La película comienza con un suspiro y un llanto, que se convierten en alarma. Destellos azules y luego rojos. Y una cita en la pantalla:
Oirás las sirenas cantando
más y más cerca de aquí
reza que no estén cantando
esta noche para ti
Del poema del oficial Daniel Alatorre, policía segundo; ganador del tercer Concurso Regional de Poesía Policial.
Una película de policías es un documental, a la vez que es una ficción. Dirigida por Alonso Ruizpalacios, coescrita con David Gaytan, cuenta la historia de un hombre y una mujer policías: María Teresa Hernández Cañas y José de Jesús Rodríguez Hernández, mejor conocido como “Montoya”.
En veces, encarnados en las maravillosas actuaciones de Mónica del Carmen y Raúl Briones, luego en sus propias voces, este largometraje fusiona la fantasía con crudos testimonios que acompañan acciones, rostros y movimientos en la pantalla.
El trabajo de las productoras Elena Fortes y Alexandra Zapata, conjugado con la fotografía de Emiliano Villanueva (La Boda de mi Mejor Amigo, Hidalgo, La Zona) y la dirección, le valieron a esta cinta el Oso de Plata en el Festival Internacional de Cine de Berlín, así como una decena de proyecciones en otros festivales de todo el mundo; sin mencionar el apoyo de Netflix.
Cinematográficamente, es una joya. Pero, antes que eso, su verdadero valor yace en ser un documental con tintes de ficción. Algo tan turbio como la vida de un policía, dignificada, humanizada y producida de manera que te mantenga al borde de tu asiento, riendo y llorando, durante 147 minutos.
Toda vez, su única intención es retratar la vida: en la gran ciudad (de México), llena de baches, grafitis, calles con nombres, servicios rebasados y corrupción. La vida de una agente de seguridad, que tiene el mismo tono de alarma para despertar que nosotrxs, que desayuna huevo cocido, que lava en el fregadero del edificio; pero que escucha todo el tiempo voces —en la radio— y que tiene que enfrentarse todos los días a situaciones atemorizantes que le rompen la voz, con valor, con maña, incluso, con cariño. La vida de un patrullero, que come tacos en la calle y alimenta a los perros, que recibe tanto propina como mordidas, al que le bailan, lo besan y abrazan en las marchas de orgullo, que se duerme en el metro al salir de su turno.
El guion, en todo momento, te recuerda lo que pasa a la vuelta de la esquina, bueno y malo. Cuanta gente conozcas, se encuentra de algún modo en la pantalla. Por eso se trata de una mirada a la realidad de México y de Latinoamérica, a pesar de sus licencias creativas, porque incluso cuando hay situaciones sintéticas y controladas en el caso de las representaciones actorales, podríamos encasillarlas en la experiencia “gonzo”.
Hace unos meses, platicaba con una amiga que está por enlistarse en las fuerzas de seguridad, le decía que a nuestro país le hacen mucha falta producciones televisivas/cinematográficas sobre los héroes del día a día; como si los consumimos —a montones— cuando se trata de estadounidenses.
Una película de policías es un excelente punto de inicio para ello, para crear nuestra propia narrativa sobre los héroes cotidianos. No son figuras impolutas, blanqueadas, disneyficadas y triunfantes; son gente que batalla, que se aclimata —o se aclimuere—, que ganan en silencio y pierden la vida en ello.
Pero aman, y el amorsuaviza todos los matices entre héroes y villanos. La historia de Mónica y Montoya, la llamada “patrulla del amor”, donde se plantó una rosa entre el asiento y el arma, habla de una dinámica de pareja: policía y romántica, con sus bemoles, con sus sinsabores, pero que se ama.
Porque cuando todo falla, el Estado, sus instituciones, los procesos y la sociedad, lo único que queda —que es inalienable e incorruptible— es el amor que nos tenemos. Eso es algo que sólo aquellxs que vivimos de este lado del camino, podríamos entender, y que pocas veces vemos en la pantalla grande.
“Somos los mil caras”, dice el Montoya en algún punto. Y lo somos todxs. Esta es una película mexicana en la que me he sentido identificado. Y consumir productos que representen nuestra cultura —en todas sus dimensiones— como he enfatizado tantas veces en este espacio, es la única forma de entendernos y empoderarnos como comunidad.