y pasiones; admitir lo bueno y lo malo para avanzar, para realmente recuperar el tiempo perdido y no seguir perdiéndolo. Cobijar con fiereza nuestras decisiones. Uno debe ser quien quiere ser, escribir con tinta muy fuerte cada capítulo que queremos y ser los personajes principales de nuestra historia. Uno debe aprender a no olvidarse de sus sueños por los demás, defenderlos con coraje y no sentirse mal por ello. Fue en Turquía donde viví el proceso de enamorarme con locura de mí, de mis anhelos, de mis flaquezas, miedos y debilidad. Fue en esta ciudad de choques y caos donde honré mis memorias, todas esas personas que se cruzan en mi camino, mi propio caos, lo bueno y lo malo dentro de mí; donde aprendí a amar mis lágrimas y risas. Fue en esta ciudad repleta de recuerdos e historias, de letras y voces, donde escribo y agradezco cada capítulo de mi vida y mi historia.

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Last modified: 26 diciembre, 2021
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