Un tema que actualmente se discute en la agenda pública de varias entidades de nuestro país es la prohibición de las corridas de toros. Al respecto, diversas personalidades se han pronunciado, a favor y en contra, avivando un debate que desborda pasión, pero escatima razonamientos. A continuación, algunas consideraciones al respecto.
Antiguo no es sinónimo de valioso (falacia ad antiquitatem)
Quienes defienden el espectáculo taurino consideran que es un legado de Europa en torno al cual se ha construido una subcultura valiosa que, en algunos lugares, principalmente de España, es considerada patrimonio por su origen antiguo. Con ello se busca conferirle un carácter cultural-tradicional, para legitimarlo y preservarlo.
Por sí mismo, el atributo de antiguo carece de valor, así como las tradiciones pueden ser positivas o negativas. La esclavitud, el tráfico de personas, los sacrificios humanos, las luchas en el circo romano, el canibalismo, el incesto y una larga lista de actos que se practicaban en la antigüedad, carecen de valor hoy en día y a la luz de la civilización actual pueden ser catalogados como aberraciones y manifestaciones de barbarie.
En su libro Tauroética (Savater, 2020), el filósofo Fernando Savater conjunta una serie de artículos periodísticos publicados previamente en medios españoles mediante los cuales defiende no a las corridas de toros en sí, sino a la libertad de elegir. Critica también a quienes buscan su abolición señalándolos de moralistas e inquisitoriales por querer imponer su criterio.
Los defensores de las corridas han adoptado esta obra como referente para respaldar sus opiniones. No obstante, el propio Savater, como connotado estudioso de la moral, señala que existen tanto costumbres virtuosas como perniciosas (Savater, 2016); y en el caso de la tauromaquia, al igual que la corrupción, el engaño, la guerra y otras tantas manifestaciones de la cultura humana que aún persisten, se trata de una costumbre perniciosa por el contenido implícito de violencia y crueldad con el que se desarrolla (y que constituye un ejemplo nefasto para las nuevas generaciones). Es decir, la tauromaquia, las peleas de gallos, perros y otros animales, no son un legado valioso que merezca ser preservado. Son atavismos, resabios de la barbarie que se mantienen por causas principalmente monetarias.
Y así como los defensores de la fiesta brava encuentran en Tauroética de Savater un cimiento ideológico, los antitaurinos tienen en Pan y Toros. Breve historia del pensamiento antitaurino español, de Juan Ignacio Codina Segovia (Codina, 2018), la evidencia palmaria de que, a lo largo de casi nueve siglos, novelistas, filósofos, poetas, dramaturgos, políticos, historiadores y científicos, oriundos de la misma tierra que acunó a la tauromaquia, la han cuestionado, pidiendo su eliminación por los motivos que hasta hoy alimentan la controversia: abuso, crueldad, violencia, vulgaridad y una larga lista de actos carentes de la humanidad que nos distinguen como especie.
Falacia de asociación
Es cierto, las corridas de toros han motivado obras de arte pictórico, literario, musical, cinematográfico, musical, etc., al igual que cualquier otro fenómeno social, cultural o natural (la guerra, la religión, los desastres) sin que por ello estas se vuelvan arte.
Los toros se crían para ser sacrificados
Los defensores de las corridas esgrimen una falacia post hoc ergo propter hoc (de correlación coincidente), al aseverar que los toros de lidia existen porque está en su naturaleza ser hostiles y bravíos, y que es su único destino ser sacrificados en la plaza. Los astados que se masacran en los ruedos viven porque la mente y la mano del hombre hicieron cuidadosas selecciones genéticas para crear y criar especímenes con esos rasgos predominantes. Al igual que ocurre, y ocurrió, con el ganado para engorda, los cultivos resistentes a las plagas, los perros y gallos de pelea y tantos otros seres vivos cuyo carácter no existe en la naturaleza, sino que fue moldeado y cultivado por el hombre para su beneficio.
