Han pasado poco más de 60 años desde la última vez que los seres humanos caminaron sobre la Luna y ahora vemos con suma probabilidad hacer breves, pero significativos viajes que nos acercan a aquello que hasta ahora solo la ciencia ficción nos permite soñar: navegar en el espacio y conocer el Universo.
Hoy en día, es emocionante escuchar sobre los viajes, misiones e investigaciones que la humanidad ha logrado en el ámbito de la exploración espacial. Hace unos meses Jeff Bezos, a través de su empresa aeroespacial Blue Origin, realizó su primer vuelo con tripulantes a bordo, convirtiéndose en el segundo multimillonario en viajar en su propio cohete.
Sumado a esto, con el programa Artemis, la NASA planea enviar a la primera mujer y a la primera persona de color a la Luna en 2024, con una misión enfocada en el desarrollo de tecnología y la producción de conocimiento para realizar de manera segura y exitosa la exploración espacial.
Artemis sin duda plantea grandes retos científicos, ingenieriles y financieros, pero, además, pone la mira sobre una brecha -y una deuda histórica- enorme qué cubrir: la brecha de género.
En la década de los noventa, surgieron una serie de reportes que señalaban el descuido de la fisiología dependiente del género; tal es el caso de “A Strategy for Research in Space Biology and Medicine into the Next Century”, publicado por el Consejo Nacional de Investigación de los Estados Unidos (NCR, por sus siglas en inglés), donde destacan que “la NASA debería continuar examinando datos de experimentos de modelos en vuelo y en tierra, para detectar diferencias de género en la respuesta a la microgravedad”. Sin embargo, a la fecha sólo el 11% de los astronautas que han llegado al espacio exterior han sido mujeres.
El estudio de cómo se adapta el ser humano a un ambiente de microgravedad (es decir, fuera de la fuerza gravitacional terrestre) durante los vuelos espaciales, muestra respuestas fisiológicas similares entre hombres y mujeres, incluidos los impactos sobre la pérdida de densidad ósea, el estado de alerta a lo largo del tiempo, la calidad del sueño, el estrés y muchos otros. Aun así, el reducido número de mujeres que han viajado al espacio dificulta explorar las diferencias entre ambos sexos para adaptarse a estas condiciones.
El informe de la NASA “The Impact of Sex and Gender on Adaptation to Space”, publicado en 2014, apunta distinciones entre los datos reportados para astronautas de ambos sexos. Las mujeres muestran una mejor respuesta inmunológica y una mayor producción de anticuerpos, mayor susceptibilidad a desarrollar tipos de cáncer inducidos por la radiación, así como menor deterioro visual causado por la presión intracraneal, menor decaimiento en la sensibilidad auditiva, entre otros.
Además, se resaltan características que implican una ventaja para las mujeres en el espacio; como un menor consumo de calorías que un hombre de sus mismas proporciones para mantener su peso, lo que implica menores cantidades de comida y oxígeno necesarias para la misión.
Las capacidades y limitaciones del cuerpo humano para los viajes espaciales es uno de los temas donde el contexto histórico y cultural ha moldeado (y limitado) el quehacer científico. Por delante, todavía existe una laguna en el estudio de las diferencias por sexo/género. Ejemplo de ello son los efectos de los vuelos espaciales sobre las funciones hormonales, esenciales en la regulación del crecimiento, la vida sexual, el desarrollo y el equilibrio interno, que influyen de manera importante en la permanencia de los seres humanos en el espacio y que solo pueden ser estudiadas a través de un enfoque que considere dichas diferencias.
Estos datos nos llevan a reflexionar sobre la objetividad de la ciencia, pues hasta la fecha intentamos solucionar la desigualdad por género dentro del ámbito espacial. Desde que decidimos cuáles problemas son importantes, cómo planteamos las preguntas de investigación, e incluso en cómo interpretamos los datos, no estamos exentos de nuestra humanidad; y a veces, sin saberlo somos producto de nuestro contexto.
La ciencia, a pesar de ser una herramienta poderosa e imprescindible, es susceptible a las manos que la utilizan. La misoginia, el clasismo y el colonialismo son determinantes sociales que limitan la oportunidad de las personas para contribuir a la exploración espacial.
A pesar de ello, en los últimos años, a través de diversos movimientos sociales y políticos, y al surgimiento de instituciones de investigación para la salud espacial, avanzamos hacia un futuro inclusivo que reconoce las diferencias individuales en sus misiones y que propone construir protecciones y contramedidas basadas en la diversidad a través de la medicina personalizada.
Es momento para que la ciencia también avance en la inclusión por sexo, género, edad, nivel socioeconómico, orientación, raza y etnia no solo en los resultados de investigación, sino también en lo que respecta a posiciones en investigación y actividades de divulgación. Ante el resurgimiento de una emocionante y moderna carrera espacial, es imprescindible crear una ciencia que reconozca nuestras similitudes, diferencias y limitaciones, una ciencia que nos permita expandir las fronteras hacia un brillante futuro que nos lleve hasta las estrellas.