Aun con eso, hay videos (fáciles de encontrar en internet) que muestran el carácter apacible de los astados al permitir ser tocados y acariciados en pleno tendido o en los campos de crianza. Evidentemente, y al igual que cualquier otro ser vivo (desde una abeja hasta un elefante), el toro reaccionará violentamente al sentirse amenazado o agredido por un esperpento que agita un capote y amaga con clavarle una espada.
Los antitaurinos son cobardes (falacia ad hominem)
Dicen los defensores de la tauromaquia que los antitaurinos son cobardes porque toleran los mataderos que proveen carne para alimentarnos y censuran los cosos donde se sacrifican, con “arte”, a los bovinos. E incluso proponen que ―para aminorar su hipocresía― deberían volverse veganos.
La especie humana, esta sí por naturaleza, es omnívora. Ya desde 1876, Federico Engels advertía en su obra El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre que: “El consumo de carne ofreció al organismo, en forma casi acabada, los ingredientes más esenciales para su metabolismo. Pero donde más se manifestó la influencia de la dieta cárnea fue en el cerebro, que recibió así en mucha mayor cantidad que antes las sustancias necesarias para su alimentación y desarrollo, con lo que su perfeccionamiento fue haciéndose mayor y más rápido de generación en generación”.
Es decir, de acuerdo con Engels, ingerir carne posibilitó el desarrollo superior del cerebro humano, facilitando la evolución de los homínidos. Nuestra composición y conformación orgánica (visión, dentadura, aparato digestivo, etc.) así lo evidencia. Somos, por naturaleza, depredadores —de hecho, superdepredadores—.
El asunto es que, como en esencia la civilización tiende hacia mejores formas de convivencia y bienestar común, ya no tiene sentido ni justificación matar —por deporte, por necesidad o por arte— para proveernos alimento. Los rastros y mataderos, en teoría, deberían sacrificar a los animales que aprovechamos como alimento de manera tal que se redujera al mínimo el dolor y sufrimiento que les infligimos.
Y al igual que avanza la legislación en el mundo para proscribir espectáculos crueles como las corridas de toros, también prosperan las iniciativas que promueven un sacrificio menos violento para los seres de los que nos alimentamos. Quien reniega de su origen carnívoro olvida que es gracias a los animales, que a lo largo de la historia nos proveyeron alimento, transporte, protección y abrigo, que la civilización logró el grado de desarrollo en el que hoy se encuentra. Asumir esto no implica tolerar el abuso, ni el maltrato o la violencia deliberada que se ejerce contra los seres vivos con quienes cohabitamos el planeta.
Y, efectivamente, prohibir las corridas de manera unilateral tal vez ocasione mayores daños que los que busca evitar, como ocurrió en el caso de la anulación de espectáculos con animales en circos, cuya aprobación condenó a cientos de ejemplares a morir de inanición, terminar en mataderos o, literalmente, en la basura. Retomando a Savater, el fin de la fiesta taurina debe provenir de un acto voluntario, no de una imposición prohibitiva.
Afortunadamente, las nuevas generaciones son más conscientes de problemas que antes no parecían importar: el cambio climático, la crueldad animal, la contaminación, la violencia, el sexismo. Son los jóvenes quienes ahora impulsan, a nivel global, los cambios que las generaciones que les precedimos aún nos resistimos a adoptar.
Para quienes la “fiesta brava” todavía les parece eso, una fiesta, les sugiero que la próxima vez que presencien una corrida taurina, como recomienda Marita Giménez Candela, de la Universidad de Barcelona, vean al toro, no al torero:
Lo que el espectador hace en la plaza es mirar y aplaudir el arrojo, el coraje, la finura del torero, pero no mira al toro. Y si lo mira, no lo ve. No ve que se desangra y que muge de dolor, no ve que se arrastra y que se cae cuando la puya del picador ha hendido sus terminaciones nerviosas, no ve que le clavan agudas banderillas en una zona ya castigada y ensangrentada, no ve que aún está vivo cuando lo apuntillan… (Giménez, 2010).